Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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de continuo el llamado Lubitsch Touch, esa superinventiva forma netamente fílmica de producir efectos hilarantes mostrando apenas la puntita de las cosas y las situaciones más comprometedoras, mediante cortes abruptos (la mortal caída de los cuchillos de cocina sobre el novio belicoso desde su punto de vista), apariciones súbitas (la sonriente esposa erotómana de papá mentiroso surgiendo ufana de las aguas del sauna tras presumiblemente haberle estado practicando una ultrasatisfactoria felación invisible al espectador inquieto), insertos ilustrativos / explicativos que encuentran la forma de ser apenas redundantes tan ridícula cuan pícaramente (el mismo papá calvo devorando los choninos sabor cereza de la descarada madrastra de sexosapiencia irrebatible), discusiones en paralelo espaciotemporal que parecen responderse entre sí (“Todos los hombres son ineptos” / “Tampoco somos unos ineptos”) o elipsis salvadoras que son verdaderos guiños de ojo que son fuente de equívocos que son meros juegos traidores mentales del shock postraumático, un genuino acopio o colección o repertorio de Lubitsch Touches cual conjunto aquí muy novedoso que sólo en apariencia y efecto socarrón semeja ser de la misma naturaleza que algunos gags puros y netos (los choques de frente con el zoquete que resulta el nuevo maestro asesor de tesis Alex o contra un transportador de pan en bicicleta de los que ya no hay, la rotura de la red de una portería por un rabioso patadón futbolero muy alabado), algunas cortinillas en forma de mordida con mandíbula dentada o de auténtica cortina callejera, algunos comentarios entrometidos que nadie pela (esos irreverentes dicharachos irreprimibles del confianzudo chofer de la familia: “No hay mal que por bien no venga” en pleno retorno del funeral), algunos monólogos en doble fuera de lugar (como los de la amiga acomplejada con un cuerpazo buenísimo probándose bikinis: “Qué envidia me dan ustedes las delgadas”), algunas desternillantes simultaneidades sea de saineteros diálogos equívocos que hicieron la delicia del mejor Bustillo Oro de los años treinta (los “No te quiero volver a ver” y “Cállate, idiota” hacia el fantasma del asiento de atrás asumidos por el sorprendido galán de adelante) sea de revelación-denuncia cómplice de falsedades encubiertas (“Rrr, se me está cortando la llamada, rrr”), algunos irreprimibles apartes teatrales (“¿De cuál fumaste? Móchate”) o algunas parrafadas verborrágicas mejor asestadas que comprendidas (“Porque el chocolate tiene tebromicina de acción estimulante, serotonina que es un antidepresivo, oligonemas como el magnesio para regular el sistema nervioso y un poquitín de cafeína” / “No, pus con razón”), o así.

      La lucidez light chocolatera goza prolongando el dominio masculino incluso post mortem, el dominio terreno y ultraterreno ¡pero cuán digno de burla y de hecho burlado! de esos seres esencialmente disfuncionales e inseguros con una distorsionada visión de sí mismo convertida aun después de la muerte en una impostura impositiva por autoconcepción inofensiva ofensiva, generando no un fantasma reivindicador y cotidiano en un extremo (como los de Apichatpong), ni terrorífico (como la mayoría), ni un fantasmita poshollywoodense oscilante entre el recapitulador obligado en el limbo ante la condena infernal de El diablo dijo no (Ernst Lubitsch precisamente, 1948) y el victimado vuelto admonitorio amoroso Ghost-la sombra del amor (Jerry Zucker, 1990), sino algo mucho peor: un espectro saboteador de cuanta tentativa acometa la exnovia mexicanita para relacionarse erótica o sentimentalmente y rehacerse en lo devastado emocional, un fantasma dominante, autoritario, abusivo, celoso, entrometido, extorsionador y exclusivista, en suma un aparecido decimonónico sin susto de por medio pero moralmente ojete, porque de manera explícita no es más que un reflejo del sometimiento, tonto y absurdo de la mujer dizque enamorada (“Quiero amarlo tanto como te amé a ti”), aunque aquí con un romanticismo patas arriba.

      Y la lucidez light chocolatera se descubre con firme vocación restañante y restauradora como una obra de sabrosa repostería empalagosamente afrodisiaca pero permitida, e inclusive aconsejada para acabar sobrevolando en globo las pirámides de Teotihuacan.

