Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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elegante de luenga cabellera Conde de Lorencez (William Miller relamido y en efecto francoparlante) al ponerse a la cabeza del ejército invasor.

      Estériles han sido, a mayor abundamiento, los esfuerzos mexicanos por detener, el 28 de abril en las Cumbres de Acultzingo, el avance a paso acelerado de las huestes galas rumbo a Ciudad de México vía Puebla. Teniendo como jefe supremo de su diezmado y difícilmente reunido ejército al magnífico estratega patriota de inconfundibles antiparras redondas General Ignacio Zaragoza (Kuno Becker), auxiliado en especial por los generales Porfirio Díaz (Pascacio López), Antonio Álvarez (Andrés Montiel) y Mejía (Juan Pablo Abitia), los militares del bando mexicano han sufrido, además de la derrota en aquella dolorosa escaramuza con repliegue caminero, el incendio nocturno de sus pertrechos (“Alguien hizo explotar toda la pólvora; la División Oaxaca, nuestros mejores hombres, han muerto todos, junto a cientos de mujeres y niños”), la merma de su artillería, la dispersión de la mayoría de sus caballos, la deserción de numerosos elementos y la pérdida de los refuerzos recién llegados de Oaxaca. Sin embargo, aún en esas condiciones preparan y alistan a sus huestes restantes (“Sin entrenamiento, ni experiencia, ni uniforme, vaya, ni zapatos, pues”) y apenas incrementadas por tropas provenientes de Querétaro y Guanajuato (“Ahí vienen los soldados, y son muchos”) para la gran batalla del Cinco de Mayo de 1862 en la ciudad de Puebla, que habrá de librarse durante toda una jornada, entre los fuertes enclavados en los cerros de Loreto y Guadalupe, tras haber derribado a cañonazos las dos torres de una iglesia que podrían haber servido como puntos de referencia al enemigo. Una contienda anticipada por parte de los franceses, merced al arribo de más de dos mil efectivos conservadores reagrupados bajo el mando del generalísimo chacal irritante de prepotencia Leonardo Márquez (Daniel Martínez neurálgico), mejor conocido como el Tigre de Tacubaya (debido a su ejecución gratuita de médicos inocentes en ese lugar). Un enfrentamiento que marcaría un hito heroico, un hecho crucial y un punto de inflexión dentro de la Intervención Francesa en nuestro territorio.

      Mientras esto sucede, el soldadito liberal Juan ha quedado socarronamente prendado de una de las lugareñas que atienden a la tropa en sus campamentos, la guapa rancherita orizabeña de rebozo Citlali (Liz Gallardo cálida) destacadamente voluptuosa hasta al ofrecer agua en guaje o antojitos para comer o hacerse ayudar con huacales o baldes, siendo muy bien aunque tímidamente correspondido por ella, al grado de que, cierta noche, ya en vísperas de la batalla, y habiendo también ella perdido familiares en una quemazón, cuando el hombre sienta flaquear su entereza resistente y, pese a las arengas patrióticas de su estoico amigo Artemio, decida desertar del agrupamiento que comanda el disciplinado Capitán León (Mauricio Isaac) en Chalchicomula, la mujercita huirá con él, escaparán al acoso francés con intento de violación que dictan contra ellos el atrabiliario Teniente Fauvert (José Carlos Montes Roldán) y el decentísimo Sargento Vachet (Jorge Luis Moreno), lograrán hacerse de una cabalgadura enemiga, pasarán una casta noche juntos abrigados por la misma cobija, presenciarán el salvaje descuartizamiento del fiel Artemio por caballos que los europeos organizan para divertirse un poco y, llenos de furor, descubrirán que el ejército invasor ha sido incrementado con tropas conservadoras, por lo que, enardecidos, ambos involuntarios espías circunstanciales tácitamente resolverán reincorporarse a las huestes liberales del sorprendido Capitán León sable en ristre (“Hoy vamos a morir, por la patria, pero morirán más franceses”), para ser portadores de su descubrimiento militar fundamental.

      Luego de así nomás recibir por el lado francés las malas noticias de que las tropas destripadas del general Márquez fueron sorprendidas y dispersadas, y a causa de eso no podrán atacar por la retaguardia, la Batalla se desarrollará de sol a sol, con ferocidad inaudita y desenlace inusitado que asombrarán, sobre la marcha y a su término, a los dos bandos en pugna.

