Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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desbocarse la batalla edificante, pero a lo bestia bestial, bestialmente filmada y montada. A los tremebundos intermezzi corales de la secuencia del incendio al campamento del principio, con heridos a más fuego que sangre y acciones violentas con cámara trastornada hasta por la música liricofuriosa de Nacho Retally para acallar los gritoneos ardidos de hombres-antorcha, van a responder con creces el duelo de plomazos ardientes y el regocijo de matadero ardoroso y la carnicería fragorosa, regueros de cadáveres, exterminios gozosos a ocultadores golpes de zoom y desenfoques escamoteantes, estallidos en imágenes agitadas de antemano, pesadillas acechantes hechas desenfrenada realidad, desfile de armas primigenias y cañones y mosquetones y afilados machetes sin brillo protestatario ni lenguaje simbólico, vistas enmarcadas en anteojos de larga vista, todos al unísono los mortuorios desbordamientos orgásmicos de los que retuvo por mera masoquista e inexpresiva Kundalini mental el Ciudadano Buelna de Felipe Cazals a simultáneo (2012) y poco más de cinco décadas después (1913) pero estableciendo una curiosa dicotomía con él, extremidades volando por los aires, cuerpos mutilados aún aullantes a lo posKurosawa e implosiones de cuerpos a granel tipo gore generoso, lluvias de metralla y del cielo por igual. Aunque tanta incontinencia tan efectistamente montada más bien resulte una interminable andanada de planos preGriffith para impresionar engalanadas chinas poblanas y omitiendo la aplicación de esa especie de regla de las tres multiplicidades (de espacio, de tiempo, de acción) que aplicaba el genial maestro racista de Kentucky a su insuperable Batalla de Atlanta (compuesta visualmente por una atinada y diáfana concatenación concertante-emocional de 1. Atlanta en llamas, 2. Refugio de los Cameron oyendo el combate, 3. Escenas del campo de batalla, y 4. Hazañas del Pequeño Coronel en el frente) y que ninguna relación pueden guardar con el mazacote caótico y trivializante por intemperante exceso violento-brutal-impactante de los regimientos de Lara. En vez de ello, un régimen dietético de cabalgatas y embestidas y cargas de caballería en cámara lenta, menos sacudidoras que las ráfagas de cámara entre hablantes en las escenas de paz, puesto que, como de costumbre, “es la afectación el lastre de la grandeza” (Gracián, dándole consejos a El héroe como dirigente ideal). Pero, por encima de todo, más allá de las rabietas de Lorencez y Zaragoza con sus acuciantes dedos en paralelo sobre demandantes mapas extendidos cual partida de ajedrez con fichas crispadas, debe desplegarse una didáctica hiperexplicativa y superexplícita de las tácticas y estrategias seguidas por un enemigo menos sepultado por las balas que por la gloria, cómo no, entraron por el flanco y les llegaron por detrás, o viceversa, ah qué maravilla y prodigio de logística, nunca lo hubiéramos pensado, “Fuego, fuego” y “Feu, feu” o “Frou, frou” aunque siempre con perfecto acento franchute, mátenlos: no tomen prisioneros, tomen sus posiciones, sostengan nuestras posiciones, concentren a sus hombres en el fuerte de Guadalupe, repliegue, repliegue, repliez-vous, repliez-vous, retirada, qué emoción, que reconstrucción aberrante, qué documentado cuento de hadas belicosas, qué nacimiento de otra nación sin necesidad de Ku-klux-klán, Cinco de Mayo: la batalla intrauterina. Empero, pese al espejismo de su elementalidad y a su contextura esquemática, este juguete de grandezas con más de cien y un atrevimientos es sin duda la mejor película épica jamás realizada en México, lo cual tampoco es decir mucho), tratándose de un país negado para el cine épico, y si no, recuérdense nuestras antiepopeyas revolucionarias del eje De Fuentes / Contreras Torres / Fernández / Bolaños / Mariscal / Meyer; o tan simplista como cualquier epopeya fílmica actual que crea respetarse (en el absurdo: 300 de Zack Snyder, 2007).

