Jorge Ayala Blanco

La madurez del cine mexicano


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ya encuadrada y transmitiéndose, en un monitor y en un aparato receptor, como si se tratase de una imagen devorándose a sí misma, ampliada a un espacio mental televisivo que sustituye para siempre al dolor verdadero, a imagen y semejanza de un poder que lo degrada y lo elimina, un efecto transmisor que lo ahoga, lo corroe y lo pudre, como a la realidad misma, en sí y para sí, por fin sustancialmente corrompida y desplazada, pero tenazmente en ausencia del auténtico pueblo, cual selfie de la manipulación satisfecha.

      Y la madurez burlobviota demuestra que el ya involutivo Estradita (en “un pozo oscuro”, según Gil Gamés, el heterónimo articulista del literato Rafael Pérez Gay, en El Financiero Bloomberg, 22 de mayo de 2015) aún no sabe cómo terminar sus profusas películas, al ensartarles vez tras vez una interminable y farragosa serie de conclusiones cada vez más aceleradoras y forzadas: el millón de dólares de rescate devuelto, los contrapuestos proferimientos cruciales (“Este país se va a ir a la chingada” y “México puede cambiar, ya es hora de que haya un cambio: yo soy la hora”), el tripartita emblema conjunto de la coalición PRI-PAN-PRD, la toma de posesión y el Himno a la Alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven cantado al unísono por las gemelitas sobrevivientes en el estudio de un antiquísimo Club Quintito a nivel nacional apoteótico ipso facto, como en una realidad ominosa y metáfora contrahecha de su irrepetible estado de espíritu poco envidiable, cual apertura al abismo futuro pretendiendo así (de antemano infructuosamente) exorcizarlo, cual endecha victoriosa y nefasta celebración de la sensibilidad funeral que la inspiró, cuando ya todos los que intervinieron en el film de seguro se fueron a su casa a tiempo para no perderse sus TVprogramas favoritos.

      La madurez correlativa

      En La mañana no comienza aquí... (13 Lunas - Foprocine / Imcine, 87 minutos, 2014), enternecido quinto largometraje del formidable cineasta zacatecano tercamente independiente y heteróclito de 49 años Iván Ávila Dueñas (corto en torno al excepcional tema de la mortificación mística: Vocación de martirio, 1999, seguido de los largos inclasificables: Adán y Eva (todavía), 2004; La sangre iluminada, 2007; Zacateco (labor vincit omnia), 2010; La vida sin memoria parece dulce, 2013), con fotografía y guión suyos (este último escrito en colaboración con Armando López y el también editor del film Pedro Jiménez), la linda artista plástica veinteañera y DJ de perpetuos audífonos en los oídos Denisse (Denisse Calixto interpretándose y no a sí misma) se la pasa absorta sobre su laptop grabando y ecualizando efectos musicales generados de cien maneras, elaborando caprichosas piezas plásticas o artefactos a base de los materiales acostumbrados o insólitos, dibujando cabras y recortándolas para usarlas como esténcil para estampar figuras en negro, decorando con carboncillo muros propios y ajenos, transportando objetos por calles y avenidas de una colonia del DF al sesgo topográficamente a la medida de cualquier pequeña ciudad de provincia zacatecana, haciéndose acompañar a reuniones privadas y a la sala de su morada por su amigo favorito Israel, rebosando feminidad al lado de otros chavos dotados de vagos derechos corporales, comprobando inconscientemente que ninguna barrera puede existir ya entre las diversas disciplinas artísticas (visuales o acústicas) que cultiva, sumergiéndose con inspiradora faz de vencimiento en el callejón adyacente a su humildísimo depto marginal y de picada en el mundo de los antros de atmósferas rojizas donde reproduce sus composiciones, localizando sobre la acera un socavón que parecería conducir (a lo Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll) hacia otra dimensión imaginaria, hasta que un día muy de mañana se larga al campo como si deseara desviar su destino y comenzar alguna otra tarea existencial tensamente guiada por diversas señales emergentes de la realidad urbana circundante que la cercan e inquietan, mientras tanto la prieta y secota veinteañera pastora de cabras con perpetua sudadera roja de omniprotector-todoaislante capuchón Laura (Laura Esquivel también ella y no) se la pasa realizando sus eternas tareas de pastoreo sin cesar recomenzadas con ayuda de un discreto perro corriente pero muy bien entrenado, posando sobre las lomas pedregosas del semidesierto de Zacatecas, escuchando ocasionalmente transmisiones radiales gracias a unos rústicos audífonos calados en las orejas, sacando muy temprano a sus animalitos y encerrándolos en un cobertizo hacia el atardecer, auxiliando con oportunas palanganas a la madre y al eufemístico tío tutor para recibir la sangre derramada de alguna dañada pieza de ganado que se sacrifica a cuchillo sobre la plataforma de la ostentosa camioneta familiar, efectuando todo tipo de labores domésticas al servicio de un enorme cerdo y aves de corral, participando en el amarre de una res a la abierta intemperie, controlando al desbalagado hermanito llorón Lupito, y muy excepcionalmente emperifollándose ante el espejo con enormes arracadas y bajando con una amiga de celular al poblacho cercano para asistir sonriente a una bronca fiesta semirreligiosa comunal que incluye incansables danzantes vestidos de chinelos y arrojados galanes participantes en un rodeo, hasta que un día muy de mañana se topa en descampado con la forastera citadina Laura a la que contempla con extrañeza por un momento, como si confluyeran en torno de ella durante ese encuentro las diversas señales emergentes de la realidad rural circundante que también a ella acosan y sacuden de manera inquietante, y como si se estableciera entre ellas una secreta conexión correlativa dura, segura y madura.

