Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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penumbroso antro en esquina llamado El Tijuanita con mísero show de encueratrices menores de edad enarbolando faldita escocesa y desprendibles minisostenes que introduce un amaneradísimo presentador-regenteador con arracadas (un desatado Tito Vasconcelos sintiéndose en el Bar 9 de la Zona Rosa), la linda delgadina dieciseisañera hondureña obsesionada con devenir en famosa cantante de boleros Sabina Rivas (la palpitante novata venezolana Greisy Mena creíble / increíblemente premiada como mejor actriz en Valladolid 2012) surge como estrella total, la Perla del Tijuanita, micrófono en puño para su ínfima vocecilla cantabile (“Como el mar”), pero se paraliza en mitad del escenario al toparse casualmente, frente a frente, con su enamorado de infancia recién ascendido a mara Jovany, ahora pelado al rape y tras una larga temporada sin mínimo contacto entre ellos, que en seguida será expulsado del lugar, si bien la encogida tenacidad del chavo lo hará rondar en adelante, sin tregua ni descanso, noche a noche, por la covacha que ocupa la muchacha, hasta lograr introducirse a su cuarto, sorprenderla, ablandarla y hacerla ceder a sus ímpetus para saciar un súbito furor cunnilingus, volviendo a separarse una y otra vez de ella, si bien decidido a vengarla de un cliente tan perverso como el sexagenariamente prostibulario cónsul mexicano Don Nico (Miguel Flores), al grado de irrumpir en la oficina de éste para obligarlo a punta de pistola a que le lama las suelas.

      De larga cabellera ensortijada, retadora con el cruel regenteador del congal donde trabaja, aunque sólo consiguiendo ser de inmediato reprimida y enviada como teibolera sucedánea a los gabinetes apartados, o a putear afuera con los clientes rucos más queridos y prominentes, la ingenua indefensa Sabina no encuentra la manera de liquidar las deudas por lo visto impagables que la ligan con Doña Lita (Angelina Peláez), la sinuosa madrota dueña del lugar tan siniestro como ella misma, pero aun así logra que la mujer, gracias a sus influencias y servicios especialísmos, le gestione un pasaporte mexicano hechizo para cruzar el río y adentrarse en territorio mexicano, intentando seguir en autobús hacia el norte, pero pronto será descubierta, tanto como la falsedad de sus papeles y sus declaraciones recitadas (“Soy ciudadana nacionalizada mexicana nacida en Panamá, me hicieron cantar el Himno, ¿quiere que se lo cante?”), y caerá en las garras del Instituto Mexicano de Migración de la Defensa Nacional, o sea de los corruptísmos agentes conocidos como el Comandante Artemio Burrona (Joaquín Cosío) y su buddy partner Sarabia (Mario Zaragoza), al abyecto servicio de los insaciables agentes gringos prominentes John (Tony Dalton) y el desatado erotómano sádico Patrick (Nick Chinlund), quien primero maltratará gratuitamente y luego torturará por mero placer a la chava inerme, antes de poseerla a lo bárbaro y regresarla, cual mercancía desechable, tumefacta, carimarcada, disminuida, vulnerada y temerosa para siempre, a su limbo centroamericano, para quedar bajo el insatisfactorio consuelo sentimental de su compañera de ignominia también atrapada pero aumentada por la idiocia Thalía (Asur Zagada) y de la ambivalente Doña Lita, y a merced de su visitante clandestino Jovany, a quien no halla el modo de que se largue para dejarla en paz y deje de dormir a los pies de su cama cual faldero perro fiel, cuantimás ahora en sus continuos envíos, por parte de Doña Lita, como sexoservidora de nuevo con asfixiadas aspiraciones y desplantes de cantantita incomprendida, a un soberbio burdel de Tapachula, que regentea el mismo servil ser vil Burrona, quien allí alardea una segunda personalidad oculta tras el mote obligado de Don Chavita.

      Sin embargo, pese a la sobrevigilancia policial en los autobuses de donde fatídicamente la bajan, pero siempre en espera de una nueva ocasión para intentar huir e internarse en el ansiado territorio mexicano, por lo menos hasta Veracruz o Oaxaca, cual espejismo siempre rápidamente deshecho, Sabina no tardará en aprovechar la oportunidad que se le presenta en el transcurso interruptus de cierto peregrinar en taxi de casa en casa de clientes, para acometer otra escapatoria, de las que usualmente juzga la decisiva. Pero también allí será descubierta por un Burrona murmurante en voz muy baja casi cariñosa (“Si no te sales, te agarro a chingadazos”), sólo para que ella, arrastrada, golpeada y metida como ganado en la patrulla, atrapada sin salida de regreso a Ciudad Hidalgo y a punto de ser ofrecida otra vez al gringo que ya la considera la favorita para sus actos de sadismo, se desate a taconazos, patadas y mordidas arrancaorejas al tranza agente mexicano tan obsequioso con los extranjeros, corra a refugiarse en el Tijuanita y, algo insólito, sea allí defendida a balazos por una Doña Lita sin nada que perder ante el mandamás migratorio foráneo.

