Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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los sucesivos alguna relación de continuidad absoluta, exactamente como en un videoclip montado a saltos de una imagen a otra y a otra al infinito cual si fuesen fotofijas ordenadas / desordenadas deliberadamente, al aventón o al vapor, pero aun así cada episodio tiene, quiéralo o no, características propias, sobre todo el primero, disperso, concatenador, desarrollado mediante invasiones arbitrarias, atiborrado de tomas a 180 grados desde afuera o desde la videocámara en ráfagas mareantes y autofilmadoras, en contraste con las hiperfragmentaciones precipitadas de encuadres desequilibrados, el abuso de la pantalla dividida en dos o en tres sin mayor motivo y los vertiginosos movimientos de una cámara desquiciada o ultrarrápida, a veces hasta enfocando carotas en posición horizontal o en pantalla parcialmente llena.

      La lucidez límbica encamada se viaja del sainete anacrónico (Carlos Arniches, Hermanos Álvarez Quintero) poblado por desarticuladas caricaturas vivientes que se delinean con brocha gorda (ya desde el título mismo del film: Fachon Models es una naquización sin atractivo de Fashion Models), a la farsa en sketches de los años setenta (Sergio Véjar, Rafael Baledón) y a un inconfesable reciclaje de las comedias de albures con nalguita modelo ochenta-noventas (Güero Castro, Gilberto Martínez Solares), pese a la denodada fotografía también póstuma de Santiago Navarrete, para acabar generando, a timbrazos y desvestido de mujeres grotescas sólo porque quieren ejercer libremente su sexualidad precoz / procaz / tardía (“Ahora sí, a lo que venimos”), un pesadísimo descompuesto adefesio hiperligero que se creía pulsional.

      La lucidez límbica encamada termina creyendo que el abrumador abrumado narrador alter ego de todos pero ante todo del cineasta neochurrero acabó sus felices pretenciosos días como futuro presidente de la Sociedad de Estudios sobre la Cama en la siberiana Vladivostok y esposo de una linda rusa (Masha Kostiurina sólo en fotofija compartida), porque “como dijo mi papá: camas vemos, mañas no sabemos”.

      Y la lucidez límbica encamada era por desventaja contrastante una peligrosa simplificación seudoformalista y sin distancia del acaso legítimo deseo de llevar cada vez más lejos el retrato de las anormalidades, con base en detalles, situaciones chuscas per se y variantes arriesgadas sobre el sexo, supuestamente monstruoso en todas sus manifestaciones, que caen por el propio peso de su olor a naftalina.

      Lado B: La lucidez límbica acomplejada

      Ya con una panza prominente que le concede un aspecto patético y desglamurizado, el treintón clasemediero otrora aspirante a actor shakespeariano que aún vive al lado de mamita Ulises Castillo (Eugenio Bartilotti) es un caso perdido de comedor compulsivo, a quien hacer ejercicio o ir al cine sólo son pretexto para saciar su hambre instantánea ingiriendo comida chatarra, pero también es un figurante ideal en infomerciales para encarnar los papeles de gordo simpático que va a perder peso de manera prodigiosa, por lo que triunfa en todos los castings en que participa, a diferencia de su inseparable amigo también habitual de esos castings, el ocurrente barbudo enteco barriobajero aún arrimado con su familia Byron El Charal (Héctor Jiménez tan gracioso como en Besos de azúcar al dirigirse solo), que lo admira, le pide tips infructuosos y lo acompaña en sus correrías y lamentaciones, sea a restaurantes de cadena estadunidense con servicio al auto donde su cuate se desata pidiendo tragaderas aterradoras (“Dame dos combos de arrachera con papas grandes, una malteada de vainilla y dos pays de queso, ¿tú vas a querer algo?”) con un delicioso toque contradictorio (“Que los refrescos sean light”), o a fiestones de las compañías de publicidad cuyos inútiles pases sólo él puede hacer válidos por conocer al Mandril (Ángel Calderón) de la entrada, como aquella amenizada por las bandas Ruido Rosa y Agrupación Cariño compuestas por chavas para chavas, en cuyo transcurso, mientras El Charal intenta ligarse a una guapa empleadita dándole baje con las llaves de su carcacha a Ulises, éste se fascina con su excompañera de infancia hoy atareada y frustradísima asistente de imagen de un político Carolina (Adriana Louvier), que lo reconoce como el gallardo Peter Pan (niño Rogelio Frausto) de una inolvidable representación escénica escolar donde ella interpretaba el papel de Wendy (niña Scarlett Bavo), tan llena de alborozo nostálgico que le da su teléfono y le manifiesta su instantáneo interés por volver a verlo, cosa que el hombre se atreve a hacerlo efectivo al día siguiente, en un sofisticado café donde El Charal se apersona intentando caerle bien sin éxito con manidos chascarrillos (“Un viejo amigo” / “Viejos los cerros y aún reverdecen”) a Judith (Alejandra Adam), una despampanante rubia compañera de trabajo de Carolina, quien apenas pela al entusiasta Ulises que ridículamente se ha enamorado de ella, admitiendo que desde la infancia la amaba, pese a que su antigua actuación como Peter Pan ya hubiese premonitoriamente acabado en una catástrofe sólo por su culpa.

