Jorge Ayala Blanco

La lucidez del cine mexicano


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cuyo resultado podría perfectamente definirse con facilidad, de acuerdo con el crítico de cine Rafael Aviña (en Primera Fila del diario Reforma, el 21 de febrero de 2014), como “un extraño coctel” en el que caben “un relato anacrónico de tres jóvenes revolucionarios, un grupo de actores aficionados que improvisan diálogos y emociones, una pareja y un humor minimalista y crítico”, siempre “a medio camino entre Los últimos cristeros (Meyer, 2011) y La cebra (León, 2011), y en efecto, ya que esta “nueva apuesta de un cineasta atípico como Nicolás Pereda” tiene mucho, al igual que el periplo visual límite filmado por Matías Meyer, de viaje inmóvil martiritinerante que opta por el lenguaje riguroso y austero al extremo, a imagen y semejanza de la travesía por el desierto montañoso, para producir un relato desdramatizado, desmadrado y laxo que en buena medida sólo se sostiene en pie gracias a la fotografía severa de Miguel Tovar, pero también, al igual que la burla chuscorrevolucionaria concebida por Fernando Javier León Rodríguez, impone cierto sentido de lo insólito que asimismo podría declarar como advertencia o exordio “No te amuines, que es metáfora”, si bien ahora todo ello afectado por una rara e irritante, aunque un poco decepcionado embotamiento, que no sólo significa engrosamiento de los filos y puntas de un arma, su debilitamiento y el entorpecimiento de su acción, sino también su enervamiento, con cierto imprevisto coeficiente de musicalidad fílmica instantánea, casi siempre en suspenso, en secreta y paradójicamente en silencio, en parte por la escasa contribución de una atmosférica música de fondo de Bo Rande interviniendo apenas al final del film, en parte debido a la dominante interposición de una cierta lucidez embotada, como sigue.

      La lucidez embotada anuncia, enuncia y nunca renuncia a sus referencias cultistas. Las enarbola. Aun antes de que aparezca ninguna imagen, ofrece de entrada, mediante letreros, el señalamiento abrupto del tema general jamás oculto o subyacente (“Sobre la Revolución Mexicana”), las claves del ejercicio dramático más bien actoral que primordialmente efectúa el film (“Se hicieron audiciones exhaustivas con actores no profesionales en busca de tres arquetipos de jóvenes para nuestra pequeña reconstrucción histórica, pero decidimos contratar a tres actores profesionales: la película es una combinación de las audiciones y la recreación histórica”) y hasta las referencias filmo-biblio-musicográficas de los fragmentos fílmicos que habrán de insertarse en el curso del relato a modo de crestomatías invasivo-ilustrativas (Una mujer dulce de Robert Bresson, 1969, y ¡Mi pobre angelito! de Chris Columbus, 1990, pero mencionadas por sus títulos en inglés, A Gentle Woman y Home Alone, aunque el de alguna de esas cintas sea originalmente en francés, guess which?), los textos que habrán de recitarse una y otra vez a cámara con o sin ecos en reverberante voz en off (Oh Revolución de Hannah Arendt, Concepto Revolución de Fidel Castro, Manual del actor de Konstantín Stanislavski) y de selectos trozos cancioneros que habrán de escucharse en la banda sonora (Revolution del álbum blanco de The Beatles, El soldado de levita cantado por Irma Vila). Con bombo y platillo, el hermetismo y su posible misterio, sus estrategias conflictivas y sus invasiones contradictorias, se deshacen desde un primer momento. ¿Por qué? ¿Por conjurada presunción explicativa, por venturosa ayuda auxiliadora, o por neutralizada mamonería confesa? O séase en términos musicales, Drei Stücke für gemischten Chor (Tres piezas para coro mixto): Zeitansage (Tiempo señalado), Kreuzworträtsel (Crucigrama / rompecabezas resuelto) y Anfeuerung (Incitación).

