Jorge Ayala Blanco

La madurez del cine mexicano


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“Todos somos monstruos”, a imagen y semejanza de la forma virulenta de la película en sí y para sí en exclusiva, mientras en otro pliegue del tiempo la sacrificada Kitty (“Al principio era muy alegre”), sintomáticamente cambiante de ánimo cuando atendía la barra del bar con tablado flamenco (“A veces me contaba lo difícil que era para ella seguir con su vida”), todavía ríe felizaza, púdicamente semidesnuda y solitaria en una radiante y solidaria playa veracruzana.

      La madurez suplantadora

      En Alicia en el país de María (Lua Producciones-No Dancing Today - Sobrevivientes Films - The Stan Jakubowicz Company, 82 minutos, 2014), espejeante cuarto largometraje del aventadísimo pequeño autor confidencial fantástico aún sin miedo al ridículo a sus 38 años Jesús Magaña Vázquez (Sobreviviente, 2003; Eros una vez María, 2007; Abolición de la propiedad, 2011), con guión original suyo al lado de Fernando del Razo y Rafael Gaytán, el amargoso joven escritor en ciernes Tonatiuh Tona (Claudio Lafarga en plan de galán barboncillo muy chirriaguas) tiene tan serias dificultades de entendimiento (“¿Te pagan eso por mover las tetas y las nalgas?”, inquiere rencoroso) con su guapísima pareja, la modelo de comerciales aspirante a actriz María (Bárbara Mori siempre seductora ojiverde agitando su larga cabellera bruna) que, tras una enésima tanda de agrias desavenencias e invectivas (“Ella me excita mucho más que tú”, espeta ella tras hacer resurgir una sobreiluminada sesión de fotos interruptus que le hace darse un rápido pericazo) y demás furibundas embestidas humilladoras telenoveleras (“Estás traumada por ser una niña abandonada”, replica él), sufren un fatal choque en la camioneta del varón nocturno, a resultas del cual ella pierde la vida y él queda en estado de coma, del que tardará demasiado tiempo en emerger, a pesar de los cuidados facultativos del doctor Conejo (Mario Zaragoza) y, sobre todo, de las atenciones de la solícita enfermera Alicia (Stephanie Sigman habiéndose sacudido ya los lastres narconaturalistas de Miss Bala), cuya persistente y bienhechora efigie linda habrá de incluir él ahora en sus delirios semiconscientes, para huir de sus percepciones difusas del presente y sumergirse en los obsesivos recuerdos recurrentes de su pasión por María, su prometedor origen casual, los efluvios de su desarrollo, su declive violento, todo ello vuelto a vivenciarse idealizándolo, y a lo que ahora sin dificultad se suma ese romance imaginario con Alicia, intensamente vivido, aunque siempre en un territorio onírico dominado por María, al grado de que, un año después, cuando Tonatiuh ya recuperado se reencuentre en un bar con una Alicia que ha logrado sobrevivir a otro imprudente percance de tránsito, si bien amnésica irremediable (“Tengo un problema, no puedo recordar”), él le servirá de sostén afectivo y de memoria, haciendo surgir un nuevo romance con esa hermosa muchacha despistada, pero esta vez un nexo erótico verdadero, si bien tan amenazado por la obsedente figura desdoblada de María como el de su enquistado sueño laberíntico, o sea, un sueño vivido que se funda en cierta madurez suplantadora cierta, un sueño oprimente dentro del cual ni Tonatiuh ni la frágil Alicia consiguen liberarse de la opresiva omnipresencia ausente de la difunta María, como tampoco en sus encuentros con una sentenciosa Reyna cartomanciana (Angélica Aragón), que resulta la vieja madre de María aunque ahora parece serlo de Alicia, ni tampoco en la tentadora fascinación bisexual que una bella Diana lésbica de bar (Marina Ávila Victoria) ejerce tanto sobre Alicia como antes sobre María, mientras Tonatiuh desespera, devastado por los celos e insuperables alucinaciones convergentes / disyuntivas, alistándose a provocar la inconsciente destrucción / autodestrucción final de ambas galanas, aparte de la suya propia.

