John T. Sullivan

Nombres de mujer


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con eso cuando había transportado mi semen a la boca de Yuye usando la suya. Pero era mejor dejarlo estar. Josela había dado un paso hacia su propia desinhibición sexual y ya llegaría el turno de Miguel.

      Ahora era nuestro propósito.

      El Jardín de los Deseos

      Eran las doce y cuarto y faltaba poco para llegar. El avión había salido con algo de retraso, pero nada fuera de lo normal. Eva me había invitado a pasar unos días en su casa, en la costa asturiana. Una pequeña unifamiliar, algo aislada del pueblo. Aún quedaría un pequeño trecho en coche desde el aeropuerto, pero, por las fotos que me había mandado, había unas vistas increíbles. Eva era una compañera de trabajo, también desplazada fuera de su tierra natal, con la que los cafés y las circunstancias comunes habían forjado una sana amistad y habían mitigado la nostalgia del hogar. No pocas veces había celebrado aquel afortunado tropezón en el ascensor de la oficina y el café posterior a un encuentro casual en el bar de abajo.

      Eva era una chica de mediana estatura, de formas marcadas, de piel morena y ojos verde esmeralda. El contraste entre sus ojos y su tez la dotaba de una mirada felina, llamativa, hipnótica. Sus labios eran gruesos y sensuales, su cuerpo reflejaba sus estrictas rutinas de cuidado personal. Era de esas mujeres por las que cualquier hombre heterosexual se sentiría atraído. Pero la amistad que habíamos forjado me hacía quererla como a una hermana y nunca habría pensado siquiera en ello.

      Llegó a recibirme y tomamos un café. Nos fuimos poniendo al día, aunque no había muchas novedades. Ella estaba de baja por haberse operado una rodilla y yo tenía una semana de vacaciones. Hacía un mes que no nos veíamos. Ella estaba más recuperada, aunque caminaba con cierta dificultad, y habíamos suplido la mutua ausencia con llamadas y mensajes. Una vez acabamos nuestras tazas, cogimos un taxi y nos fuimos a su casa.

      Me instalé en la habitación que me había preparado y bajé al salón. Había otras dos habitaciones, donde me había dicho que no entrara porque las tenía alquiladas. Mientras charlábamos se nos hizo la hora de comer y nos preparábamos para salir. En ese momento entró Jasmine, la inquilina de la habitación del fondo. Tenía una melena castaña, un cuerpo delgado y en forma, pechos pequeños y un culo prieto y respingón. Nos saludó brevemente y subió a su habitación. Me llamó la atención la intensidad de su mirada. Su rostro era inexpresivo, pero su mirada era tan intensa que no sabía en ese momento si quería follarme o degollarme. Tan desconcertante era su impávida expresión que llegué a sentirme incómodo. «Es enigmática, es difícil saber qué puede estar pensando. Pero es discreta y no da problema alguno», me dijo Eva. Lo cierto es que salí con cierta desazón ante tan desconcertante rostro. Lo mismo me la podía imaginar con un corpiño y unos ligueros a modo de femme fatale que podía imaginármela con una motosierra descuartizando al vecindario. El caso es que pronto volví a sosegar mientras iba charlando con mi «hermanita».

      Eva no podía conducir, por lo que llevaba yo el coche. Por eso no lo había traído al aeropuerto. Seguía sus indicaciones y llegamos al restaurante. Está claro que visitar Asturias sin probar la fabada y el cachopo debería ser delito penal. Comimos sin prisas, con más charla de por medio, mientras una chica se acercó a saludar a Eva. Dalia era una imponente mujer latina, de ojos grandes y piel suave, con generosos pechos y nalgas a juego. Una vez nos presentó, Eva remató diciendo: «Se aloja en la habitación contigua a la tuya». Pensé que parecía estar de suerte por la compañía, si bien aún me inquietaba la cara de Jasmine. Y por alguna razón caí en la cuenta de que las dos mujeres tenían nombre de flor. Dalia se sentó en otra mesa, algo más alejada, donde la esperaba otra chica más. «Es Rosa, su novia», me explicó mi amiga al verme seguir a Dalia con la mirada. «También se aloja en la habitación».