      La lucidez embotada reflexiona con redundancia sobre la actuación en sí. Flexionándola para sí misma y colocándola en un rango meramente potencial, a través de propositivas audiciones sin fin ni buen término, fundiendo al actor con sus sombras y sus ecos o dejándose reemplazar por ellas, con lo cual cree innovar en el campo abierto de la representación. Como antes, hace apenas un cuarto de siglo irónico lo había hecho, con brillantez y soltura, el film argentino La película del rey del entonces debutante Carlos Sorín (1986), acerca de los cien ensayos actorales, ya provistos de excéntricos maquillajes y atuendos fabulescos, para interpretar la epopeya (inconclusa, presuntamente infilmable como le sucedió a un olvidado Juan Fresán a propósito de un film suspendido en 1972 que se hubiese llamado La Nueva Francia) de un tardío aventurero francés del siglo XIX (hacia 1861) que pretendió autoerigirse en Rey de la Patagonia, un proyecto fílmico sin duda con netos antecedentes en filmes conceptuales deliberados o no como los Apuntes para una Orestiada africana de Pier Paolo Pasolini (1976) o la sublime secreta terminal Pasión de Jean-Luc Godard (1982), pero allí, en el caso de la joyita sudamericana, con pie en un cineasta obsesivo y un productor reacio al desembolso, se trataba de una “bellísima comedia con héroes fracasados, donde el proceso creativo de un film conmociona y hace vibrar” y donde “el paisaje y la cámara se transforman en dos personajes más, tan inmensos como el propio cine”, al hacer “coexistir una doble ficción, con tono desmesurado y una galería de extravagantes personajes” (César Maranghello en su imprescindible Breve historia del cine argentino). Exactamente lo opuesto de Matar extraños, que ni abraza de plano ningún tipo de comedia, ni crea personajes, ni conmociona, ni hace vibrar con su onanístico hipermasoquista film conceptual o film-aborto, que no “se recrea en los surgimientos de la mirada”, sino “en constituir una disertación seudobarroca y forzada sobre el juego de la representación y sus alcances”, al situarse en las antípodas de un cine herzoguiano que no pretenda (en el sentido didáctico o filosófico), sino que sólo presente una realidad y deje que la belleza fotográfica de las imágenes conquiste el tiempo fílmico” (según la analista del lenguaje formal Adriana Bellamy, en www.filmemagazine.mx, febrero de 2013). O séase en términos musicales, Pezzo capriccioso pur cordi.

      La lucidez embotada tiene algo del sentido obtuso detectado por Roland Barthes. Y pomposamente bautizado y estudiado por él como el Tercer Sentido. Es decir, se define como un postizo que es ante todo postizo de sí mismo (pastiche) y fetiche irrisorio. Es un artificio que disfraza dos veces al actor: como parte de la anécdota y como parte de la dramaturgia. Provoca una cierta emoción, una emoción-valor. No tiene acepción estética, incluye lo contrario de lo bello y el exterior mismo de esa contrariedad, su límite, su inversión, su malestar, acaso su sadismo. No propone ni desarrolla tema alguno. Sólo se sitúa de manera estructural, nada copia, nada representa. Es discontinuo, indiferente a la historia y a la significación de la historia. Se halla en un estado permanente de depleción (verbos huecos, buenos para todo y por ende para nada), en erección perpetua (aunque no concluye en el espasmo del significado). Es un acento, apenas un pliegue en la pesada capa de la información y las significaciones. Su camino político se auxilia de soluciones míticas, no contribuye a lograr entender. No destruye al relato, sino lo subvierte. Y estructura de otro modo. Lo que se redescubre no se hurta. O séase en términos musicales, Sonata para Violín y Piano en tres movimientos: Andante semplice, Intermezzo y Allegro con spirito.

      La lucidez embotada ejerce una pedagogía murmurante. Con gran deliberación y muy abiertamente, no se trata llevar a sus últimas consecuencias un método fragmentario nietzscheano, sino algo más subrepticio y oblicuo: un método susurrado que a veces parece pastoso y entre dientes porque jamás ataca de manera directa y frontal, en esa curiosa película extrema que hace de la abierta visión frontal un sistema de registro casi exclusivo, prácticamente una ideología o un criterio. Y que nunca afirma nada, conformándose con ir por los lados, rodear, suponer, rebatir suavemente, urdir numerosas contradicciones para señalar y hacer evidentes otras tantas, plantear dudas tras dudas, bordear y bordar alrededor de una anécdota confusa, o prolongándose y corrigiéndose por sus orillas potenciales, con base en esos actores haciendo improvisaciones deficientes y peregrinas que nunca cesan de cercar, repetir, mostrar variaciones, diluir, tergiversar y redundar en contenidos disparados por todas partes sin excepción, aunque principalmente en la esencial, la referente a la construcción de la memoria y la creación de los mitos nacionales como parte de un proceso que involucra la imaginación ciudadana y, sin saberlo ni temerlo, el propio cine vuelto en contra de sí mismo, el cine y sus figuraciones ancestrales, acometidos como surtidores arbitrario pero muy eficaz de imágenes memorables y míticas sobre la Revolución Mexicana y sus actores. O séase en términos musicales, Tres peludios restantes para cello solo: Al taco da punta d’arco, Pizzicato y Senza arco.

      La lucidez embotada funda una verdadera metafísica de la repetición en varios planos del sentido. Puesto que “la repetición será un patrón del film (como en todo el cine de Pereda), la representación (teatral y política) como operación intelectual y dramática,