Javier Alonso Arroyo

Una escuela en salida


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mío, esta peste no nos deja respirar! –exclamó atemorizado el cardenal–. Tendremos que tomarnos unas vacaciones en el campo, no sea que terminemos también contagiados. ¿No vendría conmigo, padre José?

      El padre José tenía en mucha estima al cardenal, pues lo había acogido durante años y, sobre todo, era de su total confianza. Ahora no entendía cómo permanecía tan insensible ante una confesión tan dramática. Solo pensaba en sí mismo y no le preocupaba la suerte de los pobres.

      Las continuas visitas a los enfermos que había realizado el P. José con la cofradía de los Doce Apóstoles le había abierto los ojos a una realidad que no conocía. ¿Cómo podía abandonar a los pobres? Evidentemente, el maestro Jesús no lo habría hecho.

      Pero, de pronto, el cardenal reaccionó:

      –Claro, claro... debemos ayudarles. Quizá podríamos remitir a estos niños al hospicio de Leonardo Cerusi y, de paso, les daré una buena limosna para que los admitan sin problemas.

      Con una carta de recomendación y unas cuantas monedas, el padre José acudió al orfanato para encontrar un acomodo a los niños. Era un edificio húmedo, oscuro y un tanto insalubre, pero, a cambio, estaba atendido con diligencia y piedad. Los niños tenían dos platos de comida, agua limpia y la posibilidad de ir al oratorio del padre Felipe Neri para recibir catequesis los días de fiesta.

      El orfanato albergaba a niños procedentes de todos los barrios de la ciudad. El número había aumentado a raíz de la epidemia de peste de 1590, y desde hacía unos meses, con la nueva epidemia, había nuevos ingresos. Funcionaba con la ayuda económica de familias pudientes romanas, e incluso el mismo papa aportaba una renta mensual. Los nobles eran muy conscientes de que no se podía abandonar a los niños en la calle, a merced de las bandas de criminales, que los usarían para sus propósitos.

      El padre José habló con el encargado del orfanato y le presentó el problema que tenía. También le explicó que el cardenal Colonna se comprometía a ayudar con los gastos.

      –Podremos acoger a los niños con gusto y encargaremos el cuidado de la jovencita tullida a una señora muy devota que le enseñará música y canto.

      –Muy agradecido, señor. ¿Cuándo podría traerlos? He encargado a una vecina su cuidado y no creo que aguante mucho tiempo.

      –Podrían venir mañana mismo. Les pondremos una cama adecuada y esperemos que se vayan acomodando bien.

      El padre José salió del orfanato contento por la rápida acogida y porque los niños iban a permanecer juntos. Así que se dirigió al Trastévere para proponer a los niños el traslado a su nuevo hogar.

      Ese día durmió en palacio con la convicción de que había hecho una buena obra y de que los niños estarían bien atendidos en su nuevo hogar.

      HERIDOS AL BORDE DEL CAMINO.

      LOS QUE LA SOCIEDAD DESCARTA

      Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y lo asaltaron unos bandidos; lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto (Lc 10,3).

      Gianluca fue uno de tantos niños que se quedaron huérfanos a causa de las epidemias de peste que asolaron Roma a finales del siglo XVI. De no haber ingresado en un hospicio se habría quedado en la calle, buscándose la vida en la mendicidad y la delincuencia. La familia de Gianluca sufrió el maltrato de una sociedad clasista que la marginó y descartó por improductiva. Quedaron heridos al borde del camino, a la espera de que un caminante generoso los socorriera.

      En esa época había pobres de solemnidad (caballeros pobres, jornaleros, viudas, huérfanos, frailes mendicantes y curas rurales) que tenían derecho a recibir limosna y estaban bien integrados en la sociedad. Pero lo más común eran los pobres indigentes y vagos, que se consideraban peligrosos porque podían propagar epidemias, revueltas y vicios. Eran considerados una pesada carga improductiva y baldía que vivían de modo parasitario a costa de la comunidad. Por ello debían ser vigilados, y se les pedía realizar un trabajo a cambio de comida. Un autor de la época describe con claridad el paisaje de la pobreza: «Por Roma no se ve otra cosa que a pobres mendigos, y en tan gran número que no se puede estar ni ir por las calles sin que continuamente se vea uno rodeado de ellos, con gran descontento del pueblo y de los mismos pordioseros» 10.

