Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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son modelos ni son actores (“Ay qué bonito es el trabajo de ustedes, lleno de glamur”), en casting permanente e histérica grabación entre invariables gritoneos rabiosos por parte del director (“Échale más frescura, ¿no?, ¡alguien que me dé una ayuda!”), sino intérpretes meramente corporales y habitualmente guiñolescos, públicamente reconocibles por omnipresentes en la madrugada (“Güey, ¡soy tu fan!”), por aparecer en los TVanuncios publicitarios de fármacos chatarra supuestamente mágicos (como la cremita contra las hemorroides por la que el diputado César identifica al héroe), o de complicados aparatos para gimnasia casera (como los que opera desde adentro con enormes dificultades que debían ser alígeras el mismo protagonista que luego deberá ser sustituido por un fortachón porque todo puede arreglarse mediante photoshop para ilustrar un antes y un después), o de productos tan inútiles como los esprays con gases paralizaladrones cuyo TVestreno convoca aullante a toda la palomilla barriotera del Charal ante el televisor en la mejor secuencia satírica del film: la alegría de la comunidad por tener entre sus miembros a una figura pública, aunque no hable y así sea la más lamentable, monigotesca y vapuleada de manera pinchísima; los infomerciales como una forma de la fe consumista al interior de una sociedad en espacial desprovista de otras virtudes teologales.

      La lucidez límbica acomplejada establece el esbozo de un significativo paralelo entre ese limbo sociolaboral con otro de los centenares que existen dentro de la compleja vida urbana actual: el limbo de los cultos sociólogos universitarios que acabaron como Carolina y su amiga Judith (“¿De veras, te lo cogiste?”), en cuidadores de imagen pública y supervisores de carteles, al servicio de cualquier politicastro sátrapa o pedófilo maniático violador de chavas menores de edad o alguna inmostrable edecán intoxicada; ambos limbos equivalentes e intercambiables en autohumillación corporal tanto como en consciente falta de ética.

      La lucidez límbica acomplejada corona su anécdota-parábola plana como una victoria contra la baja autoestima, entre zarpazos de gozosa autoirrisión degradante (“Podría ser una pelota dentro de un clásico de William Shakespeare”), enfrentamientos omitidos de los nuevos Laurel y Hardy o Viruta y Capulina o El Chómpiras y el Señor Botija que te mereces, desgarramientos de vestiduras en una no-obra dramática obvísima (“¿Obra?, la del drenaje profundo”), elogios velados y cebollazos compasivos y compensatorios, a ese “hombre maravilloso, auténtico, que se merece todo en el mundo” (según la verbalización directa de su galana) y que, cual caballeresca dama a contrario de El lado oscuro del corazón de Eliseo Subiela (1992), terminará tomado de la mano amorosa por la profundidad de campo de la calle y clamando jubiloso: “Soy un peso completo que puede volar, volar”, al fin dueño de los secretos de la terapia cognitiva-creativa y de la cotidianidad con genuino placer, en tanto que, como pilón, al nacazo Charal bendito por la fama infomercial también se le hace con la reacia antes despectiva Judith (“¿Júrame que nadie se va a enterar?”).

      Y la lucidez límbica acomplejada era por tenue humor sagaz una derrota de la debilidad y la fealdad ante la fuerza del amor, pero eso ¿qué podría hoy demostrar?

      2. La lucidez summa

      ¿Qué somos nosotros, nosotros que

      posiblemente sólo seamos aquello

      que en la actualidad sucede?

      Michel Foucault en entrevista

      La lucidez procerdeclinante

      Tras la ominosa ejecución de Hidalgo en 1812, las huestes insurgentes se rehacen con miembros mal armados e inexpertos, bajo las órdenes del abogado Ignacio López Rayón (José María Yazpik) en el centro del país y el modesto cura pueblerino José María Morelos y Pavón (Dagoberto Gama), quien, gracias a la celebridad adquirida por haber logrado romper el sitio de Cuautla, ahora encabeza las operaciones bélicas en el sur y consuma la brillante toma de Oaxaca, pero, en vez de lanzarse sobre Ciudad de México, pierde cinco meses cruciales en un difícil ataque ocioso a Acapulco poniendo en estado de sitio el fuerte de San Diego que lo custodia, desgasta inútilmente a su ejército y permite que las tropas del desalmado y rapaz brigadier realista pronto nombrado virrey novohispano Félix María Calleja (Pablo Viña esplendiendo de sobriedad) se reorganicen y se fortalezcan volviendo a ganar territorios ocupados.

