Jesu´s Sanz Montes

Mis memorias de África


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esta colaboración. Por aquí han pasado varios sacerdotes que recordáis y que no os olvidan a vosotros, como el P. José Manuel, el P. Luis, el P. Ramón, el P. Pedro, el P. Mateo, el P. Jorge, el P. Antonio, el P. Abel, el P. Alejandro. También las Dominicas de la Anunciata que han ido pasando por este lugar han ido sucediéndose unas a otras a través del tiempo que ha transcurrido. Por todos y cada uno de ellos damos gracias a Dios por estos veinticinco años de historia cristiana entre vosotros.

      Me ha impresionado el símbolo de acogida con el que fui recibido anteayer: un poco de agua que fue derramada a mis pies. El agua es un don precioso, a veces escaso, pero del que no podemos nosotros disponer por nosotros mismos. Es un regalo del cielo cuando llueve y que luego la «hermana madre tierra» –como decía mi padre fundador san Francisco– custodia con esmero y conserva para nuestro bien. Con el agua se puede limpiar nuestra suciedad, refrescar nuestra fatiga y calmar nuestra sed; con el agua también fecundamos la tierra y permitimos que nazca la vida en nuestros campos. El agua es un símbolo religioso con el que da comienzo la vida cristiana a través de nuestro bautismo.

      Hoy le pido al Señor que no deje de bendecirnos con el agua de su gracia y que nos la haga llover más y más. Que nosotros también podamos compartir fraternamente lo que hemos recibido como don de Dios poniendo al servicio de los demás lo que cada uno ha recibido (cf. 1 Pe 4,10). Yo quisiera saber compartir con todos vosotros la alegría que tenéis en vuestros rostros, en vuestras danzas y cantos, en vuestros vestidos de fiesta, que a todos nos mostráis en un día tan especial. La alegría de la cual dais tan precioso testimonio lleva el nombre de la esperanza cristiana, y nos permite ser reconocidos como discípulos de Jesús, el Señor. Que nadie os quite vuestra alegría jamás, porque es una alegría que proviene de Cristo, tan distinta a la que el mundo da o pretende darnos sin lograrlo (cf. Jn 16,22).

      Termino haciendo una invocación a la Virgen María. En Asturias la llamamos Nuestra Señora de Covadonga, la Santina. Ella nos invita siempre a hacer lo que Jesús dice. Y por ella el agua aguada de aquellas tinajas fue convertida en vino de alegría en las bodas de Caná. Yo le pido a la Madre del Señor y Madre nuestra que interceda para que se transforme en vino de esperanza el agua de nuestra vida cotidiana.

      Hermanos y hermanas, os digo un pequeño secreto. Con el permiso de mi hermano, Mons. Martin, puedo decir que es un regalo poder reconocer en Bembéréké un trocito de mi diócesis de Oviedo a través de los hermanos que han venido y que vendrán. Sí, seguiremos viniendo con la ayuda de Dios. No podemos prescindir de la misión, porque sin la misión que nos lanza a anunciar el Evangelio a todas las gentes con la Iglesia de Jesucristo, una diócesis termina por hacerse egoísta, replegándose sobre sus problemas y empobreciéndose, y sencillamente deja de ser Iglesia. Que Dios nos siga regalando a la diócesis de Oviedo la gracia de estar entre vosotros como hermanos que comparten la fe, la esperanza y el amor aquí en N’Dali, en esta parroquia de Bembéréké y todas sus capillas y poblados donde vive tanta buena gente. Queridos hermanos, el Señor os dé siempre su paz y os conceda cada día su bien.

      5

      NO SOMOS FRANCOTIRADORES:

      EL ENCUENTRO CON EL OBISPO DE N’DALI

      África no es un territorio al antojo de sus compradores, de sus colonizadores, ni siquiera de sus evangelizadores. Es una tierra que tiene su geografía y su historia propias. Por eso, venir aquí como cristianos y misioneros no es venir para hacer un safari religioso por nuestra cuenta y riesgo. Sobre todo cuando hay una Iglesia ya implantada que va haciendo su camino de maduración cristiana. Era obligado, un deber gozoso, visitar al obispo en cuya diócesis hemos pedido poder trabajar colaborando como hermanos.

