Jorge Ayala Blanco

La madurez del cine mexicano


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la patética aunque enternecida visita de Chuyín a la tumba de su colega antes inseparable de regreso a México, en la tierra originaria, sólo acompañado por la noble amante inconfesable Toribia haciendo migas con la generosa viuda y su hijito educado en el culto paterno, ya prescindiendo todos de la entrevistadora Sara, por fin reunida en otro lugar con una amorosa hijita semiabandonada, al término de esta incomparable parodia rememorante.

      La madurez paródica lo es ante todo porque sabe entrar calculadamente a saco en los territorios minados de la parodia acrítica, abarcando al mismo tiempo que desbordando una hiperconsciente e superconsecuente melancolía de la totalidad de los temas melosos y variaciones del cine popular mexicano que desapareció en los años noventa y solamente ha podido perpetuarse a través de ignominiosos videohomes tan derrumbados como las estrellas a las que aún explota hasta la saciedad, una totalidad de lugares comunes del cine sobre supuestos efímeros o ascendentes / descendentes ídolos solitarios o bandas canoras, una univocidad de los lugares comunes más atroces sublimados por la parodia, la parodia más sublime y cursi (o tan Ruda y cursi como la de Carlos Cuarón, 2008) por igual precio, desde un interior vuelto tan sondable y vacuo como desde el estentóreo exterior repetitivo hasta la inclemencia, lugares comunes que la parodia ruzuma y resume, penetra con libertad aligera en ellos y los resucita y recrea, con una ligereza de espíritu a la que sólo se la disputa una gran elegancia de ejecución, una parodia decidida a generar un producto ultraexquisito dentro de una paradójica postura infrasupracultural.

      La madurez paródica vuela bajo deliberadamente, al ras de una ficción de ficciones hecha realidad derivativa, al ras de una desgastante rutina íntima y doméstica vuelta colosal y exitosa, de acuerdo con los gustos y los consumidores más elementales, de los aficionados y los fans más básicos y desaforados, a tono con los adoradores de Rigo Tovar, Los Temerarios, Los Bukis, Los Yonic’s, Los Ángeles Negros, Los Pasteles Verdes, Los Terrícolas o last but not least Cornelio Reyna, cuyo nombre de pila adecuado y homenajeador ha servido para bautizar al olvidado protagónico blanquito y güerejo que prefirió quedarse arraigado en su mínima patria chica tras conocer la ilusoria celebridad, renunciando a la gloria cosmopolita por una hipotética delicadeza de la elegante almita mimética local.

      La madurez paródica hace un ferviente homenaje tanto a esos grupos fronterizos de los años ochenta, como a las modestísimas películas de narcos, judiciales, albures y mojados del mismo periodo, duplicando sus tramas y achacándoselas a una épica visión de personajes superheroicos a la mexicana que, como la película misma (mucho más que un placer culpable), nunca perderán ni el candor, ni la frescura, ni la delicia de su encanto, ni la compostura, aún en las peores vicisitudes y peripecias folletinescas de toda cinta de escalada y ocaso de la fama (o séase, algo así como los Jersey Boys, persiguiendo la música de Clint Eastwood, 2014, que nos merecemos), por jaladas o previsibles que éstas sean, pues aquí esa fama está siendo vista desde una perspectiva con mentalidad pueblerina y ajena, sin ánimo naturalista ni realista ni neorrealista ni siquiera con mácula de tinte sociológico, incontaminada por sofisticaciones, a toda prueba, pues de lo que se trata es poner en relieve al desglamurizado aunque delicadísimo actor indigenoide Gerardo Taracena improvisándose sin doblaje como ídolo acústico siempre más cerca de aquel estoico roquero vulnerado Sixto Rodríguez (su semejante, su hermano) del magno documental Buscando al Sugar Man de Malik Bendjelloul (2012) que del aborigen feroz innato de la infame epopeya seudoactóctona Apocalypto (Mel Gibson, 2006), al regalo transferido de la guitarra-fetiche obsequiada al abuelo delincuente por un agradecido José Alfredo Jiménez por supuestamente salvarle la vida ante el ataque de unos maleantes, a la muerte por acribillamiento policial del abuelo en stop motion modelo Penn-Tarantino en trance de asaltar una sucursal bancaria norteña, a esos ilegales trepados a unas palmeras en el background para esconderse con increíble acierto de los perfiles de unos policías de la migra que los buscan desde el frontground de la imagen fílmica, o a esos ejemplares arrepentimientos edificantes de última hora para enaltecer la historia de una singular amistad irrepetible-irrecuperable y un amor imperecedero (el de Toribia por Cornelio), ya que “Es importante amar con amor / pero más importante es / amar con paciencia y dedicación”, como decía desternillante una de las letras entonadas a dúo por Chuyín-Cornelio con acento cachanillas tijuanense (“¡Ey!”), aunque sólo fuera uno de tantos temas compuestos expresamente por el integrante de la banda Monocordio Fernando Rivera Calderón, el epónimo líder Pascual Rey de San Pascualito Rey y el vocalista de La Gusana Ciega Daniel Gutiérrez para dar lugar a inolvidables videoclips ultranarrativos incorporándose al cuerpo de la acción principal.