      Lado B: La lucidez light sexoadicta

      En Todas mías, antes Castidad (Le Grand Films, 91 minutos, 2013), envalentonado séptimo film pretendidamente etéreo e hilarante del mismo autor total Joaquín Bissner de Me late chocolate, el cínico y mujeriego novelista de éxito en crisis creativa aunque todavía asediado por sus lectoras ninfómanas Lucas Romeo (supuesto alter ego del desatado comediante narigudo de origen libanés Bruno Bichir en un rol de enaltecimiento cimero) desea aún fervorosamente casarse con su guapísima novia millonaria Sandy (Alejandra Sandoval), pese a haber sido descubierto fajando con otra en pleno anuncio público de sus nupcias, por lo que acepta la exigencia de la chica de asistir con ella a una terapia de pareja con la quincuagenaria terapeuta veladamente urgida en lo sexual Patricia (Luz María Jerez), durante la cual el varón es descubierto como un enfermizo adicto al sexo, por lo que, para controlarse y sanar, el escritor ahora doblemente afligido, acepta recluirse en la cabaña aislada en un bosque lejos de toda civilización, propiedad de su impaciente editor harto de tanto fracaso libresco del pupilo estrella Dagoberto (Rodrigo Murray), pero, apenas recuperándose en la vida sana y abstinente, intentando pescar sin éxito en el arroyo cercano, luchando heroicamente con sus fantasías eróticas y consiguiendo retomar su imaginación novelística en una laptop, hasta allá habrán de congregarse para importunarlo sexualmente la motivosa sirvientita lugareña con ansias de estrella de la canción Guadalupe (Sherlyn) siempre perseguida por su celoso pretendiente brutote Pancho (Eric Guecha), la despampanante atracadora-asesina rubia argentina enmascarada Agustina (Erika Bruni) que irrumpe con una mordida de coyote en el tobillo que es en realidad una herida de bala y pronto seguida por su cómplice impresionantemente barbón Jerry (Mirko Ruggiero) a quien el frenético Lucas confundirá con Jesús redivivo en persona, la propia psicóloga que ya no aguanta tanta inhibición genital con su atractivo paciente, la noviecita colombiana que ha descubierto su emergente dependencia sexual con respecto al confinado, el mismísimo editor Dagoberto llegado para auxiliar a su autor en apuros a petición suya y last but not least la arpía esposa adúltera en trance de divorciarse de éste Eugenia (Verónica Jaspeado) que en realidad era amante del acorralado infeliz Lucas que hace descomunales esfuerzos por sustraerse a tantos embates eróticos, se esconde, agita, desespera y por fin cede a ellos, de manera sorpresiva, durante una estrepitosa noche en que la Guadalumpen ha decidido desquiciarlos y deshacerse de todos mediante viandas preparadas a base de mariguana, infalible para que el conjunto acabe en las camas y sofás o catres con quien menos se invaginaba.

      La lucidez light sexoadicta confiesa su homenaje deliberado, tardío, hiperconsciente, distanciado, juguetón e irónico a las viejas desternillantes películas del cómico árabe conquistador hocicón por excelencia del pasado Mauricio Garcés, a los enredos en los que involuntariamente se metía por exitoso semental erotómano de categoría (en las antípodas de sus antecedentes Alberto Sordi o Ugo Tognazzi o Lando Buzzanca en la sexicomedia italiana de la misma época) y a los envidiables apuros que siempre de manera equívoca parecían a punto de hundirlo, pero también rinde tributo a los expeditos lances cogelones del cine de ficheras, a los titubeantes inicios bastardos del oscareado Alfonso Cuarón (Sólo con tu pendeja, 1991) y, ante todo, a las ambiciones desmedidas, a los proyectos absurdos y a los amoríos difíciles o en ciernes que poblaban las arcaicas si bien aún deliciosas farsas sainetero-vodevilescas muy años treinta de Don Juanito Bustillo Oro, con Enrique Herrera o Leopoldo Ortín, tipo la insuperablemente bien construida Cada loco con su tema (1938), rebosantes de malentendidos y escenas sarcásticas (aquí contra la voluntad casta) y confusiones falsamente pudibundas como la de ese vulgar Pancho que posee por turno en el transcurso de una sola noche a la argentinita dispuesta y a su propia arribista novia pueblerina creyendo éstas que lo hacían con el hiperasediado novelista, rumbo a ese gran finale promiscuo y desenfrenado, con ese inusitado sucedáneo de los euforizantes pasteles de mota de los nostálgicos años setenta, para cuyo consumo y estallido se han ido reuniendo poco a poco bajo un mismo techo los más disparatados personajes con disímbolos propósitos desalmados, pero fundamentalmente promiscuos.

      La lucidez light sexoadicta basa todo su lerdo encanto esquemático y caricaturesco, pero eficaz, en la desaforada performance hiperactiva en sforzato continuo al límite de la tour de force insotenible, en esos encuadres exactos con planos a veces elegantemente abiertos del buen camarógrafo profesional Carlos Díaz Muñoz, en diálogos lacónicos aunque obviotes (“De seguro con su nueva novela anda superajetreado”) e interrumpidos por pícaros insertos desplazados (al inesperado