      En Cinco de mayo: la batalla (Gala Films - Gobierno del Estado de Puebla - Consejo Nacional para la Cultura y las Artes - Consejo Estatal para la Cultura y las Artes - Academia Nacional de Historia y Geografía, 125 minutos, 2013), trepidante y destemplado cuarto largometraje del ambicioso autor total chilango vuelto superajonjolí de todos los inframoles genéricos de 38 años Rafa Lara (La milagrosa, 2006; Labios rojos, 2008-2011; El quinto mandamiento, 2008-2011), inspirado en un argumento de Marisol Álvarez Tostado, la superproducción tan colosal como el original y más grande que la naturaleza cuando dos mil hombres lograron detener el avance de los seis mil hombres del ejército más poderoso del mundo más refuerzos locales, se hace eco de un inesperado desplazamiento patrio en boga, la sustitución como fecha estelar y efeméride cumbre del 16 de septiembre y su Grito de Dolores, por el 5 de mayo y su Batalla de Puebla victoriosa al final del día porque a veces se gana el combate pero se pierde la guerra. Un significativo reemplazo muy reciente en las sensibilidades, las preferencias y los gustos del festejante mexicano patriotero, principalmente en los del hoy trasterrado hacia el norte del ámbito nacional. Se privilegia la Resistencia sobre la Independencia, se privilegia la resistencia armada sobre un largo levantamiento sinuoso, se privilegia la exitosa momentánea acción bélica y sus hazañas evocables siempre lejanas en tiempo y espacio, sobre el principio de una emancipación larga y sinuosamente aplazada, duramente conquistada y astutamente concedida pero sustancialmente traicionada, y hoy grotescamente ridiculizada por una dependencia cada vez mayor con respecto a la potencia hegemónica en cuyo vientre sobrevive espiritual y culturalmente extraviada la mayoría de los mexicanos ignorantes que habitan en el exterior, presa de una melodramática nostalgia, por varias generaciones ya tan dolorosa y dolosa cuan irremisiblemente Nómadas (Ricardo Benet, 2010), sin posibilidad alguna de rearraigo y ni siquiera Noticias lejanas (Benet, 2005) de sus orígenes genuinos. Se da preferencia al día subsidiario de la patria, al segundo innombrado himno nacional sin letra ni música ni rostro, irrepresentable y añorado más que vivido o evocable, en un momento de necesaria afirmación patria, cuando ya empiezan a haber más connacionales en muchas zonas urbanas estadunidenses que en el tropel de las empobrecidas y cruelmente violentas ciudades autóctonas aquende nuestras fronteras, cuando la diáspora obligada por el instinto de sobrevivencia domina, cuando se hace anímicamente necesario invocar como Día de la Patria cualquier jornada de lucha parcialmente victoriosa, cual emblema nacional libre y espontáneamente elegido, aliento afirmativo, esencial inspiración, orgullo innato, epítome de respiración artificial, inaplazable búsqueda de raíces firmes cuando ya se pudrió el árbol. Más de cara al extranjero y a la reimportación-recepción de remesas puntuales y a la retribución moral patriótica, que a la onda expansiva de cualquier viejo inocente nacionalismo mexicano tipo Mexicanos al grito de guerra de Álvaro Gálvez y Fuentes (1943), con su corneta sacrificial Pedrito Infante, tan poético como cualquier homólogo protagónico del Canto de amor y muerte del corneta Christoph Rilke, pues cimeramentemente acribillado al interpretar sin interrupción nuestro Himno Nacional (encargado por Santa Anna y aún hoy con anacrónica vigencia), a nombre de todos en medio del campo de batalla heroico, junto al inmortal fuerte de Loreto, también el 5 de mayo de 1862, si bien dentro de una película épica concebida como afirmación patriótica en plena entrada de México a la feroz contienda de la Segunda Guerra Mundial, no tan distante. Viva Tin-tán, muera Cantinflas. Viva Puebla, muera Dolores Hidalgo. Viva el 5 de mayo, muera el 16 de septiembre. Porque hay que aferrarse a cualquier clavo ardiente, efímero o no. Se gane o se pierda, se gane el primer asalto y se pierdan todos los siguientes, lo importante no es participar sino haber ganado algún día. Se triunfe virtualmente, o se sufra otra derrota real y duradera, lo mismo da, pues triunfo y derrota van aparejados y apendejados y trascendidos por igual, rumbo a una limitada y contradictoria fusión de triunfo y derrota, pero donde brille tan contradictoria como limitada una relampagueante llamarada de petate avasalladora llamada lucidez derrotriunfalista, como sigue.

      La lucidez derrotriunfalista todo lo polariza al extremo. Por un lado, el documentadísimo mundo informativo-histórico de los generales, tanto los franceses como los mexicanos y tanto los leales como los traidores, y por el otro lado, un hollywoodizado universo ficcional tejido en torno al genérico romance edulcorado de dos típicos nacionales domésticos, el soldado titubeante y su enamorada instantánea, noblemente humildes (“Yo sí quero estar con usted”). Así se construye el relato, trenzado, trazado, tusado, predeterminado. Grilla, romance; grilla obvia, romance forzado; grilla, romance y muerte. Mas sin embargo, tanto el mundo en apariencia real y el mundo en apariencia imaginario desean ser representativos y aspiran a ser apoyados y a apoyar a una misma