Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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de pena ajena, en los fallidísimos gags verbales que ocasiona con su desconocimiento del castellano un inepto asistente japonés Takeshi (Takahiro Murokawa) para quien todo es “pendejo, mano” y todo se resuelve con diligentes whiskies on the rocks, en el comprensible miedo pánico mochilero chilango a caminar de noche por el bosque con sólo una linterna para espantar a los aullantes coyotes, en el cuchitril jodido con catre que en la nocturnidad semeja la prometida cabaña bonita y bien amueblada con todos sus servicios al punto, en la sustitución de los primeros títulos del célebre novelista baratón (Te regalo mi corazón, La mujer es una diosa) por uno inmisericorde menos complaciente (La mujer es una odiosa), o en momentos ineludiblemente elegantes como ese antepenúltimo plano virtuosístico donde la linda sudamericana, tras haberse pasado la noche orgiástica (¡la Noche de la Expiación!) esperando en vano la visita del novio vuelto satisfactoriamente casto, va descubriendo con mohines de complicidad sarcástica que los esposos separados y los engañadores novios pueblerinos se reconciliaron en sus respectivas camas o lechos improvisados y que el Jesús intempestivo la pasó sensacional crucificado por la vetusta psicoanalista indómita.

      Y la lucidez light sexoadicta en su inesperado giro final se ríe de toda verosimilitud y previsión al desembocar en varios remates hiperbólicos, que incluyen la ruptura de los interesados novios convencionales para que la gaucha homicida satisfaga en una larga relación conyugal el suicida masoquismo del héroe y acabe liquidándolo criminosamente para terminar purgando su pena en la prisión futura, cual excelente conclusión al cabo de tanta liviana y facilona e inefable orgía de castidad que nadie podía creerse.

      La lucidez límbica

      Al limbo iban a dar las almas de los santos y los patriarcas antiguos mientras esperaban la redención del género humano, pero también las de los niños que morían sin bautismo, unas y otras exactamente iguales a las de los santos varones y damas de mente infantil que de pronto acostumbran poblar cierto mundo de nuestra comedia romántica light o agriada, a la búsqueda de una inequiparable lucidez límbica en más de media docena de modalidades distintas.

      Lado A: La lucidez límbica encamada

      Cinco piezas fáciles se desarrollan de manera relativamente autónoma.

      En la primera, que sirve para conectar, intervenir y comentar todas las demás, un solitario narrador bizco entre displicente erudito y cínicamente cómico denominado El Especialista (Jesús Ochoa hipotético) muestra, videograba con cien implementos de cámara, señala (“Han pasado muchas camas, hasta una de piedra”), explica, encomia (“Las camas de paso hacen vibrar los deseos más ocultos, es un desafío”) y utiliza para recitar filosofemas (“Soy el testigo más cercano de lo que la gente es o pretende ser”, dirá presumiendo cierta página sobre el filósofo-historiador de las ciencias Michel Serres sin vela en ese entierro), una demencial cantidad de camas monumentales, de épocas diversas y formas caprichosas hasta el ridículo sublime (formidable dirección de arte póstuma Martha Papadimitrou), al interior de cierto museo-set decorado hasta el abigarramiento y con inscripciones hasta en su último resquicio (decoración ad hoc de la estudiante cuequera Violeta Carbajal Papadimitrou), referido como el Gran Bazar de la Cama, inspirando y alentando historia, hasta que finalmente él mismo termina implicándose como emparentado con algunos personajes de las otras piezas / episodios, viendo visiones en la forma de una sexosa Fantasma (Sophie) que ronda por el ropero de su alcoba, renunciando a todas las camas por una sola (“Una cama sin artilugios, para mí solo, que he decidido no compartirla con nadie”), adoptando una postrera posición fetal sin sábanas encima y siendo reportado por su menos agraciada hija Sofía (Leslie Montero) que le rendirá culto póstumo (“Ya lo dijo mi mamá, era un policamero irredento”) y va a relevarlo en el regenteo del bazar.

