Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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le había prometido como prueba de incontenible amor puro-puritano (puro amor puro, o séase, apenas sexualizado) y conmovedor premio conmovido por salvar su vida y a la patria, al mismo tiempo, en tanto que la Bandera Nacional con su insigne águila republicana y su serpiente insignia (“No hay en el mundo blasón, / que a la verdad más se ciña: / el águila, la rapiña, / la serpiente la traición”, proclamaba la cuarteta prohibida del perseguido poeta colombiano Porfirio Barba Jacob) ondea orgullosa en el júbilo desleídamente releído del más instintivo México a Través de los Siglos, inconfundiblemente bendita por una eruptiva fumarola del volcán Popocatépetl, otro pendón alegórico, aunque sea unicolor.

      Y la lucidez derrotriunfalista era por acólita aclimatación una trasegada coincidencia con el lema Alabad hasta el Fin que preconizaba el celebratorio poeta expresionista germano-estadunidense Theodore Roethke, pero aquí se alaba hasta el fin en el sinfín del confín sin un fin determinado.

      La lucidez embotada

      Con la mirada fija al frente, el rostro en plano muy cerrado de una hermosa chava de dientes superiores separados (Esthel Vogrig de presencia enigmática per se) profiere, o más bien asesta, o espeta sin misericordia, hacia la cámara, una parrafada palpitante como ella, pero tan impronunciable e insólita cuan herética, en torno a una nueva concepción de la Historia (“El concepto moderno de Revolución, unido inextricablemente a la idea de que el curso de la Historia comienza de nuevo de manera repentina, y que una Historia completamente nueva, una Historia jamás contada o escuchada está a punto de desarrollarse. Antes de involucrarse en lo que después se convertiría en una Revolución, ninguno de los actores tenía siquiera la más mínima idea de lo que sería el argumento del nuevo drama. Sin embargo, una vez que las revoluciones comenzaron a seguir su curso, la singularidad de su historia, y más el significado de su trama, se volvieron manifiestos a los actores y espectadores por igual”). Acto seguido un actor bien entrenado (el carismático actor fetiche-alter ego perediano Gabino Rodríguez) repite con reverente cuidado, palabra por palabra, las mismas frases abstrusas, siguiéndolas con extrema dificultad, cual si estuviese mimándolas, remedándolas, remendándolas, o convirtiéndolas en perritas falderas de las ya escuchadas, las anteriores que aún se oyen, a modo de ejemplo e inalcanzable guía.

      En otra parte, tres jóvenes campesinos al parecer tan espontánea cuanto ineptamente alzados (el mismo Rodríguez, con Tenoch Huerta y Harold Torres) intentan unirse a la Revolución de 1910, pero se han extraviado en el desierto del norte de México, dan vueltas en redondo, deambulan como atrapados en un escenario teatral aunque en plena abierta e inhóspita naturaleza, cargan su único rifle y sus únicas cananas al mismo nivel fatigado que sus tres sombreros puntiagudos y su único jorongo oscuro a rayas o su veintiúnico morral de yute burdo, discuten con acritud acerca de su inclemente condición despistada (“¿Sabes o no?” / “Hay que esperar” / “’tás pendejo, Torres”), o apuran el confortante contenido acaso milagroso de un guaje único que deja descartado a un tercero ahora en discordia (“Tengo sed” / “Me vale, llegaste al último”) y a todos en el desconcierto de la travesía en planos abiertísimos (“De allá venimos”), por el rumbo de Chupadero, en Durango, y precisamente a un costado de cierto pintoresco pueblito milusos, dotado de una horca discreta en la plaza de la calle principal, paredes de tablones, imagen de virgencita entre pendones tricolores sobre una puerta franca, y perro con gato amistoso moviendo las colas antes de sumergirse en ese hollywoodesco set fílmico con su vacío y abandonado que los habitantes del lugar siguen preservando, y al que por fin arribarán atónitos pasmados los tres caminantes en franca extenuación, tras sospechas de felonía o deserción (“Yo creo que Torres ya se quiere ir, fíjate cómo está actuando, no nos quiere decir cómo es el camino, nada más nos está confundiendo”), accesos de ofuscación y desánimo, balbuceos de conflictos individuales (“Sí, me gusta tu novia para tu mujer y no eres pendejo, Torres”) complicidades de dos contra uno, enfrentamientos deliberativos con los tobillos amarrados y embates a base de tiesos movimientos zombiescos cargando o apoyándose en la Carabina de Ambrosio en calidad de cayado o azadón infructuoso (“Hay que esperarlo, trae el rifle”).

