Bernardo (Bef) Fernández

Esta bestia que habitamos


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como ellos.

      —Sí, güey, así está la onda. Salinas está privatizando todo. Como debe ser —sabihondeaba un tipo al que Samuel jamás había visto.

      —¿Y quién crees que vaya a ser el bueno? —preguntó Martín, un güerillo vecino de los Robles que estudiaba en La Salle y manejaba un Volkswagen Corsar.

      —No sé, güey, faltan dos años; yo me inclino por Pedro Aspe.

      —Sospecho que Salinas buscará a uno más político y menos tecnócrata —intervino Samuel, que leía completa la Proceso que compraba su papá todas las semanas.

      Los dos fresas voltearon a ver a Samuel con cara de asco.

      —Sí, güey, nomás que es nuestra conversación.

      El hermano mayor no supo qué contestar. Se quedó asombrado ante la grosería, dio media vuelta y caminó hacia Adriana, que ahora bailaba sola “U Can’t Touch This” de MC Hammer.

      Tuvo que hacer acopio de toda la rabia acumulada, las humillaciones, las carencias, el desprecio por su padre, el desapego deprimido de su madre, las burlas de sus hermanos menores para tomar impulso y aproximarse a Adriana con el aplomo suicida con que Lanzarote besó a Ginebra para bailar frente a ella con gracia y garbo, ante la mirada sorprendida de sus hermanos y su propio azoro.

      Como poseído por un demonio, Samuel se retorció frente a Adriana con obscena flexibilidad, las bocinas vomitando “Personal Jesus” de Depeche Mode. Aterrada, la hermana de Mickey imitó con torpeza los movimientos de Samuel, en un intento estéril de seguir sus pasos.

      Durante un instante [¡Detente, eres tan bello!] Samuel se perdió en las pupilas castañas de Adriana, apenas consciente de que ella misma naufragaba en sus ojos moros de cejas negrísimas.

      En esos segundos eternos [puedes atarme con cadenas que me hundiré gozoso], cuando la sonrisa se replicó en el rostro de Adriana, el mayor de los hermanos Robles sonrió pleno, sabiéndose dueño del mundo durante un suspiro.

      La certeza de victoria fue total al empezar los primeros compases de “Let’s Get Rocked” de Def Leppard: frunció los labios en una flor compacta que aproximó al rostro de Adriana, quien ya se acercaba hacia él con el mismo anhelo descontrolado.

      Su reino se disipó igual que una burbuja cuando a milímetros de besar a Adriana la voz de su hermano Ismael (“¡Bueno, ¿qué pedo, pendejo?!”) lo arrancó de la fugaz utopía.

      Samuel, que lamentaría hasta morir de cáncer en 2058 no haber besado esa noche a Adriana, volteó instintivamente hacia donde el Járcor discutía con el par de imbéciles que minutos antes lo habían humillado.

      —Pérame —le dijo a Adriana para ir hacia donde los dos fresas acorralaban a Ismael contra un rincón de la casa.

      —¿Qué pasó? —preguntó, abriendo las manos en gesto interrogatorio.

      —Este pendejo —contestó el que se las daba de experto en política.

      —¡¿Qué tiene?! —apenas vio a su hermano, entendió: Ismael se había quitado la sudadera negra que cubría su playera blanca, en la que había escrito Güevos putos con marcador.

      —¡Ésta es una casa decente, güey, quítate eso! —ladraba el segundo tipo, Martín, al Járcor.

      —Quítamela, güey —desafió el Járcor.

      —Sí, Samuel, qué pedo, dile a tu hermano que se la quite o se largue de mi casa —sentenció Mickey, que interrumpió la música. El Gordo observaba la escena con un sándwich en la boca.

      —¡Gordo, Járcor! ¡Vámonos a la chingada! —tronó Samuel con la voz de un soldado que podría dar órdenes a un dios.

