que agradecer.
—De verdad. Toda la bola de culeros me dieron la espalda, ¡todos!
La mujer apretó las mandíbulas. Él intentó distender la situación.
—¿Y… cuáles son tus planes, además de hacer yoga?
La mirada furiosa de Lizzy roció a Dneprov quien, aun sabiendo que no corría peligro, sintió un estremecimiento.
—No te burles, pendejo.
—Pregunto bien, Lizzy. De otro modo no estaría aquí.
Ella apuró su taza de un trago, bajó la mirada, contrajo su expresión facial en un rictus doloroso.
—Estoy de la verga, Anato.
—Siempre has resurgido.
—Todos me abandonaron, me dejaron sola.
—Aquí estoy, ¿no es así?
Levantó los ojos hacia su amigo, la vieja expresión altanera enraizada en su mirada.
—Necesito tu ayuda.
Dneprov sintió anudarse sus músculos estomacales. Conocía bien el estado de las finanzas de la antigua reina del cártel de Constanza: estaba quebrada. Él jamás había fiado ni una sola bala. Así construyó su emporio. No podría empezar a hacerlo ahora. No para ayudar a una narcotraficante caída en desgracia, por muy amiga que fuera.
—Pídeme lo que quieras —mintió.
Algo pareció alegrarse en el rostro de Lizzy. El traficante de armas temió lo peor.
—Quiero un tanque T-14 para que me saques de aquí tumbando la barda.
Un segundo helado transcurrió en silencio, durante el cual los dos viejos cómplices se sostuvieron una mirada de jugadores de póker a punto de revelar las cartas.
—¡N’ombre, puto, qué te crees! ¡Ja, ja, ja! —quebró Lizzy el silencio que se había cristalizado en la sala. Dneprov dejó de contener la respiración.
—Temí lo peor — confesó él.
—Es que no has escuchado mi petición.
Dneprov sintió un hueco frío anidar en su pecho. Por primera vez, su rostro delató sorpresa.
—Dime.
Ella esbozó una sonrisa de tigre, dio un sorbo a su copa de agua y tras una pausa, preguntó:
—¿Puedes conseguirme un chingo de drones?
—¿Cuánto es un chingo?
Lizzy lo meditó un momento antes de contestar:
—Cuando la mitad sigue siendo un chingo.
Llamadme Ismael
Abrí la puerta del edificio. Soplaba fresco. El clima chilango, traicionero, elevaría la temperatura hasta los treinta grados en unas horas. Sin embargo, en ese momento de la mañana aún era amable. Aspiré profundo, llenando mis pulmones de vapores tóxicos, y salí a la calle.
En la esquina, el señor del puesto de periódicos ya me tenía listo mi ejemplar de La Jornada.
—Buenos días, mi Járcor —dijo sonriendo.
—Llamadme Ismael —contesté al pagarle.
—¿Eh?
—Nada, nada. ¿Cómo anda, don?
—Pus aquí, batallando. ¿Qué le hacemos?
—¿Qué le hacemos? —repetí mientras leía por encima los encabezados del diario. Leía ese periódico desde que iba en la prepa, hace ¡ay, cabrón! tantos años. Yo ya no era el mismo. El diario tampoco, pero a los viejos amores cuesta mucho dejarlos atrás. Si lo sabré yo.
(Al pensar en viejos amores, chingada madre, recordé a la gorda.)
—Bueno, don, lo dejo. Que tenga buen día.
—Igual, mi Jar.
Habíamos repetido ese mismo diálogo todos los días desde hace casi doce años que vivo en la esquina de Bolívar y Xola.
Caminé hacia el norte por Bolívar la media cuadra que separa mi edificio del taller donde guardo la moto. Ya los mecánicos habían llegado y le compraban al tipo que pasaba todas las mañanas en su bicicleta, con la canasta de pan y el termo gigante de café. Igual que todas las mañanas, me saludaron con albures:
—¿Quihóbole, mi Járcor? Hará’ño y meses que no nos vemos — dijo uno de ellos.
—¿Qué tal la pasas, chiquillo? — añadió otro.
—Como campeón —contesté entre risas y sin más fui hasta el fondo del taller, donde me esperaba mi Harley.
Igual que todas las mañanas, la acaricié con delicadeza, deslizando las yemas de mis dedos sobre el tanque de gasolina con una sonrisa que se me plantaba en la cara sin que pudiera controlarlo.
—Buenos días, chiquita —murmuré, tratando de que esa bola de cabrones no me escuchara, de lo contrario no me la iba a acabar con la cábula. ¿Así acariciarán los padres a sus hijas todas las mañanas?
Ella no contestó. Como siempre. Me trepé, me puse el casco, cerré el cierre de la chamarra de cuero y encendí el motor. Ella saludó al mundo con un rugido.
Salí de ahí rumbo al Centro. Como todas las mañanas.
Y como decía el papá de Mafalda, en ese momento la vida dejaba de ser como en los comerciales.
Para antier
Le llamamos El Búnker. Un nombre imponente para un cubo anodino de concreto. Es la sede de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México. La tira, pues.
Nunca imaginé, en mis años punk, que iba a trabajar en la Tirana. De marrano. Yo era un enemigo del sistema. Un etnocyberpunketo urbano anarcomunista que terminó en las filas del aparato represor. De juda.
Lo primero que descubrí en esta profesión que nunca deja de sorprenderme fue que el león no es como lo pintan. Que la Policía era otra cosa. No el monstruo siniestro que imaginábamos en el cch y en la uam. La artista previamente conocida como la Policía Judicial es un mal necesario, una fuerza que intenta compensar los embates de algo que muchos perciben como el mal y que en realidad, lo he aprendido en todos estos años en la Corporación, es otra cara de la misma moneda.
En México la ley y el crimen organizado son como la serpiente Uróboro, que devora su propia cola, sin que se sepa si la que muerde es la Policía o la Maña. ¿Que por qué sé tantas mamadas? Pus, güey, me gusta leer desde morrito. Punk, juda, pero con mis lecturas.
Eso compartía con la pinche Mijangos. Grandota, ruda, capaz de vaciar el clip de una Glock 9 milímetros en treinta segundos, pero siempre andaba leyendo un libro. Y oyendo metal.
Chingá, pinche Andrea.
Como sea, si algo he aprendido en esta chamba es a derribar mitos. Ni todos los tiras somos unos cerdos ni todos los malandros son unos desalmados ni todos los periodistas son mártires de la libertad de expresión ni todos los activistas pro derechos humanos son unas blancas palomitas. Pero todos ellos, eso sí, pueden (podemos) ser unos hijos de la chingada.
Pese a todo, al final del día esto, ser tira o malandro, es una chamba. Llegas a checar tarjeta, tienes hora de llegada pero no de salida. Sales a comer, la quincena nunca te alcanza, tu jefe te trae jodido… Un trabajo como cualquier otro.
En eso pensaba cuando llegué a mi escritorio en el Búnker, sobre el que varios expedientes se amontonaban. Cada uno, una historia violenta. Robos, asesinatos, estafas, traiciones. Una ciudad con dieciocho millones de historias. A mí me tocaba lidiar con las peores.
Me serví un café y caminé hacia mi lugar, saludando