      La madurez correlativa rechaza, rehuye y rebasa todo tipo de predestinación dramática y determinismo argumental, por lo que el realizador se dedicó a filmar a lo largo de un año a las protagonistas en sus labores diarias, eliminando cualquier tipo de trama a priori y casi por completo los diálogos (admitiendo sólo algunas líneas incidentales), y sólo después, cuando se tuvieron más de once horas de registros, pudo escribirse, o más bien establecerse, el guión, o un asomo o sucedáneo de él, a posteriori, a través de ciertos momentos de acción considerados relevantes, cual indicios sabiamente valorados, apenas manteniendo al sonido ambiental y a una dosificadísima música en off como hilos conductores, puesto que, confiesa Ávila Dueñas, los cineastas de su generación están “en la búsqueda de hacer películas más naturales, entonces esos híbridos que están surgiendo entre documental y ficción responden a estas necesidades particulares”.

      La madurez correlativa nace de los nexos sugeridos por un bombardeo de signos, se funda y se funde y funda un mapa sígnico elaborado a partir del triángulo isósceles con su punta hacia abajo pero poblado de diversos e inquietantes triángulos inscritos que acomete amenazante y travieso a una chava en el prólogo y luego emerge sin reposo ni piedad por todas partes, en las señales marcadas en una banqueta callejera, en el tejido de una cerca de alambre, en las sinuosidades de una serpeante cinta asfáltica o en la cabeza de una cabra en big close up, el triángulo vuelto motivo recurrente y sonido convergente, signos distintos e idénticos según una suerte de relaciones subjetivas aunque innegables y univocas, signos sin significado explícito aunque loca y silenciosamente sugestivos, signos que conectan los jeroglíficos posmodernistas que traza a tinta Denisse sobre las paredes del cuartucho donde habita y las configuraciones accidentales que exhibe el cobertizo de las cabras de Laura (su reflejo, su indeliberada traslación), signos que semejan remitir a desperfectos del envoltorio real o a presencias ocultas que allí se agazapan, signos de carencias o anhelos profundos más que de amor o desamor, signos que son equivalencias subyacentes o claras correspondencias baudelairianas, signos cual huellas y residuales fantasías fílmicas del inmenso cineasta indoestadunidense-flor de un día M. Night Shyamalan (Señales, 2002; La aldea, 2004), signos enmascarados que la realidad hace surgir y lanza sin contención posible en planos amplísimos o muy cerrados, signos en la tentativa de crear una nueva especie y un rango otro de código de códigos implícitos.

      La madurez correlativa se construye como una vasta aventura inspirada por las interrelaciones entre Naturaleza y Cultura, humanamente encarnadas y contradictorias en sus deficiencias: Denisse representado la cultura sin naturaleza, Laura representado la naturaleza sin cultura, pero sin conseguir evitar que cada una de ellas se convierta en el complemento ¿de una unidad perdida? y una metáfora viviente ¡e inimaginada inimaginable! de la otra, pues cada una de esas chavas parece haber vivido ya varias vidas, una por su pertenencia a un ambiente social y un contexto determinante en exceso, sea el encierro en el esnobismo alivianado en Denisse, sea el encierro en el pastoreo dentro de grandes espacios en Laura, ambos interminables y diríase intangibles en su contención prácticamente contingentes, cual si condujeran existencias enclaustradas que han renunciado a varias anteriores y que, juzgadas desde el exterior, podrían considerarse opresivas, dando como resultado la pasión contemplativa,