      La madurez paródica irrumpe en el aletargado cine mexicano genérico a modo de un magno híbrido fílmico que sintetiza el cine comercial y el cine de arte sólo para festivales, algo así como una celebración del cine que negamos, un homenaje maravillosamente controlado y genuinamente cinemático, un tributo al cine comercial desde el cine de arte al ubicarse, muy propositivamente y sin titubeo ni duda alguna, más cerca de la boxeadora estilización homorromántica Puños rosas (2004) y de la narcobélica sátira al cine (extranjero) desde el cine (poschurrero mexicano) mismo Salvando al soldado Pérez, que de los inicios del realizador en un cine de arte (El agujero, El sueño del caimán) que por lo visto hoy bordea cual si lo repeliera o despreciara y quizá hasta vomita (tan emocionante como ver caminar durante toda la película a un hombre por el desierto, supone uno de los héroes de Volando bajo), pero conservando como eje el prácticamente inédito documental-tributo de Beto Gómez a la canción popular ¡Hasta el último trago... corazón! (2005), con una conciencia formal a rajatabla y sobria calidez a todo ímpetu, inclusive en la extrema severidad de sus encuadres abiertos muy sostenidos y equilibrados sin importar el desequilibrio de las barbaridades y pachequeces que se están expresando.

      La madurez paródica sitúa su ideal en un edén meramente fílmico donde pueden expandirse sin complejos ni recato la veracidad de las locaciones auténticas (sean las inmensamente playeras en Rosarito o las vorazmente europeas), la suntuosa dirección de arte de Sandro Valdez, la música ya mencionada de Pascual Reyes y aliados homólogos a base de contagiosos pastiches cancionero-gruperos, la rumbosa fotografía paradójicamente estricta de Daniel Jacobs, la reconstrucción de rodajes de películas con rimbombantes títulos programaticos (tipo Mojado de media noche y así), la inclusión de jocundos fragmentos-cita de churrazos inenarrables que realmente se realizaron (como un Santo y Mantequilla Nápoles en la venganza de La Llorona de Miguel M. Delgado, 1974) y la procelosa edición celosa de Viviana García Besné (no por algo heredera y otrora henchida cronista de la familia de exhibidores-productores Calderón en la fascinante saga documental Perdida, 2009, que fue aquí injustamente ignorada), pero sobre todo las caprichosas coreografías alucinantes en frío que envuelven las folclóricas performances videocliperas de Chuyín y Cornelio sobre los pintorescos puentes-rompeolas o en las coloridas escenografías de cartón obvio de TVestudios chafísimos, deliciosas pelucas falsísimas a leguas, micrófonos en mano entre rorrazas aniñadas y portando atuendos restallantemente plateados o dorados, todo lo cual representa en sí, pese a su ridículo inherente aunque sin delirio de grandeza ni delirio alguno que perseguir, ritos sociales revitalizantes cual dulces embestidas incontenibles, abalanzándose con aplomo hacia la añoranza del futuro y la posible revisión en perspectiva de una identidad comunitaria al fin reflejándose y trasponiéndose a la vez, en un preclaro impulso exclusivo.

      La madurez paródica por pura bonhomía sabia y dominio formal cercena de raíz, corta de tajo y anula cualquier visión crítica hacia sus excéntricos héroes adulados; ni corrosión ni desprecio ni cinismo, únicamente una carga de nostalgia, un tanto casual, un tanto circunstancial, un tanto predeterminada, un tanto sensual, un tanto inquietante por su concreción misma, por su propio vacío, que no es otro que el vacío de lo real de época, el vacío reflejo, el vacío del imaginario que detentan y los encumbra, entregándolos de lleno al paso del tiempo que erosiona la futilidad de sus destinos divergentes.

      La madurez paródica ha demostrado que la parodia no tiene por qué ser necesariamente burda, grotesca, hilarante, punzante desquiciada, chocarrera, caricaturesca, en una película graciosa sin que nadie se haga el chistoso, pues le basta con ser estilizadamente kitsch, kitsch de una manera tanto referencial como autorreferencial, kitsch sin vueltas de tuerca clave, kitsch basándose a veces sólo en un detalle fuera de lugar que se torna más bien insólito, como las ineludibles chanclas con