Fernando Cordero Morales

El corazón de la pastoral


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vida de tantas madres que se han desgastado por sus hijos, de tanta gente pequeña que saca adelante a tantos es la mejor manera de adelantar el cielo aquí en esta tierra. Es traer la paz. Y retengamos en este posible miedo a la muerte lo que experimentaba san Óscar Romero: «Duermo tranquilo, porque sé que no hago mal a nadie. Solamente digo lo que Cristo me dicta y me dejo guiar por la palabra de Dios». Utiliza esta comparación: «Se quema una bujía y se quema un foco, ¿y qué? ¿Acaso el río no sigue su curso y sus aguas empujando las turbinas que originan la electricidad?».

      Alguien que consiguió la paz fue Teresa de Jesús. Ella confesaba que antes había sentido mucho miedo a la muerte, pero desde su conversión entendió que «la vida es vivir de manera que no se tema a la muerte» (Fundaciones 27, 12).

      Hagamos memoria de aquellos que fueron importantes en nuestras vidas y ya duermen el sueño de la paz, también de tantas personas anónimas que no tienen quien rece por ellas.

      – Palabras a Dios: «Concédele, Señor, el descanso eterno». Concédele, Señor, tu abrazo, como al hijo pródigo de la parábola, al que llenaste de besos y de tu amor de Padre. Recuerdo muy bien cómo en sus últimos días, en el tramo final de su enfermedad, sedaron a Sor Laura, una Hija de la Caridad próxima a los ochenta años que había dedicado, como tantas hermanas, su amor y dedicación a los más pobres. Sabía que era la hora de la despedida, de ir durmiendo en el Señor, en su descanso, en su regazo. Hacía muy poco tiempo que habían concedido a las Hijas de la Caridad el Premio Príncipe de Asturias. En su discurso en Oviedo, la entonces superiora general de la Compañía, Sor Evelyne Franc, citaba las palabras del Salmo 84: «El amor y la fidelidad se encuentran. La justicia y la paz se besan». En la homilía cité estas palabras del salmista y continué así: «Sor Laura ya se ha encontrado con el Amor. Su fidelidad a lo largo de los años se ve ahora recogida en el abrazo amoroso de Dios Padre. Para ella, este Adviento era especial. Este tiempo se ha convertido en un camino de preparación para el encuentro definitivo con el Amor. De ahí que hayamos querido que las lecturas de la Palabra de Dios de esta celebración sean las propias del día en el que nos encontramos. El Esposo del Cantar de los Cantares habla a Sor Laura y le dice: “¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí!” (Cant 2,8-14)».

      Timothy Radcliffe evoca las palabras de su amigo Gilbert Markus en el funeral de su madre, donde describía el salto confiado de su hijo como una imagen de la fe: «Cuando Dominic tenía unos cuatro años, al llevarle al jardín de infancia se subía a lo alto de un muro que tenía como un pie de altura en uno de sus extremos y unos seis pies de alto en el otro. Tras subirse a él por el extremo más bajo corría a toda velocidad por la parte alta y lisa del muro hasta lanzarse al vacío por encima de mi cabeza, confiando en que yo lo atraparía. Le dije a mi madre que esta me parecía una buena forma de vivir y de morir: correr y correr, y luego saltar, confiando en que nos recogerán los brazos de un Padre».

      No se me olvida nunca una entrañable pareja de abuelitos, Carlos y Amparo, que participaban asiduamente en la eucaristía de la parroquia de los Sagrados Corazones de Sevilla. Carlos, que había sido piloto militar de profesión, murió con 87 años. En los últimos días, sabedor de que partía para su último vuelo, comentaba, a modo de despedida, con humor y cariño, que seguro que Dios le abriría pronto las puertas del cielo, que si por él mismo no se merecía esta apertura, lo conseguiría por la bondad y el amor de su mujer. ¡Qué manera tan maravillosa de estar unidos en la vida y también en la confianza de la nueva vida junto a Dios!

      Mar i cel (Mar y cielo)

      En este proceso del vivir vamos ensayando con esperanza el porvenir, bellamente expresado por Gerardo Diego:

      Buena muerte o mala muerte,

      eso es todo, compañero.

      Hay que ensayarla despacio,

      día a día y tiento a tiento.