      Sin embargo, aunque la chica lo haya invitado a cenar en cierta ocasión a su elegante depto y él haya quedado inmejorablemente bien preparando manjares de emergencia y aceptando de buena gana ser relevado por una emergencia del jefe en demagogo ascenso César Reynoso (Raúl Méndez), el tenaz varón aspirante a galán no se desanima, insiste e insiste sin dignidad ni pudor alguno ante los evidentes desinterés y rechazo femeninos, toma inspiración de su shakespeariano ídolo infantil hoy en decadencia Don Claudio Mancera (Edgar Vivar el televisivo Señor Botija en persona) que pronto perecerá en plena grabación de un anuncio publicitario y, mientras El Charal consigue radiante su primer rol en otro comercial (“¡No lo puedo creer! Estoy en un foro, el templo del infomercial”), conseguirá acostarse con la asediada Carolina, aprovechándose casi involuntariamente de un borrachazo, pero de inmediato se decepciona de ella, al verla demasiado absorta en la atención de su examante el político de incontenibles lances pedófilos con chavitas, a quien cree todavía interesado en esa desechable empleada.

      Entonces el infeliz Ulises rompe (por violenta elipsis inmotivada) con todo mundo, renuncia a la compañía publicitaria a donde había logrado introducir a su repelido amigo, ingresa a un círculo de Comelones Compulsivos Anónimos generoso trance de autoayuda colectiva que antes había desdeñado, se somete a pavorosas jornadas de gimnasia y ejercicio corporal trotando en Chapultepec sin ceder ante los puestos de hotdogs incitantes como parte culminante, escribe el catártico monólogo teatral ad hoc Sudando la gota gorda que él mismo lleva a escena como protagonista único además de autodirigirse y al estreno invita a todos sus examigos, colegas y seres queridos sobrevivientes, incluyendo a la malinterpretada por cuitada Carolina, a quien por fin se atreve a confesarle su amor (“Sí sentía algo por ti”), ella incluso renunciará a un viaje-huida desilusionada a España, para reunirse con él al término de su estreno triunfal en un microteatro a reventar.

      Fachon Models (Balero Films - Bh5 Group - Fidecine / Imcine, 95 minutos, 2014), vigésimo largometraje del excuequero sexagenario Rafael Montero (dos años después de La cama), con argumento original de Valentín Trujillo Sentíes adaptado por él mismo en colaboración con Ángel Pulido y el también realizador Gustavo Moheno (remake de Hasta el viento tiene miedo, 2007), narra un capítulo más de la gordofobia / gordofilia rampante, uno en particular grotesco, esquemático y optimista, la vida, pasión, soledad quasi mortuoria y resurrección al tercer impulso elíptico de un dulce gordito, encantador por devastable a simple vista y en última instancia facilona, el retrato de un gordillo aspirante a actor cual pobre diablo perfecto, una semblanza entre sonrosada, acerba e irónica, complaciente y amarga, frívola e inofensiva de un gordito buenaonda aunque acomplejadazo, el caballero de la triste figura obesa y bajísima autoestima pero soñador y añorante de una relación amorosa, ostentando mente medio pueril, puesto que traumatizada tanto cuanto bien motivada desde la niñez, acaso alter ego físico y / o espiritual de los potenciales espectadores hilarantes que nunca llegaron, con sólo dos claves íntimas de su contexto de circunstancias falseadas y su pasado sobredeterminante en diferente clave (“Estudiamos juntos en el Monte Olimpo”, por no osar decir Montessori), sus idealizados cinco minutos de hipotética gloria remota como Peter Pan rellenito que a la primera se derrumbó con aparatoso marco escenográfico y el culto fervoroso al envejecido intérprete de Las alegres comadres de Windsor que se desplomaría al primer infomercial, pero todos confiando siempre en retener y sublimar una lucidez límbica acomplejada, como sigue.

      La lucidez límbica acomplejada incursiona como un descubrimiento en el limbo de los no-actores de infomerciales, estancados en algún interregno que puede ser perpetuo entre el modelaje y la actuación (“Toda mi vida he querido ser