Jorge Ayala Blanco

La madurez del cine mexicano


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su arma de fuego (la misma pistola del viejo), oír música electrónica con audífonos, hacer boxeo de sombra y acabar alcoholizándose sin límite cierta noche, nada menos que al lado del viejo Guadalupe, quien no puede ocultar su curiosidad hacia ese joven que, pese a sus precoces años, parece repetir sus actos y, a pesar de la avanzada madurez de él mismo, quizá duplicarlo.

      La madurez repetitiva duplicada explora, explota y hace explotar las posibilidades expresivas y las funciones del movimiento de cámara lateral, desplazando el noble aparato o simplemente paneando pero siempre en planos hipnóticos en que las criaturas pasan y son después recuperadas: el movimiento de cámara lateral como introducción oblicua y deducción contextual, en ese lentísimo arranque del film que sólo viene a descubrir al viejo desayunando de espalda (corrugada por incontables pellejos colgantes), luego de que el plano secuencia hubo transcurrido dentro de una larga inmovilidad contemplativa desde una sostenida ventana abierta hacia la testa vacuna rumiando eternidades al fondo de un escorzo del sartén humeando sempiterno en el refilón negro; el movimiento de cámara lateral como enrarecimiento y ampliación contextual, en ese apartarse del jacal de la vecina con la vaca encargada para detallar lejanías de explanadas y arboledas tropicales, en el contracampo de la bellísima bahía apacible; el movimiento de cámara lateral como bálsamo melancólico y premonición del punzante drama social, en esa retirada de la notaría para descubrir en la calle los trabajos edificadores / destructores de albañiles que alimentan una amenazante mezcladora de cemento; el movimiento de cámara lateral como enchufamiento irresistible en ese alegre encuentro con los chavos surferos que pronto se cambiará por un tracking de acoso para seguirlos cual imán hasta las olas del mar mansamente agitado, el movimiento de cámara lateral como divagación y reapertura, el movimiento de cámara lateral como asomo de asomos en ventanas sobre ventanas, en suma, un repertorio de nuevas y viejas funciones del panning lateral, un ensayo teórico en acto sobre las posibilidades expresivas del panning lateral, una expansión categórica del panning lateral, un exclusivismo maniático del panning lateral como punto de apoyo y figura autárquica, una retórica inimaginable del panning lateral, una suntuosa metafísica quasi megalómana del panning lateral.

      La madurez repetitiva duplicada consigue imponer al silencio como elemento estructural básico y trascendente a la vez, el silencio excluyente, constitutivo, radical, un silencio neoexpresionista como antes lo fue la oscuridad con respecto a la luz en el viejo pero siempre novedoso expresionismo alemán, el predominante silencio dominador y dominado, como una presencia ostentatoria y ominosa, en el que hasta los escasos ruidos ambientales y las voces esporádicas parecen ser formas de él, trátese de los súbitos azotes del viento distante en gamas feraces, del tenue crepitar de la fritanga, de los murmullos rulfianos surgidos de los sacudimientos del follaje circundante, de los interminables ecos marinos, del monocorde discurso impersonal del notario inmovilizador de rostros expectantes e imparable implacable, de los irreales acordes de heavy metal distorsionado cual brumosa conciencia de la derrota al interior del largo plano del viejo guisando moralmente paralizado tras la tácita noticia de su trágica desposesión territorial (“Chachachá-Chá”) y su injusto desalojo inminente, de los contertulios nocturnos de perfil y de frente echando sus naipes indigentes (“Bien-bien-bien, calmantes montes, vamos a ver qué pasa, bueno-bueno”), de la lejana e incoherentemente espaciada plática ebria del viejo con el joven (“Adiós camarada tigre, canta la canción vieja-vieja, de piedra ha de ser la cama, a grito de ay ay, la querencia es un delito, ajúa raza, ansina ha de ser”), en suma, el silencio dentro y fuera de la inmovilidad actante (que no actuante, y por ello emparentada con el corto Los silencios de Gastón Andrade, 2014, aunque sin la relampagueante belleza doliente de esta pequeña joya), el silencio maximalista avasallador y aplastando al sonido minimalista al interior de un plano silencioso que lo atrapa y desborda, contra las voces todo el silencio, silencio de la mirada aniquiladora (“Con Los ausentes, Pereda impone la mirada, compromete la detención del tiempo –que deriva en el silencio– el exigir que el espectador se aproxime a sus imágenes como si viera un paisaje que, por sí mismo, no demanda ser entendido, ni requiere de simpatías o de afectos, como bien lo dice Sontag, que el sujeto se olvide de sí mismo o, en otras palabras, la aniquilación del perceptor”: Lucero Fragoso en Punto de partida, núm. 191, mayo-junio de 2015), grumos de silencio, ráfagas de silencio, soplos repentinos de silencio, silencios coagulados, golpes de silencio, detonaciones de silencio, llamaradas de silencio, resplandores silenciosos, silencios detentadores de una magia tan austera y exacta como las repeticiones a las que pueblan y sirven.