      Por su lado, dentro de un doméstico interior actual rebosante de fractalidades y campos vacíos, la guapa chava de la declamación prologal cepilla con energía sus dientes ante un espejo del baño y coloca una venda sobre el largo cuello presumiblemente lastimado del prognata protagónico Gabino cual si se tratara de improvisar un apaciguador collarín (“¿Está muy apretado?” / “Un poquito”), antes de que ella se vaya a presenciar como observadora de mirada experta unos ensayos actorales y sólo regrese a intervalos con su compañero para escucharle una abrupta verbalización de sus problemas de personalidad y de pareja, aunados a una sarta de reconocimientos de culpa (“La culpa fue mía, la imagen de un hombre tonto frente a su mujer”), disculpas del macho arrepentido (“Quise tomarte y no darte nada”) y autojustificaciones jaladísimas (“Necesito tu confianza, te amo, te deseo”), con sus figuras derrumbadas en pleno azote, confrontadas enteras de perfil, o sentadas a la mesa para engullir sabrosos antojitos típicos mexicanos sobre pedido a domicilio en señal de reconciliación (“¿Está picosa?” / “Un poquito”) que restablecen, parcial pero milagrosamente, la cálida y rutinaria intimidad hogareña.

      Mientras tanto, en la sala de la casa desfila, uno por uno, un incipiente puñado de aspirantes a intérpretes, de todo tipo físico y edad (Carlos Barragán, Manuel Jiménez Frayre, Josué Cabrera, Iván Reyes Mundo, Alfredo H. de León, Mario D. Huerta, Arturo Adriano, José Luis Huerta, Miguel Papantla, Amaury Cobos, Adam Castillo, Ricardo Soto, Israel Ríos y Hugo Núñez) que participan en un profuso y agotador casting, ya sea recitando sus parlamentos, aprendidos o improvisados, de cara al espectador, en abiertos planos frontales con escasos reencuadres cerrados en jump-cut o apenas angulados, agudos asertos inmortales alrededor de la entrega del actor a su arte (“Sólo una actuación genuina puede absorber por completo al público”), su metafísica, su moral y sus exigencias o requerimientos indispensables (“El actor tiene que poner vida en todas las circunstancias imaginadas y en todas las acciones, hasta que haya satisfecho completamente su sentido de la verdad y hasta que haya despertado el sentimiento de realidad de sus sensaciones”), y para ilustrarles y comprobarlos posan ante un destartalado sofá rosáceo, se hincan en la orilla opuesta al medallón gigante de una dama de época, se dejan caer voluntariamente al suelo cual si de pronto se desplomaran heridos de muerte, y como si así debieran enfrentar, de manera convincente / inconvincente, su miedo de los demás, o sus sueños propios y sus esperanzas, reemprendiendo y coronando simulacros orales que pueden convertir la intriga de una hollywoodesca película infantil de éxito internacional en el melodrama revolucionario o dramononón vagamente insurreccional que se está desplegando fallido en otro pliegue del relato multívoco (“Cuando yo tenía ocho años mis padres se dieron cuenta bajando del avión que olvidaron de llevarme consigo de vacaciones... y el desierto es caluroso, a veces”), tendiéndose cual napoleónica Madame Récamier a musitar un inmortal manifiesto político petrificado por el tiempo (“La Revolución es el sentido histórico, cambia todo lo que debe ser cambiado, es igualdad pero también libertad, es tratar a los demás como seres humanos: es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo, patria o muerte”) y botándose de risa en contrapunto de ser fusilado con los oídos tapados con las palmas para no ensordecer con los balazos (“Ya güey, por favor”), o bien emiten, remiten y dimiten los mismos diálogos que los supuestos revolucionarios errantes, o se anticipan a ellos, o los sustituyen como si los suplantaran o subsidiasen, haciendo que los ensayos continúen la acción exterior, con pronunciamientos cada vez más herméticos y menos intensos.

      La coproducción mexicano - danesa Matar extraños / Killing Strangers (Interior XIII-CPH:DOX - Filmelab / Arhus Festival - The Danish Film Institute - Film Workshop 63 minutos, 2013), inclasificable séptimo largometraje del reputado autor total heterodoxo de 30 años Nicolás Pereda (luego de seis personalísimas superestimulantes piezas realistas laxas que culminaron con Verano de Goliat, 2010, y Los mejores temas, 2012), es el primero de sus filmes concebido, escrito, dirigido y montado al alimón con otro realizador, en este caso azaroso con el debutante danés graduado como editor pero ya realizador premiado de 27 años Jacob Secher Schulsinger (corto documental previo: Fini, 2010), a quien nuestro connacional no conocía ni personalmente ni a través