Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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huestes infantiles (en algunas de las escenas más contrastantemente livianas del grave film) pero necesariamente declarado distanciadoramente como sobrino y al final enviado como protección al extranjero (a la texana Austin), y para colmo, encarnado por un Dagoberto Gama de repente (con vestuario sensacionalmente desastrado de Leticia Palacios y maquillaje antiglamoroso de Gerardo Pérez Arreola), como en su inolvidable debut estelar como traumatizante policía violador en SOBA (Alan Coton, 2004), turbiamente descastado y feroz. Mucho, muchísimo menos que un Siervo de la Fruición o de la Pasión. Grandeza, encumbramiento y decadencia de Morelos por sus ideas y sus caprichos, con adulterio impremeditado y violación del celibato (como el de aquel Hidalgo de Serrano alistándose para la Guerra de Independencia) a modo de componentes del mismo drama histórico, que son la sólida síntesis de su líquido engrandecimiento y su demolición vaporosa en un solo matizado impulso.

      La lucidez procerdeclinante esgrime como grandes episodios nada henchidos ni memorables la veloz consumación, o más bien el estallido, de momentos tan ambiguos como la apertura sobre hojas secas resonando al ser holladas por las huestes insurgentes para acabar coreadas por maldiciones del ejército realista en contra de Morelos (“Ese hijo de Mahoma, cura del infierno”), la inclemente muerte expedita de un delator, el rescate del repudiado retrato de Morelos por Galeana en un campamento invadido, la negritud costeña de los nuevos soldados de origen africano pescando en el río o festejando travestidos (“¿A poco a ustedes no los dejaron ajuarearse?”), la explicación de los rudimentos del manejo de las armas a los recién enrolados carentes de todo oficio militar o experiencia bélica (“El martillo va hacia atrás”), las dotes de adivino del pequeño Juan Nepomuceno escuchando con aguijoneante albedrío la panza de una mujer seca, el brindis de un vulnerado Nicolás Bravo (Jorge Poza) lleno de dolor y orgullo por el sacrificio de su padre Leonardo, la reticencia del leal sometido Galeana para proteger la antiprotagónica retaguardia en la henchida toma de Oaxaca, las lluvias de flechas para detener por sorpresa los avances enemigos armados hasta los dientes o contra la inexpugnable almena de un fuerte, los santos oleos de cura a cura adversario en un cruento campo de batalla, Morelos a punto de acometer una lectura privada de su documento político cimero a su amante Francisca cual máximo acto de confianza amorosa (de inmediato en elipsis), el encandilamiento por el sol a plomo en las cumbres serranas que se traduce en obnubiladoras solarizaciones al interior de la imagen, los tesoros que en su baile de recepción y bajo la ávida mirada del obispo Antonio Bergosa (Juan Carlos Colombo) le sirven al nuevo Virrey los opulentos españoles de la ya desde entonces Gran Corruptitlán para garantizar que seguirán bien protegidos contra la invasión insurgente a Ciudad de México, el sanguinario joven militar en ascenso Agustín de Iturbide (Andrés Montiel) ordenando jubiloso la ejecución de los prisioneros de guerra, el ingenuazo Félix Fernández (José Antonio Gaona) blandiendo un estandarte guadalupano al declarar de repente su cambio de nombre por el de Guadalupe Victoria, o el retorno del Carranco desaparecido (“Tú estabas muerto”) cual marido fassbinderiano (de El matrimonio de María Braun, 1978) pero que debe despedazar los muebles de la vivienda común para calmarse, o el juego de ímpetus desertores que comparten Galeana y Morelos para irse de regreso a sus haciendas y comenzar de nuevo (cual imaginarios Anteos verbales) al contacto de la tierra natal de Apatzingán. En todos los casos una ambigüedad al borde del ridículo, por un lado, y por el otro, encaminada a que no pueda nacer la menor sospecha de ambigüedad acerca de la naturaleza de la sustancia política de la evocación histórica, rebosante de contradicciones de todo tipo (raciales, sociales, facciosas).