      En la segunda pieza, el harto licenciadillo exroquerín en ruptura total con el mundo Ricardo (Daniel Martínez) se enclaustra dentro de un gigantesco depto blanco sin otro mueble que una cama ni otro objeto que una guitarrita eléctrica para disfrutar de su liberación en soledad, pero de repente, por culpa de la indiscreción de un asistente traidor, le empieza a caer media humanidad para echarle a perder su soliloquio, los cuates parranderos Walterio (Christian Cataldi) y Tomás (Carlos Cejas) que se derrumban de borrachos debajo de la cama, la facilona secre nalgaparada Blanquita (Liz Gallardo) que acaba escondiéndose debajo de las sábanas y la tentadora Ingrid (Esperanza Díaz) que le ofertan perversamente para que caiga en la trampa tendida por la ardida esposa buenona en trance de divorcio Ofelia (Gabriela Canudas), quien también irrumpe, en compañía de un abogánster (Luis Alfonso Eguia), un policía (Fermín Martínez) y un fotógrafo (Raúl Trujillo), dispuestos a rendir testimonio legal de esa infidelidad preparada aunque flagrante para dejarlo solo, triste y despojado (“Pero las cuentas bancarias me las quedo yo”) pulsando una guitarrita imaginaria.

      En la tercera pieza, la acomodada adolescente de sonrisa más allá de las comisuras aún virgen impaciente Gaby (Alina Montero) titubea al considerar si su amigo Sebastián (Valentín Trujillo) será el correcto para tener su primera relación sexual, pero recibe por venturoso azar el empujoncito decisivo cuando su hermana menor de faldita escocesa Sofía y sus aventadas condiscípulas más Perras (Guillermo Ríos, 2010) de la secundaria Regina (Andrea Hays) e Isabel (Tatiana del Real) los conminan, expresamente a Gaby y a Sebastián, a que actúen en la grabación de un documental didáctico para el buen uso del condón Sico (marca coproductora de la cinta), sin embargo, al irse las chavas a deliberar sobre un cuestionario olvidado, dejan funcionando la videocámara, que filma y voyeuriza sólo para ellas la sosa gozosa iniciación erótica de su amiga, cuyo registro será rescatado por la hermanita para entregárselo como recuerdo a su hermanita experimentada.

      En la cuarta pieza, la premenopáusica esposa aún guapa pero briaga vomitona Emilia (Rebe-cca Jones) se encuentra tan obsedida con el envejecimiento sexual que se lo contagia a su marido sin problemas Jerónimo (Carlos Torres Torrija) y lo arrastra con ella (“Yo todavía te deseo”) hasta la impotencia, por más que ella lo faje y se la chupe bajo las sábanas, y a una terapia costosísima, aunque pronto el hombre se yergue ante el castigo y, cual si obedeciera las máximas que la sabia sirvienta obesa Paz (Flora Hernández) emite en su ausencia (“Las ganas son las ganas”), parece tomar revancha, jugueteando con su mujer a las furiosas nalgadas que pronto se transforman en un juguetón e infalible escarceo reanimador, sin importarles mayormente los sonidos percutivos de una guitarra taradita y los timbrazos de un telefonema insistente.

      Por último, en la quinta pieza, la anciana bolsona todavía impúdicamente ganosa Milagros (Lilia Aragón) consigue hacer realidad, como su nombre lo indica, el milagro de que un joven (Sergio Mayer) acepte hacerle el favor, pero en una suntuosa habitación que les lanza mala vibra y donde las pinturas parecen vigilarlos, al grado de que el hombre se pone nervioso, sufre de impotencia y sale a media noche en inmostrable estampida, si bien su rol sexual será usurpado y llevado a buen término, con creces, por un viejo botones (Alejandro Usigli) que, pese a su uniforme de changuito de cilindrero, sabrá seducir a la voluminosa dama grande, haciéndola desayunar semicubierta por las sábanas y dándole a saborear una inmensa fresa fálica de inmediato efecto sensual (“Las prefiero maduras, rozarlas con la lengua para que se deshagan en el paladar”).

      La cama (En Rodaje Films - Hilo Negro - Fidecine / Imcine - Eficine 226, 99 minutos, 2012), ambiciosa comedia psicológica viviseccional cotidiana 19 del semiolvidado veterano excuequero chilango de 59 años Rafael Montero (El costo de la vida, 1988; Cilantro y perjil, 1996; Corazones rotos, 2001), con guión suyo y de Lucía Carreras (también coguionista del Año bisiesto de Michael Rowe, 2010, y autora total de Nos vemos, papá, 2012), se compone de cinco piezas o sketches en torno a diversas camas a modo de limbos perfectos, o sexyepisodios, como se diría en nuestra antigüedad fílmica, que sólo buscan convocar e impresionar con los mecanismos de comportamiento light de personajes acomplejados cuya gracia secreta, despojada de amargura aunque muy puntuada y acentuada en lo físico, remitiría retrospectivamente a la comedia italiana neorrealista degenerada de los años sesenta-setentas, siempre en busca trastocante de una lucidez límbica encamada, como sigue.

      La lucidez límbica encamada practica, muy propositiva y seudoartísticamente, una estética del no-estilo para que todos sus piezas /