Jorge Ayala Blanco

La madurez del cine mexicano


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transexual discapacitada Irina en la obra maestra docuficcional Morir de pie (Jacaranda Correa, 2011), una sublime obsesión a lo Douglas Sirk-Rainer Werner Fassbinder que oscila entre los perfiles radiantes pese a todo de Ramón recortados sobre profundidades de campo en contrapicado (un Krystian Ferrer que sin duda “sostiene la cinta con su simpatía, carisma, ojos picarescos y fácil sonrisa”: Ernesto Diezmartínez, también regocijado con esta “desbocada fantasía migrante”, “de plano inverosímil, pero todo está hecho con tan buen humor que uno lo deja pasar” en Primera Fila de Reforma, 22 de agosto de 2014) y esos momentos supremos de empatía emocional cual ultraemotivo teléfono descompuesto (“Usted es como mi hada madrina, mi ángel de la guarda”), un bendecido y beatífico amor absoluto compartido por el chavo guapachoso y la señora tristona por partes iguales, como en ese magnífico por mutuamente magnificado diálogo de sordos monologales que subsanaba la soledad de dos almas gentiles de diferentes latitudes y razas y edades y costumbres y culturas y valores pero perfectamente conectadas en lo afectivo a la hora de la prodigiosa comunicación confesional de la sobremesa y al final metaforizado por ese travelling ascendente sobre el Río Rhin (¿esquina con Reforma?).

      La madurez macabrona

      En Piel rota (Utopía 7 Films, 91 minutos, 2014), trastornante film 19 realizado con bajísimo presupuesto independiente por el ahora hombre-orquesta a la vez guionista-fotógrafo-coproductor-compositor-editor-director defeño de 44 años Leopoldo Laborde (de Utopía 7, 1995, a Hasta encontrarte, 2014, y acaso el cineasta con mayor número de largometrajes inéditos en la Historia del cine mexicano), incluido como plato fuerte en el fatídico XIII Festival Macabro ávido de estrenos genéricos mexicanos de 2014, el pésimo estudiante de 16 años atribulado por los vívidos recuerdos de sus desencuentros sexuales nunca amorosos Diego (Luis Fernando Schivy pleno de reveladores matices) es citado en una estación vacía del tren ligero por su precoz exnovia rubia también de 16 años Karina (Ari Cesari superatractiva pese a sus apeñuscados frenillos metálicos que la afean sin clemencia), dentro de lo que él entiende (“Cuando te conviene no me dejas esperando, ahora sí llegaste puntual”) como parte del acostón-separación rutinario, del exitoso asedio erótico que ella le ha tendido por largo tiempo, desde que rompieron por sentir insoportable su relación, dejándolo a merced de la pérfida tiranía absorbente de la incolmable progenitora de ella (Annie Salomón de irresistible cabellera recogida) que a perpetuidad insatisfecha lo forzaría a cumplirle complaciente en la cama por haber cedido alguna vez a su adulto poder de seducción (“Eres un pendejo, sólo sirves para coger”), e inclusive lo obligaría a convocar a cualquier exasperante compañero (Adrián Schivy) urgido en realizar tríos sexuales, y quedando así reducido entre ambas insaciables hembras, madre e hija, a nivel de rata escondida en su propia casa, sin ánimo para responder ni a un pinche mensaje de celular, conformándose con la omnicompensadora compañía exclusiva de un maniquí femenino tamaño humano; pero esta vez la llamada de Karina al chavo es angustiosa, manipuladora y chantajista al máximo (“¿Lo vas a hacer o no? Ya te lo puse en el mensaje” / “Estás pero si bien pendeja”), pues tiene como fin convencerlo de que, bajo el melodramático pretexto de un supuesto padre agobiado por cierto cáncer suicida y encerrándose en el baño como infalible chantaje sentimental, vaya en busca de la madre, de cuyo hogar ha huido, para presuntamente hablar con ella, a lo cual el crédulo Diego accederá a regañadientes, poniendo sólo ingenuas condiciones (“No se vale, Karina, te la voy a traer, pero se van a otra parte, a la calle, al parque, pero aquí no van a estar”), y recoge a la abominada tipa de cola de caballo en su mansión furibunda (“Tú y la otra, ¿dónde se habían metido, pendejos, me tienen hasta la madre?”); sin embargo, al tenerla a su alcance en su guarida perentoria, la curvilínea chava antes sólo ultraexigente emerge de la nada, explota vengativa y arremete a contundentes tabicazos traidores, a diestra y siniestra, contra la mujer que la dio a penumbrosa luz -si bien luego su odiada opresora y rival-, imparable (“¿Qué estás haciendo? ¡Puta madre!”), repudiándola ya desangrada y deleznándola muerta en el suelito lindo, para después zafarse de la situación, largándose rumbo al parque, apenas seguida por un Diego incapaz de acudir a los policías en bicicleta para delatarla (o delatarse), y acabar abandonando el lejano cadáver en manos del desesperado muchacho, ya sin otra solución que destazar con esmero el fiambre en el cuarto de baño, meter los pedazos en vinílicas bolsas translúcidas o negras para basura macabrona y diseminarlas a escondidas en un fino jardincillo por arroyuelos naturales enervado.

