Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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general Buelna soy yo”) como subalterno de su ayudante por mocetón (“’ta tiernito, Buelnita”) y despreciado socarrona / socarroñamente por un rústico prietazo general aliado Juan Carrasco (Dagoberto Gama) como cualquier bravucón de cantina y cual representante de todos los mexicanos acomplejados (y cornudos) que en el país han sido ante la gente blanca de razón e instruida (“Yo vengo aquí a hablar cosas de hombres”), pero dándole al clavo premonitorio (“Ese pelo de jilote no se va a entender con nadie”). Buelna saboreando el contundente triunfo de la columna buelnista con monocorde modestia antijerárquica (“Cúbranse señores, aquí no hay nadie de respeto”) y perdonándoles la vida a sus enemigos y respetándoles sus propiedades y privilegios. Buelna sufriendo un bellicus interruptus (otro interruptus, ya haciéndose costumbrita) en plena celebración rumbosa, apenas acabando de bailar el vals “Club verde” con su esposita, orgullosamente resignada de antemano a no tener noche nupcial, en virtud de su asumido don quintaesenciadamente mexicanísimo de la feminidad abyecta-abnegada que tanto le gusta a su realizador-auteur (“Sé con quién me casé hoy, y estoy preparada para todo”), permitiendo que una velita encendida derritiera la figurilla de un generalito con espadín que adornaba su pastel de bodas.

      Poco después, Buelna entendiéndose sensacional y sorprendentemente bien, y en el mismo parco lenguaje, con un ultrahuraño Emiliano Zapata (Tenoch Huerta) más que desconfiado, en el apenas accesible cuartel semiclandestino de este prócer que jamás abandonaba la mirada de borrego a medio morir y el doliente hablar pausado del infinito dolor populista (“Lamentamos pensar distinto, pero somos pueblo, y así seguiremos”). Buelna participando en la Convención de Aguascalientes y en la invasión a Palacio Nacional al lado de un burdote gigantón Pancho Villa (Enoch Leaño) de hablar golpeado, insaciable curiosidad de ranchero y discretamente distante de un reparto de semillas con filas de soldaderas y niños al pie de los vagones de vituallas, emulando a Domingo Soler, el auténtico Pancho Villa y suspendiendo por un instante sus regocijadas risotadas burlonas de indomable cerdazo. Buel-na ejerciendo sus derechos legales a designar a un intelectual liberal como jefe político en la plaza tomada de Tepic, y disintiendo una y otra vez de los abusos del poder del general Álvaro Obregón (Gustavo Sánchez Parra recio aunque subactuando por pudor mal entendido), y desobedeciendo las órdenes de permanecer acuartelado (“De usted depende la calidad de respeto que nos merezcamos”), y rebelándose instintivamente (“No es que les falte, sino hay que ponerse de acuerdo”) contra el caudillo naciente (“Es el precio”), al extremo de capturarlo y estar a un tris de fusilarlo sin siquiera un simulacro de juicio sumario. Buelna recién nombrado general brigadier por Venustiano Carranza (Raúl Méndez) en persona para motivar sin motivo las insistentemente inmotivadas intervenciones especiales de una mesera canora (Paquita la del Barrio), de un cruento guiñolesco atroz general Fierro (Ramón Medina) con la mano inmaterial bien adentro de su cabecita y de un calculador implacable Carranza, sin empacho alguno para seguir haciendo valer su neoporfiriano legalista Plan de Guadalupe por encima del agrarista radical Plan de Ayala zapatista que acababa de ser aprobado / adoptado por la Convención de todas las huestes alzadas. Buelna acorralado pero todavía enarbolando la dignidad de los ideales revolucionarios sólo respaldado por su amigo-secretario de fiel fidelidad canina el ascendente militar insurrecto Enrique Estrada (Iván Arana).

      Y para acabar rapidito, Buelna previsor de su futuro post mortem en pleno levantamiento de Adolfo de la Huerta, al dejar magnánimamente en libertad a su prisionero herido el general inepto para la contienda Lázaro Cárdenas (Armando Hernández), quien sabrá agradecer más tarde ese favor recibido en su celda. Buelna en pulcro uniforme militar y muy erecto sobre su caballo, pero venadeado y muerto a tiros, casi por casualidad en su trote a través de los llanos, mediante una ametralladora apostada tras unas matas por dos soldados que no dejan de darles a sus pitillos cual si mascaran displicentes chicles. Buelna ya cadáver tan impoluto como sus atuendos y colocado sin ataúd, pero con gorra de visera encima del pecho, sobre unos cajones en medio de una estación vecinal de trenes por donde acierta a pasar un contingente de chavos soldaditos de leva entre sorprendidos y admirativos. Buelna en ausencia aunque con epitafio escrito en letras blancas, que no de oro, sobre la pantalla, estipulando que murió el 23 de enero de 1924, pero cuyos restos sólo fueron exhumados y enviados a Sinaloa lustros después por el presidente Cárdenas, para ser nombrado allí Hijo Predilecto, sin duda en espera de ser reivindicado en la memoria icónica por alguna biopic tan atenta y esforzada como ésta, cuando menos.