      Los tres hermanos enfilaron hacia la puerta envueltos en el silencio y las miradas de rechazo. “¿Quién invitó a éstos?”, dijo alguien. Samuel miró por última vez a Adriana, asintiendo una despedida que ambos supieron definitiva a sus diecisiete y dieciséis.

      La historia hubiera quedado en una más de las humillaciones acumuladas por los tres hermanos en su adolescencia, archivada en el olvido de no ser por el amigo sabihondo de Mickey, que murmuró a su paso:

      —Muertos de hambre.

      En una ráfaga, el Járcor dio media vuelta, se aproximó a él, le reventó la nariz de un cabezazo y salió corriendo tras de sus dos hermanos, que lo esperaban en la calle.

      Ninguno de los Robles dijo nada. Corrieron uno al lado del otro, intuyendo que (a) la sangre que goteaba por la frente del Járcor no era de él y (b) los de la fiesta no se iban a quedar cruzados de brazos.

      Lo supieron de cierto al escuchar detrás de ellos el rechinido de llantas que arrancaban para alcanzarlos.

      —¡Por el retorno! —indicó Samuel para cortar por una vía peatonal; en vano: sus perseguidores sabían cuál era su casa.

      —Ya valió madres, ya valió madres, ya valió madres… —repetía el Gordo como un mantra, a la retaguardia del trío.

      Alcanzaron el zaguán de su casa agitados. No habían recuperado la respiración cuando se vieron iluminados por los faros de varios autos de los que descendieron Martín, el de la nariz rota, y el resto de los amigos.

      Samuel supo que entrar a casa les cimentaría para siempre fama de cobardes. Tácitamente decidieron quedarse fuera.

      —¡Te voy a partir la madre! —sonó “De voa bardir da badre” en voz del de la nariz rota, en cuyo pecho escurría una flor roja.

      —¡¿Tú y cuántos más, pendejo?! —desafió aún el Járcor.

      Los tres hermanos vieron aproximarse a ellos unos quince sujetos.

      —Ni pedo —dijo el Gordo, apretando los puños.

      —¡¿Qué pasa aquí?!

      Todos voltearon hacia donde provenía la voz cascada del señor Robles, que descendía de su taxi. En medio de la noche sonó con una autoridad que sus hijos desconocían. Se abrió paso a empujones entre los atacantes para unirse a sus hijos.

      —Nos van a reventar el hocico, papá —dijo Samuel sin despegar la vista de Martín y sus amigos. El viejo miró a los tres. Volteó hacia los invasores, dejó caer su chamarra al piso. Levantando los puños declaró:

      —No se van a ir limpios los hijos de la chingada.

      Los fresas avanzaron hacia el taxista y sus hijos. Aunque los cuatro pelearon como animales, quedaron tendidos sobre la banqueta, aunque ensangrentados, victoriosos en la derrota. Sus atacantes se fueron bastante maltrechos.

      Nunca nadie se atrevió a volverlos a llamar “jodidos” al pasar.

      Muchos años después, ya muerto el papá por un cáncer linfático, y sin decírselo uno al otro, cuando Samuel se había doctorado en Ciencias, Ismael era coordinador regional de la Policía de Investigación de la Procuraduría y el Gordo atendía una cerrajería en el garaje de la casa paterna, ese mismo donde los habían tundido a golpes, los tres hermanos Robles recordarían emocionados aquella noche en que pelearon como un clan vikingo.

      La noche en que el señor Robles recuperó el respeto de sus tres hijos.

      Jorge

      Vio al hombre fuera del bar, sobre la calle de Tamaulipas, maldiciendo hacia su teléfono celular.

      Deslizó el auto hasta él, bajó la ventanilla del pasajero y dijo con su tono más amable:

      —¿Servicio de taxi ejecutivo, caballero?

      El aludido volteó a ver a Jorge, la mirada nublada por el trago. Ligeramente despeinado, la camisa desfajada.

      —Eh… sí, sí, muchas gracias. Justo le decía a mi novia que necesitaba pedir un Uber pero me acabo de quedar sin pila —señaló el aparato—.