      La madurez macabrona sólo conoce como formas relacionales posibles a la cogida soft que siempre parece perversión así sea entre tres o entre aparentemente sólo dos (en el plano del acercamiento y contacto físicos) y al pendejeo neto y excluyente (en el plano del acercamiento y el contacto verbales), lo cual replantea una presencia inminente e impositiva de los personajes, siempre reducidos conductual, behaviourista y antipsicológicamente, porque han sido construidos sobre una inminencia casi abstracta, transparente y fugitiva a la vez, una inminencia que se solaza contemplando a ese chavo visiblemente perturbado cual héroe labordiano perfecto al refugiarse de pronto y por mero instinto adolorido en la asfixiante soledad mentalista de Cu4tro paredes (Laborde, 2010) y materialmente atrincherarse tras la exasperación de ellas, una inminencia de mosca entre las moscas que surcan por turno el rostro del chavo abrazando a su muñeca de labios purpurinos también hollados o las extremidades de su fornido cuerpo continuamente al desnudo (esas moscas que merecen figurar entre los mejores intérpretes del establo labordiano), una inminencia que prefiere comunicarse y sentir apego hacia un maniquí desmontable por encima de los seres vivos al cortejarlo y apapacharlo y recibir de su pasta un tieso afecto corporal y destruirlo en un arrebato y envolverlo furioso bajo desfiguradoras tiras pegajosas de cinta canela en la boca y por todas partes que lo deshacen y roen y degradan de inmediato hasta un nivel rojicorroído y putrefacto, una inminencia cuya consistencia misteriosa e inquietante proviene del inclasificable Sin destino (1999) del mismo realizador y se ha sostenido a lo largo de sus numerosas cintas posteriores, aún en sus recodos más entrañables (Un secreto de Esperanza, 2002-2004) o sus devaneos más cienciaficcionales o abiertamente fantásticos (Angeluz, 1997-2001), una inminencia que se descubre invariable y maltrecha a imagen y semejanza de su protagonista-pivote de la ficción.

      La madurez macabrona resume y rezuma, padece y disfruta los peores defectos y los mejores aciertos (¿o eran los mejores defectos y los peores aciertos?) del cine intuitivo del salvajemente autodidacta Laborde capaz de caer en pavorosos desbarrancaderos formales, así como de explotar provechosamente sus ideas geniales: expresivas, dramáticas, brillantes dentro de una búsqueda quasi hiriente de la opacidad y la miniatura desmesurada, contándose entre los primeros ese constante recurso de la cámara más o menos borracha pero siempre en la mano como sinónimo de inquietud permanente o inmitigable zozobra interior de los personajes socavados, ese empleo indiscriminado de disolvencias y cadenas de disolvencias y sobreimpresiones ad nauseam (ante todo al principio, en el relamido arranque inflasecuencias) que no permiten ver la película ni disfrutar de la efusión de los cuerpos así escamoteados (ímpetus calenturientos, recorrido de pieles ardorosas, enhiestas tetas duras como piedras, coitos con el calzón puesto) ni apreciar apenas la exactitud de encuadres y visiones, y al último pero no lo más insignificante, ese uso súbito de facilonas hiperfragmentaciones amorperrunas en las escenas clave de violencia (sobre todo en la ultimación matricida), y así, de manera delicuescente, amén.

      La madurez macabrona adopta una estructura de rompecabezas no sólo en el relato que tarda eternidades en hallar su presente, o un presente posible de identificar como tal, o siquiera estable, sino también con respecto a la secuencia, cada secuencia en sí, trabajada de modo dislocado, para lograr con mayor eficacia e intensidad la realización de su metamórfica escalada estilística y genérica, del melodrama erótico al crispado thriller sexual y de ahí a un horror asesino cercano al gore sin jamás solazarse en el guinda y blanco, el guinda de la sangre y el blanco de alma en pena, que deberán atascarse al final con las hipermisóginas consecuencias de la chava diabólica de inofensiva sudadera sonriente que confirma el dictum hustoniano según el cual quien chantajea y traiciona al último chantajea y traiciona mejor, que para eso esta hostil Karina ostenta en todo momento y circunstancia su neopremingeriana Cara de inocencia / Angel Face (1952), revelando un equivalente de aquella hermosa e insospechada ambigüedad maléfica de Jean Simmons, para traspasar y trastocar una inocente perversidad femenina