      En Ciudadano Buelna (Cuatro Soles Films - Universidad Autónoma de Sinaloa - Gobierno Constitucional del Estado de Sinaloa - Estudios Churubusco Azteca, 110 minutos, 2012), largometraje 27 del tenaz cineasta franco-mexicano de 75 años Felipe Cazals (en la archiesquemática línea biográfica iniciada por encargo con Emiliano Zapata, 1970, y Aquellos años, 1972, pero vocacionalmente proseguida por decisión propia con Su Alteza Serenísima, 2000), con guión suyo y de Leo Eduardo Mendoza (el libretista histórico descubierto por Antonio Serrano para sus más meritorios Hidalgo, la historia jamás contada y Morelos, 2010 / 2012) que da crédito como asesor histórico al Lic. Leonardo Lomelí Villegas e incluye dentro de su bibliografía al libro Las caballerías de la Revolución: Rafael Buelna del egregio historiador José C. Valadés, cierra ilusoriamente un ambicioso tríptico en torno a la Revolución Mexicana, iniciado por su realizador con Las vueltas del citrillo (2005), sobre la época prerrevolucionaria, y proseguida por Chicogrande (2010), sobre las imaginarias hazañas / fechorías de Pancho Villa, y concluido ahora en su tercer asalto, en pos de una lucidez relegada. Relegada en múltiples sentidos: relegada por la propia trilogía acaso comenzada ignorantemente de manera indeliberada y accidental, relegada porque se autorrelega e ignora a sí misma, relegada porque desea revelar quizá con las mejores intenciones más que fallidas una figura pública e histórica prácticamente ignorada y por lo tanto relegada, relegada porque relega toda búsqueda de expresión pura y específicamente fílmica al conformarse con parecer y ser sustancialmente teleteatro recitado y proferido, relegada porque se asume como tenazmente relegante apenas antier, relegada ya que hablando con vehemencia a espectadores víctimas de nuestro sistema educativo y por ende considerados relegados e ignorantes de la verdadera Historia y lo que sigue, a secas, mañana y siempre, como sigue.

      La lucidez relegada se basa en la incompletud perfecta, absoluta y todoabarcadora. Una colección de estampas deslavadas y casi desnudas sin estructura dramática ni línea narrativa. Un recuento de hechos por mero escalonamiento sin causa ni efecto. Unos inconsistentes saltos de frase declarativa para la Historia a frase declarativa para la historieta, dichas sin apenas énfasis declamatorio (a diferencia de lo que antes acostumbraba Cazals) aunque sin poder eliminar a éste por completo, mediante frases tan solemnes cuan informativas en el límite de la contundencia irreprochable. Una carita linda sin cuerpo ni órganos pensantes o de los otros (con Sebastián Zurita de imprudente pena ajena al envidiar cada vez más en cada episodio la mamoncísima TVpetulancia patriarcal de su papito Humberto). Una figura atractiva sin alma (a nivel de reedición infraventura de la vieja historieta de El pequeño sheriff de Editormex). Un desfile de fantasmones de acartonado cartabón acuartelado apenas merecedor de un blandengue Cuartelazo (Alberto Isaac, 1976) equiparable, puesto que, según la aguda y bien informada crítica Fernanda Solórzano (en Letras Libres, número 172, abril de 2013) “el casting de Ciudadano Buelna busca desdibujar la historia y poner cara a los temperamentos” (¿a quién podría ocurrírsele tamaña barbaridad, existiendo ya el Sombrero Seleccionador de Harry Potter?). Una serie de diálogos a campo-contracampo asfixiantes, hasta en el armón con el periodista despistado o con la novia de los automoribundos adioses irresistibles. Un compendio de vidas contradictorias sin libertad y reducidas a su simple destino sin rumbo ni alternativa distinta. Unos colores pálidos sin escala de tintes. Una serie de combates míseros por misericordiosamente elípticos, en punta del iceberg o en interruptus, en definitiva sin posibilidad de ser mostrados, salvo indirectamente como la elíptica toma del fuerte federal por una carga de caballería desplegándose al avanzar cual tenaza vista desde el desconcierto de los sardos apuntando desde las alturas, o como el reguero de cadáveres fotogénicamente desparramado entre vías de tren escoltando a la victoriosa caballería buelnista, o de plano como el plano sobre una mesa desplegado para que despliegue Buelnita su innata capacidad de apantallador estratega insuperable, dejando boquiabiertos y babeantes a los más ceñudos tácticos obregonistas en campaña, para dar pie a vehementes tecleados del cacofónico prosista elogioso Frías