      La lucidez procerdeclinante se aboca a la antiepopeya insurgente. Por ello, se inserta de entrada en la tradición antiépica tan bellamente iniciada por el acerbo Vámonos con Pancho Villa de Fernando de Fuentes (1935) y jamás seguida por nadie. Una antiepopeya con cañonazos, tomas de plazas, fusilatas a quemarropa ocupando los límites de los equilibrados encuadres hermosamente coloridos (fotografía de Serguei Saldívar Tanaka) o en la inmisericorde nocturnidad de la fascinante batalla aciaga de Valladolid (la futura Morelia en compensatorio honor al prócer), acciones cuerpo a cuerpo con machetes y sables, e incendios y la cercenada cabeza de Galeana paseando en ristre sobre el extremo de una pica por el campo de la contienda, pero en las antípodas de la pirotecnia empleada hasta el desperdicio en los exaltados combates didácticos del Cinco de mayo: la batalla de Rafa Lara (2013). Una antiepopeya fabricada a base de discusiones, decisiones difíciles, proclamas sin eco, retiradas, y derrotas tanto externas como interiores. Una antiepopeya más realista y decepcionada que crítica en sí. Desde una situación inicial en la que Morelos asume un rol de relieve expresivo, con apariciones y contra figuras de fuerte connotación nominativa-semántica, a las que se enfrenta mediante intervenciones con un carácter evidente de puntuación y de oposición, para pasar progresivamente a una inversión de los roles de poder y dominio. La forma asimétrica de la composición de los personajes va paulatinamente rigiéndose por un principio fundamental de confrontación binaria, de interacción dialéctica entre dos fuerzas contrarias, instaurando desequilibrios que repercuten de modo inesperado (si bien dañando al conjunto estructural), suscitando elementos extraños, multiplicando las potencialidades dinámicas y hasta perceptivas instantáneas o sorpresivas de cada quien, reinventando y reventando en una serie de permutaciones externas (envidias, traiciones, celadas, cambios de bando) que determinan también otras permutaciones internas, prismáticas, microformales. Cada quien su guerra y sus guerras insondables e inasibles, guerras idealizadas a lo Ernst Jünger como pruebas de valor y toma de conciencia de inéditas libertades complejamente entrechocando, guerras resueltas mediante admirables estrategias beligerantes o degradadas a patéticas escaramuzas diezmadoras.

      La lucidez procerdeclinante termina convertida en un desestructurado lamento. Con edición divagante de Jorge Macaya y música insostenible de Alejandro Giacomán, la gesta de Morelos no termina en el brutal recuento dramático de sus retractaciones (como las escandalosamente dramatizadas por Vicente Leñero hace tres décadas), ni sólo memoriosamente en un montaje de sus hazañas en sobreimpresión (como tributo al dúo de las citadas películas-arenga épica de Contreras Torres), sino en un autocomplacido sinfín de arrepentimientos vehementes y despedidas románticas (“En este tiempo te he llevado en mi corazón, la verdad me equivoqué”) y paternas durante la visita de Francisca y su hijita a la celda inquisitorial del antiguo guerreador vencido y contrito, repartiendo besitos terminales como última unción rebosante de buenos deseos patrios manifestados en una carta leída en off al hijo distante (“Amor mío, que sean felices en un país libre”), acaso jamás zanjadas por completo las diferencias y desacuerdos de los grupos insurrectos.

      Y la lucidez procerdeclinante era por anticipado designio fatal un concierto elegiaco para violín de rancho y banda desentonada, nada más y, como diría Efraín Huerta, “con sincera conmiseración”.

      La lucidez derrotriunfalista

      En 1861, tras ser derrotados en la reciente Guerra de Reforma y sufrir fusilamientos sumarios de sólo dos planos en jump-cut (uno abierto y otro un poco más cerrado desde la perspectiva del pelotón ejecutor), los revanchistas conservadores mexicanos encabezados por el repelente General Juan Nepomuceno Almonte (Mario Zaragoza convincente) se han dedicado a urdir intrigas en las cortes reinantes de tierras europeas, ante el mismísimo inaccesible emperador francés Napoleón III (Fernando Alonso). Meses después, a mediados de 1862, esos insidiosos complots han logrado fructificar en lo que podría considerarse una prometedora invasión armada exitosa al casi inerme país lejano, gracias a la suspensión de pagos de antiguas deudas contraídas que ha dictado el presidente liberal por excelencia Benito Juárez (Noé Hernández horrísono). Las naves guerreras de España, Inglaterra y Francia se divisan punitivas y a la expectativa en el Golfo de México, pero, según lo corroboran desde el fuerte veracruzano de San Juan de Ulúa los atónitos soldados vigías Artemio el pelón (Javier Olivar Montaraz) y su guapo amigo barboncillo procedente de la sierra poblana Juan Osorno (Christian Vázquez jugando a lo elemental apenas firme), sólo la imponente flotilla francesa habrá de atreverse a desembarcar, habiendo sido infructuosa la tenaz oposición negociadora del conciliador diplomático hispano General Prim (Ginés García Millán respetuoso) y habiéndose negado el despectivo embajador francés Dubois de Saligny (Álvaro García Trujillo) a firmar los emergentes Tratados de la Soledad en el barroco templo jarocho del mismo nombre, para tratar de solucionar por la vía pacífica el problema