Alfonso Armada

Cuánto pesa una cabeza humana


Скачать книгу

han matado.

      Sus hermanas de la calle rectilínea

      que lleva al horizonte

      ya han empezado a brotar.

      Ella está muda

      como un grito

      que se ha quedado congelado en la boca

      como un Munch cortado de cuajo.

      La veo

      como una hermana

      con los labios sellados

      pero sin líquenes

      condenada

      por una buena acción.

      Nunca quedan sin castigo.

      Así me voy preguntando

      por los muertos

      que no son más que un contador:

      por cada sudario

      un dígito que cae como una piedra

      en un pozo negro.

      Pero no hay ni rastro

      de nombres

      de vidas

      de ataúdes

      de velatorios

      de cortejos fúnebres.

      ¿No tendrían que estar aquí

      los trombonistas de Nueva Orleans

      los saxofonistas de Kiev

      pasando por nuestras calles

      con crisantemos blancos en los ojales

      para rendir tributo

      a cada uno

      a lo que se nos va

      con cada aliento usurpado

      por el virus

      otro muerto que añadir

      al calendario de los espantos?

      Un adviento contra natura.

      «nada cambia nada»,

      anota Louise Glück en su Averno

      mientras todo cambia

      ante nuestros ojos

      entrecerrados

      abiertos con lejía

      cerrados con planchas de plomo

      un eyeline cobalto

      un lagar lleno de uranio.

      Nada cambia nunca

      y sin embargo

      aquí estamos

      como estatuas de sal

      contemplando el porvenir

      con temor a ver aparecer

      nuestro nombre en la subasta.

      Vuelvo a Louise Glück

      como si fuera un salvoconducto

      para salir de uno mismo

      como salen los que tienen perro

      y entrar más adentro

      en la espesura:

      «Tuve un sueño: mi madre caía de un árbol.

      Después de su caída murió el árbol:

      ya había cumplido su misión.

      Mi madre salió ilesa: sus flechas desaparecieron».

      ¿Para qué sirven los árboles?

      Depende

      si hablamos de la vida

      o estamos en un sueño.

       Día 7, sábado 21

      Hacia la isla, junto a los muertos

      […]

      ¡Mañana nuestro mar habrá sido vapor

      PAUL CELAN, Hacia la isla

      Sé que si tardo así será.

      A mí, que no me gusta emplear la palabra esperanza en vano,

      es decir,

      no me gusta emplear la palabra esperanza.

      Prefiero pensar

      entre deseo y voluntad

      que el mar seguirá estando ahí

      el tiempo necesario

      y que lo veré

      antes de que la muerte

      –«azul tiburón», como escribe Celan–

      me cierre los ojos,

      me los coma.

       Día 8, domingo 22

      Algunas máscaras

      las más picudas

      vienen de Venecia

      de la necesidad de que el virus

      la muerte

      no nos reconozca.

      Son los que mueren solos

      con su conciencia

      en las angarillas de la razón

      carne sin misterio

      sombra inerte

      y la pregunta

      como una ráfaga de viento

      que golpea

      y hace añicos

      lo que parecía a salvo.

      Pero hay manos

      que salvan ese abismo.

      Los hospitales

      ya eran estaciones.

      Pero ahora están bajo custodia.

      Que canten los pájaros no nos alarma

      que rompan el estado de sitio

      no son los tambores de una guerra

      la de nuestra generación

      son heraldos amables

      de lo que Wislawa decía

      que nos estábamos perdiendo

      «sus buenas 24 horas

      1440 minutos de ocasiones

      86 400 segundos que mirar».

      Nuestra amiga lleva siete años

      –multiplicad esta noche

      aprovechando el ábaco del pánico–

      encerrada en sí misma.

      Ella es un estado de sitio.

      Ella es Orán y todas las ciudades.

      Ella es un centinela.

      Ella sí está confinada

      y desde el panóptico de su azotea

      nos observa:

      escribe con los iris

      y tiene servidores mecánicos

      que la mantienen de este lado

      donde la realidad

      reparte ortigas y mascarillas

      guantes e hidroalcohol

      arrebatos