Jesu´s Sanz Montes

Mis memorias de África


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una santa mala conciencia: «Venid a mí, benditos de mi Padre, porque tuve hambre, estuve desnudo, enfermo, en la cárcel…» (Mt 25). Es Dios mismo quien se solidariza con sus pequeños hermanos esperándonos siempre en ellos. Ahí está, aquí está. Lo que hacemos o dejamos de hacer con ellos es el trato que damos al mismísimo Dios, como nos ha enseñado Jesucristo.

      Pienso en este querido hermano obispo, Mons. Martin Adjou, y debemos ayudarle a él y a su pueblo. La divina Providencia ha cruzado desde hace veinticinco años nuestras dos diócesis, y esto significa que hemos de plasmar la ayuda sabiendo que también ellos nos pertenecen, al igual que nosotros les pertenecemos a ellos. Ya lo decía bellamente san Juan Pablo II en la carta Novo millennio ineunte a propósito de la espiritualidad de comunión. Él la definía así en un párrafo memorable:

      Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como «uno que me pertenece», para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un «don para mí», además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber «dar espacio» al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Gál 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento (NMI 43).

      Bien, pues eso es lo que yo estoy experimentando en estos días. No la curiosidad pasajera de un mundo insólito para mí; no la impresión fugaz de algo que te llama la atención y hasta te conmueve lastimeramente; no la ayuda impersonal de quien echa una mano con un donativo para luego desaparecer. Más bien, sentirlos como quien nos pertenece es secundar la ayuda concreta que nos están pidiendo: sacerdotes. Ojalá el Señor nos dé fuerza, gracia y generosidad para responder a lo que sus pequeños hermanos, en Benín, en Bembéréké, nos está pidiendo en sus hambres, en sus enfermedades, en su desnudez, en sus carencias todas. La primera de ellas, sin desplazar ninguna de las demás, es precisamente Jesucristo, el que la Iglesia proclama a través de la Palabra de Dios y los sacramentos, a través del abrazo solidario de un amor fraterno que ama con obras y con verdad. Quien tenga oídos que oiga.

      6

      VOLVER A EMPEZAR EVANGELIZANDO,

      COMO SI FUERA LA PRIMERA VEZ

      Como tuve la oportunidad de aprender y de vivir en mi visita al obispo de la diócesis de N’Dali, que me acogía, el Señor nos ha confiado a los obispos una solicitud por todas las Iglesias y no solo por nuestra propia diócesis. Hay muchas maneras de expresar esa comunión fraterna. La de tener una misión diocesana es una de las más hermosas.

      La noche anterior fuimos a un pueblecito muy pequeño: Sebe Nbi. Nos costó hacer varios kilómetros por caminos de tierra bacheados por el agua en la época de las lluvias, la cual no tardará en regresar dentro de un mes escasamente. Tras ese trasiego por caminos de película finalmente dejamos nuestro Toyota y fuimos campo a través por senderos de foresta baja en los que tienes que ir forzosamente de uno en uno, siguiendo al que tienes delante, fiándote de su tino para llegar a tu destino.

      El poblado era pobre de verdad. Leñas ardiendo junto a unas piedras que sostenían las ollas ennegrecidas, y en las que a fuego lento se iba calentando el agua para cocer la cena, que consiste normalmente en pasta de mandioca con alguna salsa espesa picante. Las casas eran pallozas de barro y adobe y paja en la techumbre. Había un pequeño corro de personas junto al gran árbol de la palabra, donde se juntan para hablar de sus cosas, para decidirlas juntos, para arroparse en el cariño más desnudo, a la intemperie de esta África implacablemente bella y tremenda a la vez.

      Los misioneros nos querían llevar a un lugar de primera evangelización. Ya me habían anunciado que tendría en algún momento la oportunidad de vivir algo especial en lo que significa ser misionero. ¿Cómo se hace para comenzar a anunciar el Evangelio de Cristo por primera vez, para contar esa historia de salvación de la que también los oyentes forman parte? Debo reconocer que me conmovió como lo que más. Llegamos habiendo recogido al catequista que normalmente viene a esta incipiente comunidad cristiana.