      Y la madurez repetitiva duplicada cristaliza el espejismo de las identidades trocadas y trucadas, la aventura desventurada de un viejo que es duplicado por el joven que fue y acaso ya suplantado por él en su propio espacio, la metafísica de la repetición enigmática en torno de un viejo abandonado y ausente de sí mismo, la especulativa temática literaria del doble (Poe / Ewers / Von Chamisso / Papini / Borges, pero también Amparo Dávila / Cristina Rivera Garza), la palpitante entelequia tangible de dos seres coincidentes en sus delgadísimas figuras en apariencia frágiles y conectados por la figuración el entorno (y a veces por evanescentes puntos musicales), la ínfima crónica de los orígenes de la cultura del México actual mediante el sacrificio de un bicéfalo chivo expiatorio (diría un imprescindible René Girard revisitado por Apichatpong Weerasethakul), la abstracción insigne de un relato potencial hecho de microrrelatos potenciales apenas yuxtapuestos por alternación y sólo unidos por un contundente final en puntos suspensivos donde la sensación de inseguridad agudiza esa representación incierta de los dobles, esa conclusión-desembocadura en que ya anulados por la cerveza tanto como por el mezcal y tras secretearse en plano fijo (“¿qué se nos ha transmitido aquí, alguna especie de renuncia?, ¿el inicio de un retiro eremita?, ¿es Gabino la versión joven del protagonista anciano? Éstas y otras preguntas están condenadas a nunca encontrar respuesta, por un lado a causa de los anacronismos encerrados en sutiles pero claros detalles; por el otro a causa de la última secuencia en donde los dos actores se encuentran en un episodio bacanal. Quizá es Gabino el único que ha ofrecido hospitalidad al viejo desposeído; quizá, como acabo de sugerir, ya no estamos frente al [¿los?] personaje, sino frente a los actores; quizá en realidad no importa”: Alonso Ríos González en el número de Punto de partida antes mencionado) el anciano todo curiosidad interroga al joven sobre su nombre y procedencia, o sea, al otro y a él mismo, un paralelo de cuerpos en el eterno retorno del presente eterno.

      La madurez exasperada

      En la película regional veracruzana tardíamente mal estrenada en el DF Escrito con sangre (Centro Cultural Fridarte - Feeling Image - Prada Films, 89 minutos, 2010), ambicioso tercer largometraje del ignorado cineasta límite belgo-boliviano-xalapeño de 39 años Fabrizio Prada (luego de su virtuosístico endemoniado one-take film siempre menospreciado Tiempo real, 2002, y de su excedida caricatura social aún inédita Chiles xalapeños, 2008), con guión del criminólogo-poeta-narrador xalapeño Carlos Manuel Cruz Meza basado en su novela El deseo de matar a una mujer a su vez inspirada en el asesinato verídico de Kitty Genovese en Nueva York el 11 marzo de 1964, mejor film internacional en el Festival de Cine Independiente Fiebre Amarilla de Belfast en Irlanda del Norte, el curtido periodista viudo Gabriel (Carlos Ortega anticarismático) se impresiona, no obstante su experiencia de veterano y su escepticismo, por el asesinato en céntricas calles nocturnas xalapeñas de la linda bartender con abierta orientación lésbica Kitty (la uruguaya Cecilia Cósero), cuyo brutal apuñalamiento en varias etapas persecutorias y violación manifiesta habría durado alrededor de media hora, ante más de 38 testigos presenciales o auditivos, sin que ninguno de ellos respondiera a sus pavorosos gritos de socorro ni intentara hacer algo, cosa que el experimentado reportero no puede evitar que lo fascine y lo obseda a la vez, razón por la cual decide dedicarse a investigar por su lado, tenazmente, en compañía de su joven expareja sentimental y fotógrafa para menesteres de nota roja Nina (Mariana Peñalva), pista por pista y testigo por testigo, en plena exasperación intelectual y existencial, por encima y por debajo de la crónica negra y del bloqueo profesional (“No puedo encontrar el tono que quiero reflejar en mi columna”), inclusive resistiendo el asalto callejonero de un hirsuto vagabundo demente (Francisco Beverido) que desearía echarse la culpa del caso famoso (“Le arranqué lo ojos”) e interrogando sistemáticamente al médico legista (Guillermo Jiménez) que se ocupó del cadáver, al cura Juan José (Rogelio Baruch) para