Sally Green

Los reinos en llamas


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      Ambrose asintió.

      —Entonces, ¿cuál es tu plan?

      —Tú y un escuadrón subirán a la meseta y entrarán al mundo de los demonios. El grupo de Geratan ha encontrado un hueco que considera podrían usar. Una vez dentro, deberán encontrar una manera de interrumpir su acopio de humo.

      —Me parece que hace falta uno que otro detalle, si no te importa que lo señale.

      —Ninguno de nosotros sabe exactamente qué está pasando allí. Tendrás que reaccionar ante la situación que encuentres. Contarás con los mejores hombres y el mejor equipo: lo que necesites. Y con Geratan, por supuesto. Ambos han estado en ese mundo. Ya saben cómo es. Regresen allí y hagan lo que tengan que hacer para impedir que los soldados de Brigant sigan sacando el humo: destruir cualquier arsenal, matar soldados, tomar el control del acceso al mundo de los demonios si es posible.

      —Ah, ¿eso es todo? —murmuró Ambrose.

      El plan era estúpidamente peligroso y seguramente fracasaría… no obstante, Ambrose ya estaba calculando cuántos hombres necesitaría. Un pequeño destacamento podría ser mejor en el mundo de los demonios, donde la comunicación resultaba tan complicada. Pero ¿a cuántos soldados de Brigant estarían enfrentando? Y algo más, igual de importante, ¿a cuántos demonios…?

      —¿Qué tan pronto quieres que partamos?

      —Para ayer es tarde.

      CATHERINE

      NORTE DE PITORIA

      Amor, pasión, deseo: todo esto sería terriblemente sencillo si las personas no fueran tan terriblemente complejas.

      Reina Valeria de Illast

      —Por supuesto que deseamos cooperar, Su Alteza —lord Darby asintió sonriendo. Albert, su asistente, asintió sonriendo también—. Y ahora que tengo una comprensión profunda de las diferentes fortalezas y debilidades, siento que puedo brindarle mi consejo.

      Catherine tuvo que morderse un labio.

      —Sin lugar a dudas, estoy muy agradecida por su consejo, lord Darby, pero lo que más necesito son navíos.

      —Ah, los barcos.

      —En efecto. Barcos. Para proteger nuestra costa.

      —Sí, en efecto. Los mismos barcos que Calidor necesita para proteger su costa.

      —Si ustedes nos ayudan ahora, nosotros podríamos ayudarlos en el futuro.

      —Pero es posible que no tengamos futuro si quedamos vulnerables al mover nuestras naves desde sus posiciones defensivas.

      —Entonces, ¿no pueden disponer ni siquiera de uno?

      —Cada barco está realizando un trabajo vital para Calidor.

      —¿En verdad? Entonces, ¿con cuántos navíos cuentan? ¿Exactamente en qué punto están, a lo largo de su costa? ¿Para qué, precisamente, necesitan todos los barcos?

      Darby miró a Albert, quien respondió:

      —Tendremos que analizarlo.

      —¿Cómo? —exclamó Catherine, con la paciencia ya agotada—. Exactamente, ¿cómo van a analizarlo?

      Albert palideció.

      —Voy a… Voy a enviar una solicitud de información a Calia, Su Alteza.

      —Bueno, esperemos que ésta atraviese el mar de manera segura… ¡Si tuviéramos barcos para proteger al mensajero!

      Catherine salió de la tienda, murmurando a Tanya mientras salía:

      —Otro retraso, otra evasión. Lo que necesitamos son los barcos.

      —Hace un rato hablé con Albert.

      Catherine se giró hacia ella.

      —¿Lo hiciste?

      —Él está tan frustrado como nosotros. Dice que Thelonius quiere ayudar, y lord Darby también, pero muchos Señores de Calidor nos temen tanto como a Aloysius.

      —¿Nos temen?

      —Bueno, temen que una alianza signifique una pérdida de independencia. Pitoria es mucho más grande que Calidor: creen que podríamos invadirlos.

      De regreso en la tienda, Tanya se dejó caer en su silla y durmió casi al instante: Catherine no era la única trabajando largas horas. Pero Catherine no podía darse el lujo de descansar. Había más documentos que revisar, más dinero que recolectar y, con certeza, una respuesta en alguna parte en relación con el problema del frente marítimo…

      Catherine caminó alrededor de su tienda, pasando junto al cofre que contenía su recipiente de humo púrpura de demonio. Una pequeña inhalación le haría tanto bien: la relajaría y le daría energía para la tarde. Sin dejar de mirar a Tanya, quien roncaba levemente, Catherine levantó con cuidado la tapa del cofre y sacó la botella, cálida y pesada en su mano. Dejó que una voluta de humo púrpura se deslizara hacia arriba y afuera de la botella y lo inhaló profundamente, esperando un aumento repentino del vigor.

      Nada pasó.

      Catherine parpadeó. Se sintió un poco mareada, pero nada más.

      Seguro no había aspirado suficiente. Inhaló de nuevo, con más fuerza. Ahora sintió el calor del humo llenando sus fosas nasales, su garganta y sus pulmones. Su cabeza vaciló y se sintió un poco mareada, pero no tuvo un aumento de energía, ninguna sensación de fortaleza o poder.

      Se sentó en la cama. Quería llorar. Ni siquiera el humo parecía estar funcionando ahora.

      ¿Pero por qué? Hacía sólo unas semanas la había dotado de la fuerza suficiente para enfrentarse a un hombre del doble de su talla. Sabía que el humo no funcionaba en las personas adultas, pero aún tenía diecisiete años. Era una niña en muchos aspectos, aunque con las responsabilidades de una mujer: de una reina. Catherine se recostó y miró hacia el dosel. No podía ser demasiado vieja para el humo. Lo necesitaba. Era su protección. Le había salvado la vida más de una vez. Sin eso, ¿qué era ella?

      Sintió que un sueño pesado la invadía.

      Catherine soñó que estaba dentro de un pequeño bote en un río crecido, sacando agua mientras los demás en la canoa dormían. Un hombre de cabello verde brillante le dijo que costaría mil kroners arreglar el bote, y entonces Catherine se inclinó e intentó rellenar las grietas de las tablas con trozos de papel, pero eran demasiadas y estaba hundiéndose, hundiéndose…

      Despertó sobresaltada. No estaba segura de si había dormido sólo un instante o toda la tarde. Tenía la boca seca y estaba muy hambrienta. Tanya ya no estaba en su silla y Catherine se levantó para buscarla. Cuando salió de la tienda real, una figura familiar llamó su atención y la detuvo.

      Junto al faldón de entrada de la tienda donde se celebraban los consejos de guerra, estaba Ambrose. Se suponía que Catherine no debía encontrarse con él, salvo para asuntos oficiales: lo había acordado con Tzsayn.

      Él está al mando de una misión al mundo de los demonios. Algo bastante oficial.

      Y Catherine quería verlo.

      Soy reina. Debería poder hacer algunas cosas que me placen.

      Ambrose se dirigió a la carpa.

      Espera que lo siga. ¿Cuánto tiempo ha esperado allí?

      La joven reina recordó la emoción, el anhelo que solía sentir al vislumbrar su cabello a lo lejos, la belleza de sus manos mientras la levantaba sobre su silla de montar, cabalgar por la playa en Brigant, con el sol en la espalda, saltar al agua y nadar en el mar frío, con el agua presionando su cuerpo, tirando de su ropa.

      Ahora no percibía esa emoción, nada de la intensa pasión que habían