      Nos recibieron cantando con sones de acogida. Dos o tres ancianos con la piel plegada por el sol y por los años nos ofrecían sus manos arrugadas. Una joven mujer nos dio un poco de agua en una vasija indescriptible de plástico que no estaba ciertamente esterilizada. No fue fácil dar aquel sorbo sin declinar el gesto. Espero que no estuviera demasiado contaminada en la guarnición de los bichitos que entraban en el precio. Pero ya se nos advirtió: que a los pobres no se les puede negar jamás lo que te ofrecen, sea lo que sea. Y así lo hicimos con convencimiento agradecido.

      Fueron viniendo los demás, en general jóvenes hombres y mujeres, y muchos niños, muchísimos, como siempre en este continente de la esperanza. Desnudos en su mayoría, pero no malnutridos, por más que no me explique cómo lo hacen. Algunas mamás, con sus pechos desnudos y visibles daban de mamar a sus pequeños, colgados a sus cuellos. Ellos emplean un saludo lleno de ternura, que quizá a nosotros nos resultaría atrevido, pues, cuando alguien pregunta a otro cómo se encuentra, se dice esa expresión solo de aquí: «¿Cómo de dulces están tus pechos?», que equivale a nuestro simplón y aséptico: «¿Cómo estás?». Aquí se pregunta así sobre la vida y, si está sana, seguirá dando vida con la dulzura de una madre cuando amamanta a su pequeño. No es de extrañar que las mamás den el pecho sin rubor a sus hijos en todo momento. Me llamó la atención cuando una de ellas se acercaba a comulgar mientras su bebé de menos de dos meses iba mamando. Era Dios que se hacía alimento santo para esa madre que alimentaba al hijo de sus entrañas como don de Dios. Dos «comuniones» distintas, pero que no se pueden separar si las entendemos bien cada una en su hondo significado.

      Ya sentados junto al árbol vinieron los primeros «parlamentos». Tras la introducción del catequista y las palabras del misionero, tomaron la palabra algunas mujeres dándonos la bienvenida de un modo tan insólito como conmovedor. Nos dijeron que veníamos desde muy lejos a ese puñado de casas pobres. ¿Qué veníamos a ver? Dónde duermen, dónde comen, dónde trabajan, dónde buscan a Dios. Pero mucho les debemos querer quienes hacen un gesto de acercamiento como el nuestro donde ellos no tienen casi nada que ofrecer. Solo esta forma de acoger te sobrecogía el alma al ver cómo son los preferidos del Señor, esos que siempre confunden a quienes viven en la opulencia, la prepotencia y el paripé. Sean quienes sean estos.

      El catequista fue dando la palabra a varias personas que nos hablaban en su lengua materna, el batonou, y nos lo iban traduciendo. Sus palabras de acogida se hacían oración, deseando que tuviésemos salud, un feliz viaje de regreso y que sobre todo pudiésemos crecer en fraternidad bajo la mirada de Dios formando parte de su pueblo. Así llegó el momento de las peticiones. Y comenzaron por pedirnos una iglesia, una pequeña capilla que les sirviese de lugar de encuentro con Dios y con la incipiente comunidad cristiana. Querían que Dios tuviese casa en su poblado y nos pedían ayuda para construírsela. Nada menos. Una vez más, pidiendo una iglesia estaban pidiendo que Dios tuviera casa entre las de ellos… siendo así nada menos que su vecino.

      Luego nos pidieron que les mandásemos a alguien para que enseñara a leer y a escribir a los más pequeños en su lengua local. No quieren que crezcan aislados, sino que puedan abrir sus vidas a todo lo que la cultura, cualquier cultura, puede hacer para dilatar la mirada y ensanchar el corazón. Así de sabios son.

      Era un pequeño grupo que se está preparando para el bautismo. Reciben las primeras enseñanzas del catecismo, aprenden las oraciones, e impresionaba verlos rezar el Padrenuestro o el Avemaría, mientras memorizan textos del evangelio cantándolo. Yo les dije que ciertamente estábamos allí porque los queríamos, pero hay alguien que ha venido de tan lejos que ha venido siempre, y que los quiere mucho