      Tras la comida salimos a pasear un poco y luego volvimos a casa. Descansamos un poco y merendamos en el salón. Al aroma del café bajaron las tres inquilinas. Supongo que llegaron mientras dormíamos. Los cinco gozamos de la merienda y la conversación de los cuatro. Jasmine no decía nada… Entre su silencio y su desconcertante rostro, impasible pero de mirada intensa, un halo de misterio la rodeaba. Además, vestía con colores oscuros en todo momento. Terminamos la merienda y recogimos todo. Las chicas salieron y nos quedamos solos Eva y yo. «¿Les haces un casting por el nombre para alquilarles la habitación? Las tres tienen nombre de flor», bromeé. «Bueno, se podría decir que estás en el Jardín de los Deseos», me dijo con una sonrisa pícara. Nunca le había visto esa expresión en la cara. Es fácil deducir que me provocó una inmensa curiosidad. Pusimos una película y nos quedamos viéndola. De vez en cuando nos mirábamos y me intrigaba su expresión, con esa sonrisa perversa que nunca le había visto y que parecía haber aparecido para quedarse. Algo tramaba o algo veía venir. Y creo que debí de quedarme con cara de tonto un buen rato, porque no entendía nada.

      Cenamos temprano y nos fuimos a dormir. Al día siguiente teníamos planeado ir de ruta por la zona. Eva quería enseñarme su tierra natal y todo cuanto hubiera de interesante por allí. Me quedé un rato en la cama, tumbado en camiseta y boxers hasta que el sueño hizo acto de presencia. No sé qué tiempo pudo pasar hasta que me despertó el sonido de mi móvil. Era un mensaje de Eva. «En el Jardín de los Deseos, tus sentidos son tu guía», decía. Mis pensamientos dibujaron un enorme interrogante, sin saber qué pretendía decirme. Fui un momento al baño, que estaba en la puerta de enfrente. El aire frío que entraba por el ventanuco me espabiló un poco mientras aliviaba mi vejiga. Cuando me estaba secando con algo de papel, oí una leve voz femenina. «Debo de estar medio dormido. A saber qué estaría soñando», me dije. Pero volví a oírlo mientras abría la puerta del aseo. Era un gemido. Y otro. Y otro más. Salí al pasillo, en la oscuridad, y vi que la puerta de las chicas estaba entreabierta. Los gemidos venían de ahí. Y, guiándome por mis sentidos, seguí aquel sonido hasta asomarme a la habitación, mirando desde fuera. La tenue luz de la lámpara de la mesilla me permitía ver a Dalia y Rosa besándose y acariciándose. Parecían excitadas en tanto los movimientos iban cobrando más vida a cada momento. Lo único que no entendía era cómo se habían dejado la puerta entreabierta cuando juraría que hacía un momento estaba cerrada. No pensé mucho más en ello.

      Ahí estaba la imponente Dalia con Rosa, una hermosa mujer de tez clara, pelo cobrizo, gordita y de mediana estatura. Ahí estaban dos bellezas que se amaban y se entregaban la una a la otra a la luz de una pequeña lámpara y al calor de su pasión.

      Sé que no se debe espiar en las habitaciones, pero la escena era hipnótica. Movimientos acompasados pese a la intensidad, dos bellezas entrelazando sus manos y sus lenguas en un acto lésbico tremendamente erótico. Dalia ahora sujetaba a Rosa desde atrás, amasando con sus manos los pechos de su chica y besándola suavemente en el cuello. Rosa parecía conducir con su mano la cabeza de su novia por su cuello y hombros mientras con la otra mano se recorría el cuerpo en una prolongada caricia que se repetía, yendo a desembocar siempre en su gruta del placer. De vez en cuando echaba su cabeza hacia atrás para que Dalia pudiera besarla en los labios y trataba de morder allá donde su boca alcanzase. Como si mi cuerpo no me perteneciera, como si fuera un acto reflejo, bajé ligeramente mis boxers hasta que dejaran de estorbar y empecé a acariciar mi miembro en justa y suave reacción a la caliente y bella escena que estaba presenciando. Las chicas ahora volvían a estar de frente, las manos de la una recorriendo el cuerpo de la otra, las bocas cosidas en un eterno beso, los cuerpos cada vez más inseparables hasta caer al mismo tiempo sobre la cama… Mi erección era considerable; mis caricias a mi falo eran lo más suaves que podía, buscando prolongar el placer que me estaba dando yo solo mientras presenciaba tan excitante cuadro. Sentí un calor a mi lado que delataba una presencia. ¡Era Eva! Estaba completamente desnuda y observando la escena como yo. Sabía que no la tocaría, que no haría nada con ella por el fraternal afecto que nos teníamos. Pero ahí estábamos los dos, espiando a la bella pareja y masturbándonos ante su escena.

      Las flores a veces se transforman en abejas y así lo hizo Rosa, libando néctar de amor del cáliz de su amada, sorbiendo los jugos que le brindaba el sexo de Dalia. Ella miró hacia la puerta y nos vio a Eva y a mí. No obstante, lejos de espantarse u ofenderse, sonrió con picardía y avisó del suceso a su chica, que reaccionó de igual manera antes de continuar con su accionar como si nada hubiera pasado, como si encontrarnos