      Con la oreja vendada, acobardado y en desgracia a raíz del traslado en avioneta de una carga ilegal en donde irrumpen los tatuados en peligroso plan beligerante, suplicante (“Vas a ir con el chisme al chingado general, a estos vergas los podemos mandar a la chingada, cualquiera puede tener un momento así”) pero delatado ante la superioridad corrupta por su confeso único amigo (“El Burrona otra vez se puso nervioso y estuvimos en un tris de que nos llevara la chingada, mi compadre ya no está para esas cosas, es un hombre leal pero tiene problemas, si pudiera darle algo un poco más suave”), Don Artemio alias el simulador Chavita acabará muy pronto sus días vapuleado a tubazos y acribillado por los propios cómplices maras, para ser dejado en medio de las vías del tren por ni siquiera merecer una fosa clandestina, mientras una envalentonada Sabina que lo amenazaba con revelar públicamente su doble vida (“O me sacas hasta Oaxaca o te denuncio”) y ya estaba obligándolo a llevarla hacia un lejano destino mexicano (“Pinche lagartija malagradecida”), se quedará plantada a media carretera en somnolienta espera inútil, sin poder ya dirigirse a ninguna parte (“No tengo a dónde”), pero será venturosamente recogida por el Tata Añorve (Beto Benites), un humilde barquero anciano que escuchaba sus penas cada vez que ella cruzaba en su lancha e indefectiblemente la bendecía al descender o alejarse y que ahora la llevará a su choza con hamaca en una albergue-campamento de ilegales, en donde le dará asilo.

      Sin embargo, ni siquiera allí podrá hallar Sabina una tranquilidad duradera. El viejo está siendo forzado por las circunstancias a encabezar una sublevación de esos parias que esperan de cruzar hacia México y hasta allá irá a encontrarla Doña Lita para que regrese a su redil. Pero la hora decisiva sonará cuando el ejército guatemalteco invada caprichosamente el campamento (“Tiene 48 horas para desalojar a esta gente”) y los tatuados lo arrasen e incendien. Arrasamiento e incendio durante los cuales el Tata morirá acuchillado, al igual que el atrabancado Jovany no sin antes evocar en imágenes mentales, entre chispas y ascuas, un episodio faltante ocurrido en un lejano pueblaco de Honduras, durante el cual fue descubierto encamado con su hermana, por lo que debió apuñalar al padre (Moisés Manzano), matar a golpes a la madre (Zaide Silvia Gutiérrez) y prenderle fuego con un quinqué a la choza natal, antes de salir huyendo a toda prisa del brazo de su hermana, exactamente igual que ahora mismo lo hará la atribulada Sabina, aunque patéticamente sola.

      La vida precoz y breve de Sabina Rivas (Churchill y Toledo - Fidecine / Imcine - Gobierno del Estado Chiapas - Eficine 226 - Televisa, 115 minutos, 2012), profesionalísimo y a fortiori parahollywoodesco decimoprimer largometraje pero apenas sexto mexicano del contradictorio chilango de 58 años Luis Mandoki (en escuelas de cine de San Francisco y Londres formado), con trabajadísimo guión de la valiosa documentalista militante uruguaya Diana Cardozo (Siete instantes, 2008) basado en la novela-shocking para su época La Mara del recién fallecido narrador popular tampiqueño Rafael Ramírez Heredia (1942-2006), pero también con influencias decisivas del avezado comunicador-productor Abraham Zabludovsky y de la admirable investigadora-cinecrítica Perla Ciuk como productora ejecutiva, reproduce y exalta todas las contradicciones de su realizador, quien ha transitado de la banalidad del thriller urbano de Motel (1983) a la apelmazada impericia de sus documentales sobrediscursivos sobre la figura de Andrés Manuel López Obrador (¿Quién es el señor López?, 2006) y su apabullante campaña malograda (Fraude: México 2006, 2007), tras una descontinuada carrera parcialmente satisfactoria en Hollywood al especializarse en cintas edificantes descaradamente chantajistas como la piadosa contempladiscapacitada autobiográfica Gaby, una historia verdadera, (1987) y la excelsa intimista femenina Una pasión otoñal / White Palace (1991, con Susan Sarandon at her best) o la antialcohólica blandengue Cuando un hombre ama a una mujer (1994) y la romanticona arribacorazones heridos Mensaje en una botella (1999), antes de intentar un primer lamento martirológico centroamericano desde una perspectiva a priori conmovedora de las Voces inocentes (2004) en la Nicaragua prerrevolucionaria. Contando todas esas contradicciones y todos esos aliados, o más bien confabulados, para convertir el maltrato que reciben los inmigrantes centroamericanos al cruzar el territorio mexicano en una