se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear primero, y a asomar la cabeza después, una gallina de cresta roja y pico negro, abierto por el calor.
Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños:
–¡Cazuela! ¡Cazuela!
El paisano, nervioso con la idea de ver a su hijo, agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus pensamientos:
–¡Ja, ja, ja!... Sí. Cazuela..., pero para mi niño.
Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesar, agregó:
–¡Cinco años sin verlo!...
Más alegre, rascándose detrás de la oreja:
–No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡Ja, ja, ja!...
«Uno de guardia», pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el sable, fue a llamar al teniente.
Estaba en el picadero, frente a las tropas en descanso, entre un grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto.
El soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de sus botas, y dijo:
–Lo buscan..., mi teniente.
No sé por qué fenómeno del pensamiento, la escogida figura de su padre relampagueó en su mente...
Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que oyeran sus camaradas:
–En este pueblo... no conozco a nadie...
El soldado dio detalles no pedidos:
–Es un hombrecito arrugado, con manta... Viene de lejos. Trae un canastito...
Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera:
–Está bien... ¡Retírese!
La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata... Y como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó la cabeza, tosió, encendió un cigarro y empezó a rayar el suelo con la contera de su sable.
A los cinco minutos, vino otro de guardia. Un conscripto muy sencillo, muy recluta, que parecía caricatura de la posición de firmes. A cuatro pasos de distancia le gritó, aleteando con los brazos como un pollo:
–¡Lo buscan, mi teniente! Un hombrecito del campo... Dice que es el padre de su mercé...
Sin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arrojó el cigarro, lo pisó con furia y repuso:
–¡Váyase! Ya voy...
Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.
El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistencia que el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata.
Mientras tanto, el pobre padre, a quien los años habían tornado el corazón de hombre en el de niño, cada vez más nervioso, quedó con el oído atento. Al menor ruido, miraba hacia afuera y estiraba el cuello, arrugado y rojo como cuello de pavo. Todo paso lo hacía temblar de emoción, creyendo que su hijo venía a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle sus armas, sus arreos, sus caballos...
El oficial de guardia encontró a Zapata, simulando inspeccionar las caballerizas. Le dijo, secamente, sin preámbulos...
–Te buscan... Dicen que es tu padre.
Zapata, desviando la mirada, no contestó.
–Está en el cuerpo de guardia... No quiere moverse...
Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia y fue allá.
Al entrar, un soldado gritó:
–¡Atenciooón!
La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco.
El viejecito, deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro. Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo. Temblando de placer; gritó:
–¡Mañungo! ¡Mañunguito!...
El oficial lo saludó fríamente.
Al campesino se le cayeron los brazos. Le palpitaron los músculos de la cara.
El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído:
–¡Qué ocurrencia la suya!... ¡Venir a verme!... Tengo servicio... No puedo salir.
Y se entró bruscamente.
El campesino volvió a la guardia, desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del canasto y se la dio al sargento.
–Tome: para ustedes, para ustedes solos.
Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño. Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos:
–Al niño le gusta mucho la pechuga. ¡Delen un pedacito!..
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