      La lucidez derrotriunfalista ha hecho una relectura napoleónica de un inolvidable episodio de la Historia mexicana. Sin saberlo ni quererlo ni temerlo. Por mera vanagloria e irresponsabilidad moral y política. Pero no sólo por la reivindicación de nuestra hipotética gesta más gloriosa por el neroniano gigantismo. Ni según el insignificante Napoleón III, como correspondería, sino de acuerdo con el presuntamente grandioso Napoleón I, el controversial y omniodiado Napoleón Bonaparte, aquel egotista, criminal, psicópata arrasante, artífice del saqueo mundial a lo majestuoso (a diferencia de la rapiña al menudeo de su tocayo III), megalómano y regenerable tirano corso autoproclamado varias veces ese emperador que aún añoran numerosos intelectuales franceses y mexicanos. Cual antología archiexigente, glosario ilustrado, o florilegio de su pensamiento elevado a frases celebres inmortales y plenariamente vigentes. En efecto, “no hay más que dos poderes en el mundo: el sable y el espíritu; a la larga el sable siempre será vencido por el espíritu” y jamás, como aquí, por la flagrante falta de espíritu. En efecto, “para la guerra hacen falta tres cosas: dinero, dinero y dinero, hay guerras más baratas pero suelen perderse”, por lo que deben lamentarse doblemente los 80 millones de pesos invertidos en este bodrio tan costosamente gigantista cuan baratonamente atrononador. En efecto, “la guerra es un juego serio en el que uno compromete su reputación, sus tropas y su patria”, y ojalá que no hasta su carrera de cineasta. Efectivamente, “en las revoluciones hay dos clases de participantes, los que las hacen y los que se aprovechan de ellas”, algo que demuestran los aprovechados y usufructuarios de la Batalla de Puebla y su memoria fílmica hasta 150 años después, volcada en la fotogenia de zuavos con mochila y bayoneta calada versus zacapoaxtlas de calzón blanco y sombrerito de paja. En efecto, “la victoria tiene cien padres; la derrota es huérfana”, pero, ¿y la derrota con un solo padre que se cree victoria huérfana? En efecto, “los hombres geniales son meteoros destinados a quemarse para iluminar su siglo”, acaso porque “los soldados ganan batallas, pero lo generales ganan las guerras”, y que lo digan si no los ardorosos desfiguros de Kuno Becker obligado a sentirse el verdadero Ignacio Zaragoza. En efecto, “la libertad política es una fábula imaginada por los gobiernos para adormecer a sus estados”, aunque sólo en caso de que no lo despierten de sus estados erizados las explosiones y cañonazos. En efecto, “aquellos que estén libres de prejuicios, que adquieran otro”, cosa que no es necesario aconsejar ante este monumento al prejuicio, al lugar común y a la tautología demostrativa. En efecto, “de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso”, que Lara se esfuerza por dar heroicamente en cada secuencia y a veces hasta en cada plano de su cinta épica por excelencia en despoblado. En efecto, “si quieres tener éxito, promételo todo y no cumplas nada”, incluso promete diversión cinematográfica y aséstales este plomazo. En efecto, “el que quiera hacer Historia, primero que aprenda de ella”, y larga vida al autogol, desoyendo el consejo aquel de “nunca interrumpas a tu enemigo cuando esté cometiendo un error”, al fin que “un pueblo sólo podrá ser libre si los gobernados fueran todos sabios y los gobernantes todos dioses”. En efecto, “sólo el hombre fuerte es bueno; el débil siempre es malo”, pero ¿el fuerte malo dura hasta que el débil bueno quiere? Efectivamente, “en los negocios de la vida no es la fe lo que salva, sino la desconfianza” y la película de Lara tiene demasiada confianza en sí misma. En efecto, “la ambición jamás se detiene, ni siquiera en la cima de la grandeza” y, por ello, “el momento más peligroso es cuando llega la victoria”, sobre todo en los campos de batalla poblanos, en ausencia de los tambores en el lodo del triapantallador Napoleón de Abel Gance (1927) musicalizado o no con ineptas Marsellesas en melaza de Carmine Coppola (1983). En efecto, “la envidia es una declaración de inferioridad”, aunque bien le hubiera valido al autor-realizador Rafa Lara alguna leve mezcolanza de Napoleón y Groucho Marx, su semejante, su hermano. Pero de cualquier manera, Cinco de Mayo: la batalla acabará demostrando, con verdadera claridad, precisión, elocuencia y eficacia, que “la realidad tiene límites, la estupidez no”, tal como también lo creía avant la lettre la twitología napoleónica, su estética del exabrupto, pues en efecto “la verdad es siempre ofensiva”. Por otra parte, si Napo reviviera, merecería filmar por añadidura Cinco de Mayo: la batalla, contando con Franco el Caudillo de buena Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941) y con Don Porfirio como asistente mexicano como consejeros binacionales, para certificar las conclusiones por el momento sólo escritas en la pantalla: a los pocos meses el general Zaragoza muere de tifoidea a los 33 años y el general Díaz logró por fin liberar la plaza en 1867, cinco años después (de hecho a este regio film deberán seguirle una segunda parte dedicada al Sitio de Puebla y una tercera sobre la Batalla del 2 de abril de 1867, cuando se recuperó la plaza tomada).

      La lucidez derrotriunfalista desemboca en una elegiaca ambigüedad pura. Ya debidamente habilitada y recibida sobre la marcha como enfermera providencial en un curso-patrulla de 12 horas (“Agárrale aquí para que no salga más sangre” / “Pero no sé”), la linda virginal