      Sin embargo, entusiasmado por la inesperada promulgación crucial del primer documento verdaderamente independentista de los insurgentes llamado Los sentimientos de la nación, Morelos se malgasta en duras confrontaciones con sus aliados, como Rayón, reacio a los afanes independentistas y declarándose fiel partidario de la restitución del rey peninsular Fernando VII, pero también se enfrasca en pugnas con sus allegados, en especial con el general ofrecido como correo personal Matías Carranco (el villanazo Gustavo Sánchez Parra ahora de patilludo siniestro) que se pasa al bando contrario tras habérsele dado por muerto y regresar vivo meses después para comprobar rabiosamente que su bella presunta viuda Francisca Ortiz (la exMiss Bala Stephanie Sigman tan bonita cuan desdibujada) ha parido una hija del prócer ahora elevado a generalísimo y encargado del Poder Ejecutivo.

      Derrotado en el asalto nocturno a Valladolid, debilitado por las derrotas y ejecuciones de su lugarteniente Mariano Matamoros (Raúl Méndez) y de su más valeroso táctico Hermenegildo Galeana (Juan Ignacio Aranda rústico a morir), desertado por todas partes, confrontado con un Congreso al que ha convocado y protegido para expedir la Constitución de Chilpancingo en 1814 y abandonado a sus fuerzas menguantes, Morelos será traicionado, aprehendido, encarcelado y, por mandato del virrey Calleja, sentenciado a muerte y pasado por las armas muy poco después, el 22 de diciembre de 1815.

      Morelos (Astillero Films - Estudios Churubusco - Alphaville Cinema, 100 minutos, 2012), desazonante aunque desairado cierre de los festejos del Bicentenario rendidos por el cine oficial y desigual cuarto largometraje del preponderantemente hombre de teatro Antonio Serrano (Sexo, pudor y lágrimas, 1999; La hija del caníbal, 2002), con guión suyo y de su ingenioso colaborador imprescindible en inventivas cintas heréticas de tema histórico Leo Eduardo Mendoza, intenta integrar, tras el valioso Hidalgo, la historia jamás contada (2010), una especie de extraño díptico revalorador y desmitificador a medias de la Independencia de México, ya que no es, ni remotamente desea ser, encomiástica en lo esencial, ni mucho menos fundamentalista con respecto a la patria y a sus héroes, cual si se anticipara a la tesis hoy en boga de que el heroísmo es un acto gratuito, pues históricamente lo propio del hombre son el miedo y la resignación, según lo habría de proclamar y demostrar abiertamente el catalán Jaume Cabré en su arrasadora novela Confiteor, por lo que, con todo lo que puede o le resulta asequible, el film se vuelca hacia el último retrato posible del prócer declinante por un cine declinante a semejanza suya, pero intentando la definición de una lucidez procerdeclinante, para mejor abrevar de ella, como sigue.

      La lucidez procerdeclinante rompe en todos aspectos con la idea del patriota impoluto. Muy lejos de las clásicas reconstrucciones patrióticas bañadas de refulgente luz paternalista de Miguel Contreras Torres: El Padre Morelos (1942) y El Rayo del Sur (1943), siempre en forma humanizadora hasta la desesperación y el desahucio, gira a un tiempo como péndulo y como espiral vuelta del revés alrededor de un Morelos desagraciado, tosco, duro, solitario en medio del tumulto, involutivo, tan arrebatadamente desafiante hasta lo autosacrificial en el grillero del Congreso constituyente cuan humildemente arrinconado / autoarrinconado dentro de él, prácticamente aislado o automarginado por sus anhelos independentistas más bien incompatibles, declarativo y admirador de la buena escritura por él inalcanzable, caprichoso en su designación de lugartenientes como el devoto cura rural sin demasiados méritos Mariano Matamoros o de a tiro el informante realista sólo admirado por su prosa Juan Nepomuceno Rosáins (Jorge Zárate sensacional en plan de sinuoso infiltrado) para detrimento de sus mejores guerreros fieles como el ya mencionado batallador magnífico aunque anticarismático y celosamente envidioso Galeana, sintiéndose obligado a pagar viejas deudas morales-militares a su admirado capitán general Miguel Hidalgo (por medio de esa costosa toma de Acapulco) y tentado por el retorno a la corriente vida sencilla y, sobre todo, traumatizado tanto por sus orígenes en la pobreza rural y por su antigua condición de cura sin vocación relegado por la autoridad eclesiástica a una precaria parroquia en el total abandono, como por la imposibilidad