      Tomás Moro lo explica con la imagen del salir de casa: «Si estuvieras saliendo de una casa, ¿estarías saliendo solamente cuando tu pie está en el mismo borde del umbral, con tu cuerpo ya medio fuera de la puerta, o más bien cuando das tu primer paso adelante para salir, sea cual sea el lugar de la casa en el que te encuentras cuando decides salir? Yo diría que estás saliendo de la casa desde el primer paso que das hacia adelante para marchar».

      Es verdad que, al salir de casa, al viajar, día a día, vamos con más proximidad a nuestro «final terrenal», por así decir. Pero, en realidad, lo ideal sería que cielo y tierra estuvieran más unidos o, como titula su obra –Mar i cel– el genial dramaturgo Àngel Guimerà: lo del mar –lo cotidiano, nuestras luchas, preocupaciones, alegrías y sinsabores– está unido al cielo, que simboliza la unión con Dios y el deseo de su presencia, la fiesta, el banquete de bodas. Es decir, la línea del cielo y la del mar se unen en el horizonte. Y ya no sabemos bien qué es cielo y qué es mar. Porque ambas realidades han de confluir en una dirección que lleva del mar al cielo.

      Mª Dolores López Guzmán es autora de un libro muy recomendable, Aquí en el cielo, que gira en torno a este asunto. Esta tierra nuestra ha de aproximarse más al cielo. Lo del cielo no es para después. Vivir las bienaventuranzas, acoger a los excluidos, promover la justicia, atacar la corrupción, que nos duelan nuestros hermanos, es algo para el ahora. De ahí que ella afirme que «una seña de identidad inequívoca de que las fronteras del paraíso se han agrandado en nuestro mundo sería la cercanía infinita entre unos y otros, que tiene en el abrazo una expresión visible y explícita». También Javier Garrido barrunta desde esta clave el primer momento de su cielo: «Conozco el abrazo de un padre y su hijo, o el abrazo de la pareja, o el abrazo de la amistad, y a veces, puntualmente y de paso, el abrazo de la comunión en la eucaristía, tan único e íntimo, incomparable».

      La eucaristía, compendio celestial

      El sacramento que liga perfectamente el cielo y la tierra, que se convierte en lugar privilegiado, antesala celestial: la eucaristía. «Un auténtico compendio de sensaciones –subraya Mª Dolores López Guzmán– para ser percibidas por los sentidos y adentrarnos en lo que nos aguarda. “Venid, reuníos para el gran banquete de Dios” (Ap 19,17)».

      Habría que plantearse cómo vivimos y celebramos las eucaristías, qué grado de interés y conexión se ve en las homilías, cuántos jóvenes se animan a participar en la vida parroquial y celebrativa. Es verdad, estamos desde hace tiempo dando vueltas a todos estos asuntos que son esenciales para la transmisión y celebración de la fe.

      Veamos un ejemplo concreto en el que, a pesar de la dificultad, se puede transformar lo feo, deforme, sin esperanza, en algo que atisba el Reinado de Dios en medio del mundo. En la lejana isla de Molokai, donde encarcelaban a los leprosos en un aparente paraíso natural, el padre Damián creó una banda de música y una coral con sus fieles pacientes para animar las celebraciones. Con humor le escribía a su hermano Pánfilo: «Te invito a que vengas a oír cantar a mis muchachos en misa mayor. Dos se sientan al teclado del armonio y se ayudan para el acompañamiento, pues ambos han perdido algunos dedos. Cuatro manos enfermas ejecutan piezas que vuestros grandes organistas tocan con dos manos sanas. Son muy hábiles. Pedro se va defendiendo con su clarinete. A los ojos del mundo, una escena patética, poco atractiva; a los ojos de Dios, una muestra entrañable de amor y de fe en la que lo más importante no es nuestro amor, sino el suyo. Eucaristía viva y celestial». Comentaba además san Damián que los entierros eran una auténtica fiesta de liberación para los enfermos en los que la música, los ritos y la procesión jugaban un papel destacado. Fijémonos en que, cada año, la colonia de entre setecientas y ochocientas personas era testigo de unas ciento cincuenta a doscientas muertes, una cifra altísima. Transformar muerte en vida, otro milagro de la fe y de los santos.

      La comunidad que celebra la eucaristía pone en sus labios la experiencia sin titubeos de Marta: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo» (cf. Jn 11,1-45). Es la fe la que nos abre a una existencia nueva que no tiene fin. Jesús, con su propia vida, nos rescata para siempre de la muerte. Por eso la actitud del cristiano ha de ser de profunda esperanza, porque nuestra vida está