      La madurez suplantadora mezcla, gracias a una programada destreza no demasiado brillante del camarógrafo excuequero de moda artística Alejandro Cantú, varios tipos de registro fotográfico, que corresponden a las tres inferibles o explícitas dimensiones realistas / irrealistas del protagonista hípster jodido y sufriente, debiendo dejar registrada su visión real en cámara subjetiva sin poder moverse en su cama de hospital y alucinar en blanco / negro la realidad obsesional con la tal María (¿la misma ya plurinvocada con ese nombre en las réplicas humanas cual polímeros sensuales supra / infraeróticos de Eros una vez María?), siempre cediéndole las imágenes en colores normales al tiempo real en estricto presente y el inexistente tiempo de la irrealidad contundente las imágenes sobretrabajadas en colores artificiales y su dinámica anómala que también se apodera del discurso visual en futuro, creyendo que eso pueda hacer disminuir la sensación de arbitrariedad imprecisa y la inquietante carencia de necesidad dramática de todo lo que sucede, de pretensión voraz y de capricho incrédulo de una interioridad desatada que aqueja y petrifica por partida triple al espectador (“Dí algo, cabrón, ¿por qué no me abrías? Ya me tienes hasta la madre”, podría exclamar a coro con esa ejecutoria de una violenta relación apasionada), a lo largo de toda la cinta, e invariablemente en aumento, ante una trama imprecisa que debe avanzar a tientas en medio de una vorágine diseminadora de visiones bordeando lo gratuito fundamental o al servicio de cierta temeraria inclinación hacia la cursilería implacable (“Me conoces, lo único que tenemos es el presente”) y una perpetua condena sofisticada en el vacío (“Ya viene el sol”).

      La madurez suplantadora alía y certifica en su fusión de Alicia con María, y de María con Alicia, la madurez repetitiva de Los ausentes de Nicolás Pereda (2014) y la madurez sustitutiva plañidera de Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando de Manolo Caro (2015), una fusión metafísica con doble vía corporal, hasta el hartazgo, la manía, la saciedad, la confusión del espectador y la autoparodia (“¿Cuánto me quieres?” / “De aquí al Big Bang”), pero siempre persiguiendo la fabricación de una identidad usurpada y la diseminada recurrencia en el tiempo, es decir, entre el inefable aunque multisocorrido De entre los muertos / Vértigo de Alfred Hitchcock (1958) y el subliminal Te amo, te amo de Alain Resnais (1968) con otro prisionero del deseo aferrado al sueño (¿el hermético “Primero Sueño” de Sor Juana Inés de la Cruz, o el anestesiado “Segundo Sueño” de Bernardo Ortiz de Montellano?), gracias a una sabia edición experimental del realizador que cuenta con el auxilio del también realizador intimista itinerante Gabriel Muriño y de Jorge Aragón, además de una dirección de arte de Lizette Ponce que será crucial en la creación de difusas atmósferas monocromas rojizas o azulverdosas que de pronto avanzan por interminables galerías esculpidas con luz, si bien con climática música suspensiva de Emilio Kauderer, saboteada a la vez que aterrizada en lo cotidiano por la inclusión de numerosas rolas comercialísimas de Ely Guerra, Javiera Mena, Panoptica Orchestra, Quiero Club, Hello Seahorse! y Bomba Estéreo en los puntos eróticos más intensos e intensivos, en suma, el ardor y la fluidez que tienden, extienden, alargan, estiran, ensanchan y estrechan la forma hasta sus límites, aunque sean límites infecciosamente postizos, sin rasgo posible de espontaneidad, pero con admisible ligereza.

      La madurez suplantadora demuestra así saber que, para decirlo con palabras del Peter Weiss de su ensayo crucial sobre “El cine de vanguardia” en Informes, un tema complejo sólo puede abordarse de modo ambiguo y que las representaciones de la realidad externa pueden remitir a la poética visual de una realidad interna, con todo lo que eso implica de irracionalidad y de una mitología personal cada vez más expresiva y concreta, sin solución alguna, pues a través de ellas, en todo ello, únicamente se expresan impulsos e imágenes inexplicadas, sobrecargadas de pasión vivida, pero que producen una desasosegante impresión mucho más fuerte que todos los momentos de una acción lógica en un film cualquiera de argumento lineal y carente de toda dimensión onírica o deseante subjetiva.

      La madurez suplantadora se remonta sin saberlo con casi un siglo de distancia a las pioneras búsquedas estéticas específicamente fílmicas de los maestros del cine impresionista francés de los años veinte planteadas por Jean Epstein (El espejo de dos caras de 1927 es una de las grandes obras maestras visualistas de todos los tiempos) o de Germaine Dulac (“Sugerir más que mostrar, evocar más que decir, sentir más que describir, para obtener un enfoque sensible, elaborado, analizado”: proponía la primera notable realizadora feminista del mundo), para imprimir en el imaginario del espectador avezado una excéntrica colección de momentos visuales inolvidables, consecuentes y nada estrafalarios, como lo son la autopresentación de la heroína perturbadora-persistente por montaje vertiginoso (“Yo soy María, tengo 30 años, él es mi mundo, me quiere, y yo lo amo”), el regusto por la variación verbal que denuncia a los repetitivos perfiles suplantados (lo que va de las respuestas