      La literatura recoge la incultura de los mendigos, su mundo de groserías y de hechicerías, su altanería y descortesías en los modos de exigir limosna. Se describen sus malos tratos, y hasta era frecuente que, por mezquina ambición, se enzarzasen en peleas callejeras.

      Los pícaros eran personas desarraigadas que provenían de distintos grupos sociales, desde pobres nacidos en la ciudad hasta hijos de campesinos, hidalgos arruinados, soldados desertores, estudiantes y jóvenes sin empleo. Solían acabar en las ciudades y se dedicaban a la picaresca para subsistir, rozando en muchas ocasiones la delincuencia. Los mendigos y los vagabundos eran desarraigados que vivían de la limosna, de la caridad o de la pequeña delincuencia. Solían vivir en las ciudades y se apostaban cerca de las iglesias.

      Los niños eran el sector más castigado por la pobreza. Muy pocos podían asistir a la escuela, otros tenían la suerte de ser aprendices en los talleres; pero la mayoría vagaba por las calles buscándose la vida de modo indigno.

      Había gran variedad dentro de los pobres y marginados. Existía una pobreza permanente y una pobreza transitoria, producida por causas excepcionales. Pero, en general, un gran porcentaje de la población vivía en la pobreza estructural, que le impedía salir del círculo vicioso de la miseria.

      Las causas de la pobreza eran múltiples; las epidemias y enfermedades imposibilitaban el acceso al trabajo, amén de menguar sus capacidades físicas o psíquicas. El clima hostil traía como consecuencia que se obtuvieran malas cosechas, lo que repercutía en la mala alimentación de la población y en los pocos beneficios de campesinos y comerciantes, que podían acabar en la pobreza. La guerra podía acabar con la vida y las fuentes de ingresos de muchas familias; en cuestión de horas, algunas familias podían perder todo lo que tenían y sumirse en la miseria. También la inflación causaba la subida de precios de los alimentos, lo que provocaba hambrunas en familias enteras. Como consecuencia se abandonaba a los niños, que pasaban a formar parte del paisaje de la pobreza de las ciudades. Otras causas más particulares, como la orfandad, la viudedad o la vejez, llevaba a personas a la pobreza y la mendicidad como método de subsistencia.

      El modelo social ha cambiado, pero sigue habiendo personas que viven en la precariedad con una educación insuficiente, deterioro de la salud y pérdida de vínculos sociales, que produce excluidos. Vivimos instalados en una cultura del descarte donde el ser humano no solo es considerado como un bien de consumo, sino como un sujeto sobrante.

      El profesor Amartya Sen 11 define la pobreza como la incapacidad de producir que tiene una persona o un grupo. En este enfoque, el énfasis está puesto no tanto en el resultado (ser pobre en el sentido de no disponer de ingresos o bienes suficientes), sino en el ser pobre como imposibilidad de alcanzar un mínimo de realización vital por verse privado de las capacidades, posibilidades y derechos básicos para hacerlo. Este es el enfoque adoptado por el PNUD –Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo– para establecer los criterios de desarrollo humano, como son la esperanza de vida, los logros educacionales y el ingreso económico. La pobreza se ceba sobre todo en los que no son productivos y los que no lo pueden ser nunca por su condición personal: niños, jubilados, personas con discapacidad, enfermos crónicos y minorías étnicas. Es la «cultura del descarte» de la que habla el papa Francisco y «que afecta tanto a los seres humanos excluidos como a las cosas que se convierten rápidamente en basura» 12 (LS 2).

      Otro enfoque complementario concibe la pobreza como un estado de privación o falta de recursos para poder adquirir unos bienes y servicios necesarios para vivir una vida mínimamente saludable.

      En definitiva, la pobreza es la carencia de algún bien, ya sea material o espiritual, que impide vivir una vida digna: la alimentación, la vivienda, la educación, la asistencia sanitaria, el agua potable