      Todos y cada uno de los obispos somos sucesores de los apóstoles. Tan solo del obispo de Roma sabemos que es el sucesor de Pedro. Los demás no sucedemos en nuestras sedes a un apóstol determinado. Pero todos los obispos somos sucesores de aquellos primeros discípulos de Jesús, y, aunque tenemos una diócesis determinada que la Iglesia nos confía a nuestro ministerio episcopal, tenemos esa mirada dilatada que nos permite mirar a toda la Iglesia como quien contempla algo que no nos resulta ajeno. Más allá de la responsabilidad canónica que cada uno tiene como obispo en su diócesis de Oviedo o N’Dali, siento como mía esta diócesis hermana, al igual que sé que su obispo siente como suya la que yo pastoreo en Asturias. No implica esto una jurisdicción difuminada, sino una comunión fraterna y compartida.

      Cuando nos encontramos los obispos de los distintos países que atendemos la Iglesia particular que nos ha asignado el papa, nos reconocemos en verdad como hermanos. Yo así lo he podido experimentar con el obispo de N’Dali, Mons. Martin Adjou. No nos conocíamos de nada, pero ha sido fácil entablar la relación fraterna por parte de dos sucesores de aquellos apóstoles que acompañamos al pueblo de Dios que la Iglesia ha confiado a nuestro cuidado pastoral. Tenemos la misma edad y, aunque ambos estudiamos en Roma, no nos conocíamos de antes.

      Para mí ha sido un verdadero regalo de Dios acercarme a esta diócesis hermana. Al poder asomarme a las dificultades que estos cristianos atraviesan se ponen en su lugar los desafíos que yo encuentro en la diócesis de Oviedo. Quiero decir que se relativizan enormemente. No es que se solucionen los retos en Asturias viniendo aquí a Benín, pero tampoco los agrandas en demasía cuando tratas de comprender otra realidad. Pensemos en los pocos sacerdotes diocesanos con los que este obispo cuenta. De hecho, él es párroco también, y su catedral sencilla y pequeñita es una parroquia más. Los misioneros que le ayudan en la diócesis de N’Dali son prácticamente todos extranjeros: España, Francia, Italia y alguno más africano. La minoría católica con la que él cuenta en medio de un ambiente musulmán o animista hace que su trabajo sea arduo y desbordante, al igual que todos cuantos colaboran con él en la evangelización: sacerdotes, religiosas, catequistas.

      Pero ha sido una afirmación sentida en todas las comunidades que voy visitando, una especie de estribillo que sin previo acuerdo unos y otros me van diciendo, y es también lo que este hermano obispo me ha suplicado: necesitamos sacerdotes.

      Al llegar a Gamia, uno de los catequistas y el presidente de la comunidad, ambos laicos, me dijeron que estaban contentos con nuestros misioneros asturianos, como agradecidos por todos los que antes han estado. Pero quieren contar con un sacerdote que pueda dedicarles más tiempo y que les predique la Palabra de Dios, que les pueda celebrar la eucaristía con más frecuencia. No nos ven como pueden ver a una ONG de las muchas que pululan por el Tercer Mundo, sino que nos piden algo bien concreto, que da cuenta de su madurez creyente como cristianos y como Iglesia.

      Confieso que me impresionó. No me pidieron dinero, no me pidieron proyectos de desarrollo, sino que me pidieron sacerdotes para que los puedan acompañar en su vida cristiana. Sin duda, el dinero y los proyectos también les llegarán, y en ello estamos comprometidos sabiendo por quién lo hacemos. Pero ellos han pedido lo que solo la Iglesia les puede dar: a Jesucristo a través de un hermano sacerdote que les pueda anunciar el Evangelio y acercarles los sacramentos.

      En otros momentos se ha dado esa retórica teórica de un posible conflicto entre el compromiso social y cultural y el servicio estrictamente religioso y evangelizador, como si fueran cosas que admitieran una planificación según nuestros cronogramas europeos. No en vano, y cuesta trabajo decirlo, por una mala comprensión de la misión en algún momento no tan lejano respondimos con pozos y escuelas, pero sin anunciar explícitamente a Jesucristo de modo apasionado. Viniendo aquí te das cuenta de la serena verdad a la que nuestros misioneros han llegado a través de estos años claroscuros también en la misión. Ellos dan a Jesucristo, son testigos suyos dedicando sus vidas al Evangelio y a edificar la comunidad cristiana como una Iglesia viva. Y haciendo así no pueden por menos que pensar en la educación de los niños y jóvenes construyendo escuelas; o pensar en la atención sanitaria e higiénica a través de dispensarios y presencias médicas; o ayudarles en su trabajo propio de modo que puedan ser autónomos llevando una vida libre, justa y digna. No podemos hacer trampa ni en un sentido ni en otro, porque podemos pretender dar a Jesús sin curar las heridas de los hermanos, o acaso salir al paso de las penurias de estos sin decir por quién lo hacemos y sin traslucir su ternura y misericordia ante ellos mientras les damos el pan de la Palabra y el don de los sacramentos.