Floridor Pérez

Cuentos de Chile


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él –me contesta con una expresión de extravío en la mirada–, ¡cuando es el mejor, el más bueno de todos los hijos! Vea, mire lo que me manda–; y principia a desdoblar precipitadamente el paquete que traía bajo el brazo. Y allí sobre la mesa, veo extenderse un pañuelo de colores chillones, de los de rebozo, y un género oscuro de lana, todo muy ordinario. Durante esta exhibición, ella me mira a cada instante con el aire inquieto sonriendo orgullosamente, como diciéndome: ¡Qué le parece!

      –Muy bonito, muy bonito está todo, y la felicito porque, al fin, va a ver a su hijo.

      –Sí, ya va a llegar muy pronto –me contesta rápidamente, con los ojos ardientes, llenos de lágrimas.

      Por fin, se aleja con su habitual rapidez, haciéndome alegres signos con las manos, agitando triunfalmente, como un trofeo, su paquete.

      Dos días después tuve que hacer un viaje a Santiago, donde me llamaban diversos negocios urgentes.

      Regresé una tarde, y conversando con el anciano mayordomo Simón sobre las novedades ocurridas en el fundo durante mi ausencia, le pregunté:

      –Y ¿qué ha habido de nuevo por acá?

      –Lo único que hay de nuevo, señor –me contestó–, es que doña Paulita está en las últimas.

      –¡Cómo! –le dije sorprendido–. ¿Y qué tiene?

      –Hacía tiempo que andaba enferma, sin querer decir nada. Usted sabe lo ágil y alentada que era: pues se lo pasaba días enteros sentada en el corredor mirando para el campo, y tan triste, sin hablar cosa. Ahora, enflaqueciendo de día en día que da una compasión, hasta que se quedó en los huesos. Yo creo también que en mucho entraba la malura de cabeza, porque todo se le volvía hablar de José, que le había escrito, que iba a llegar... Allá, a mi casa, iba siempre a mostrarme las cartas para que se las leyera y entonces sí que se ponía contenta. Hace como diez días cayó a la cama. Vino a verla el doctor, y dijo que era consunción, vejez, y que no tenía para qué volver, porque la encontró sin remedio. Ayer traje al señor cura del pueblo para que le pusiese la extremaución y la confesara. Está muy mala, señor; parece que no pasará de esta noche.

      –Vamos a verla –le digo, hondamente conmovido con la noticia.

      Al entrar a la habitación de la anciana, situada en la parte baja del edificio destinada a la servidumbre, vi a un individuo desconocido, de manta, que estaba sentado en el umbral de la puerta, quien, al verme y para dejarme paso, se puso de pie respetuosamente con el sombrero en la mano.

      En el interior de la humilde estancia, a pesar de ser de día aún, una vela, colocada frente a las imágenes, difundía su claridad triste y amarillenta; algunas mujeres, sirvientas de la casa, arrodilladas aquí y allá sobre la estera, rezaban en voz sorda y monótona. De cuando en cuando, un hondo suspiro ahogado interrumpía la fúnebre calma que reinaba en la habitación.

      Allá, en un rincón sepultado en la sombra, distinguí el lecho donde la anciana yacía. En su rostro terroso, profundamente demacrado, vagaba ya la fría majestad de la muerte. Sus ojos, entreabiertos, como velados por una bruma espesa, se fijaban allá, muy lejos, en lo alto; sus labios, fuertemente plegados, denunciaban el misterioso y terrible trabajo de destrucción que se operaba por instantes en su ser; sus manos delgadas y huesosas vagaban continuamente sobre la colcha, como tratando de coger a puñados algo invisible que por el aire vagara, y que se le escapaba siempre...

      –Paulita –le digo en voz baja–, ¿me conoce?

      Al escuchar estas palabras su cabeza rueda lánguida sobre la almohada, volviendo el rostro hacia mí; sus ojos se agrandan bajo las cejas fruncidas, y sus labios se agitan trabajosamente, pareciendo murmurar algo en secreto.

      De pronto, su semblante se anima y dulcifica, un gesto de íntima satisfacción se dibuja en su boca contraída, y no sé qué luz interior parece iluminar su frente inmóvil. Destellos fugitivos y ardientes se reflejan rápidamente en el fondo de las oscuras pupilas, cual los últimos resplandores de una lámpara próxima a extinguirse. Su cuerpo se agita débilmente bajo las ropas, y, por fin, con una voz sorda, lejana, vacilante, entrecortada por el estertor de la agonía, murmura pausadamente, como en un sueño:

      –José... Josecito... ¿estás ahí? ¿Has llegado al fin, hijo? ... Acércate... pero... ¡Tan flaco, tan distinto! ¿Por qué te pierdes ahora? ¡Abrázame... así... Y tan elegante!.... ¡Dios te bendiga!... ¿Pero ya te vas?.... ¡No vuelvas más!

      Después lanzó un grito ronco y profundo; hace una gran aspiración; exhala un leve suspiro, y se queda para siempre con los ojos entreabiertos y sin luz, fijos en el más allá tenebroso...

      Al ponerme de pie, veo a mi lado al individuo desconocido que estaba sentado a la puerta, cuando entrara. Es un anciano de cabellos grises, pobremente vestido. Con la cabeza inclinada contempla fijamente a la muerta. Y yo, para disimular mi emoción, murmuro entre dientes:

      –Pobre José, ¡cuánto va a sentir esta desgracia! ¡Tanto que quería a su madre; tan buen hijo!

      El anciano, al escuchar estas palabras, hace un violento gesto de negación con la cabeza, y exclama con voz velada, sonriendo irónicamente:

      –José, buen hijo, señor, cuando es él quien tiene la culpa de lo que estamos viendo, de que mi pobre comadre...

      –¿Cómo? –le digo, mirándolo sorprendido...

      –Sí, señor –agrega–, porque desde que se fue al norte, ya no se acordó más que tenía madre; no le escribió nunca; y como han llegado las noticias de que por allá las está echando de caballero...

      –¿Y esas cartas que ella andaba mostrando a todos?

      –Se las escribía yo, señor, que soy su compadre; porque la pobre vieja me decía que no quería que nadie supiera nunca que su hijo era un ingrato.

      –¿Y los regalos?

      –Los compraba ella misma en el pueblo con sus ahorros, para venir a enseñarlos aquí en la casa. Yo creo que ella misma trataba de engañarse al fin, porque no tenía la cabeza buena de tanto sufrir... ¡Pobre doña Paulita, al fin ha dejado de padecer!–. Y al terminar, el anciano va lentamente a sentarse, allá en el umbral de la puerta, donde se queda en silencio, meditando al parecer, con la barba apoyada entre las manos.

      EL PADRE

      por Olegario Lazo

      Un viejecito de barba blanca y larga, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta lacre, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca con el grito:

      –¡Cabo guardia!

      El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera estado en acecho.

      Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló:

      –¿Estará mi hijo?

      El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal.

      –El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo –repuso el suboficial.

      –Manuel... Manuel Zapata, señor.

      El cabo arrugó la frente, y repitió, registrando su memoria.

      –¿Manuel Zapata?... ¿Manuel Zapata?...

      Y con tono seguro:

      –No conozco ningún soldado de ese nombre.

      El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente:

      –¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial de línea...

      El trompeta, que desde el cuerpo de guardia oía la conversación, se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo:

      –Es