Jorge Ayala Blanco

La madurez del cine mexicano


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plantón de la otra parte del enlace, o séase una pareja adúltera no demasiado distinta de aquella simultánea que integraban la bella casada pelinegra parisina (Héloise Godet) y el pálido inmigrante magrebí soltero (Kamel Abdelli), tras haberse conocido por casualidad y haberse enamorado de manera irresistible, sólo para pasársela de continuo desnuda en sus citas clandestinas, aunque malgastando todo el tiempo dirimiendo sus desavenencias sentimentales y discutiendo entre sí, sobre su situación, sus estrategias u otros temas virulentos, en vez de copular gozosamente, y luego salían a interrogar sobre asuntos profundos a transeúntes y amigos, sólo advirtiéndose a punto de estar bien unida gracias a la intervención de un deambulatorio perro mediador de merodeador origen campirano; pero con la enorme diferencia de que nuestros Igor y Pina ni siquiera cuentan con un perro bienhechor que, como buen francés, hasta intenta hablar para unirlos, haciendo más premiosa su condición y antilírica su crónica de pobres amantes mexicanos.

      La madurez adúltera guarda también una extraña semejanza con el verídico triángulo amoroso vuelto sorda tragedia franquista alpargatera de época que filmó el respetabilísimo veterano barcelonés Vicente Aranda en 1990 bajo el nombre de Amantes: idéntica presencia del invierno como crispado reflejo vil de las almas jodidas de los vencidos de antemano, similar dramatización de un suceso de presumible nota roja en grave tono pasional, reveladora equivalencia con un turbio clima moral inexpresable, sólo que aquí en Contreras el exrecluta bonito (allá Jorge Sanz) ha devenido un rudo bricoleur de máquinas de oficina con pinta de artesanía tarasca, aunque igual se halla cobardemente desmembrado entre una rústica mujercita al extremo del desamparo (allá una muy joven Maribel Verdú) que pronto dejará de ser santa para ser crudamente esquilmada en sus ahorros y una lagartona casera viuda (allá Victoria Abril) vuelta apurada madre soltera, pero análogamente regia, perpetuamente sexobjetosa enfundada en obviotas lencerías y atuendos leopardescos, con quien el varón desea jugar a sus anchas a El imperio de los sentiditos (Nagisa Ōshima, 1976), sacándole a la hora de la verdad por sus partes nobles y sentimentales un pañuelito que a los personajes de Las oscuras primaveras les hace falta, aunque también delineándose así las peripecias fatales en los huesitos de una inteligente estructura fílmica jamás melodramática, una sorda hecatombe íntima provocada por el indeciso gandallismo voluntario / involuntario de la parejita diabólica, actuando premeditadamente o no, con una maldita ambigüedad hervorosa e irreverente que nos sacude hasta los cimientos espirituales y culposos, hasta el límite del suicidio grosero por amor-pasión, allá de la felliniana víctima a lo Cabiria ante la suntuosa Catedral de Burgos ahogada en la nieve y aquí de la deshecha esposa incapaz de tolerar el peso de la separación desplomándose bajo una lerda fotocopiadora sin control.

      La madurez adúltera marca implacable y catecúmena la tragedia de la alternación y del top-shot aplastante, con fundamental fotografía reinventora absoluta de mortecinas atmósferas citadinas del también realizador Tonatiuh Martínez (La casa de enfrente, 2002), una dirección de arte a rajatabla rasa de Bárbara Enríquez y Alejandro García, una música coagulada en grumos ambientales de Emmanuel del Real (con sus hermanos Ramiro y Renato), una geométrica edición sin fisuras de Valentina Leduc Navarro y una canción erotizada cual obvísima variable descendente (“No puedo parar”), gracias a las cuales esa alternación resulta decisiva en los momentos cruciales (la culminante fusión de los amantes mientras sus familiares se hunden en cada extremidad) o veladamente incisiva del sagaz secreto intencional (recuentos sin humor de las cómicas escapadas fallidas, histeria por la entrega de la copiadora y recogida de juguetes destinados a la negra bolsa de basura) y categóricos esos top-shots aplastantes a todo lo largo del recorrido hacia lo irremediable cual mínimos aplastamientos en anunciadora serie progresiva (cuerpos adosados, vistas del metro o de la unidad habitacional, baño purificador de Igor), con el objeto de que en ambos casos expresivos puedan medrar a un tiempo tanto el asfixiante mundo cerrado de la moral tradicional como un tributo casi romántico a la mejor trayectoria del cine realista de Ernesto Contreras fronterizo con la somnolencia vital de sus criaturas delicadas (las alucinadas de Los no invitados, las tímidas aún con Párpados azules) como algo tendiente a lo sagrado: el sagrado amasiato imposible e intocable sin crisis global ni sacrificio, de preferencia el de los demás, cual subproducto ¿inevitable?

      Y la madurez adúltera explora sin sordidez alguna más zonas oscuras del espacio citadino, de la culpa solitaria, la mente y la sociedad mexicanos que cualquier film neonoir o de horror enigmático, la destrucción o el amor, basta con que caiga-quien-caiga nuestro musculoso Pepe el Toro postepiteño malafeitado y nuestra Chorreada del Siglo XXI decidan mover guapachosamente la cadera durante la explícita cópula eufórica con dominante femenina (porque aquí las mujeres siempre han llevado la iniciativa erótica), y basta con que se llegue al fondo del drama del invierno y de la comedia del deseo de que llegue la primavera ¡por fin, ya, cuanto antes!, decir invierno como se diría desangelada construcción mortecina injustamente padecida, decir primavera como se diría omnidesinhibidora Primavera de Praga íntima o primaveras árabes del sexo, el fin de la cruel temporada en el infierno lóbrego y el arribo de la lúbrica estación celestial solariega, todo ello evidenciado en la recitación colectiva que preparan los niños de primaria para dar digno recibimiento refulgente a una primavera puerilmente idealizada y para la que necesitaba su traje de león el pequeño retorcido Lorenzo, misma que concluyentemente se celebrará con gran vehemencia y alborozo, pero en ausencia suya.

      La madurez repetitiva

      Sin duda, “la repetición es el término operativo en el cine de Pereda” y en su más reciente obra se logran de manera fehaciente “una exposición del método y una nueva mirada a su obsesión”, puesto que la repetición es tanto forma como concepto: la poética de la película trabaja con la repetición y su tema pasa también por aplicar lo que se repite al misterio de la identidad”, para consumarse a modo de “una indagación filosófica sobre el tiempo y la insustancialidad del yo” (Roger Koza, en el Catálogo del FICUNAM, 2015), ya en un punto cumbre, óptimo, clave y formidablemente explícito de su madurez repetitiva, como sigue.

      Lado A: La madurez repetitiva acogedora

      En el mediometraje coproducido con Canadá El palacio (Interior13cine, 36 minutos, 2013), solidario aunque levemente burlón opus 8 del prolífico autor total independiente y consentido festivalero todavía tercamente de espaldas ante cualquier ambición mercantil a sus 31 años Nicolás Pereda (tras su colaboración desequilibrada pero acaso clave en algún sentido con el danés Jacob Secher Schulsinger Matar extraños, 2013), se hace la crónica docuficcional de un hipotético centro de capacitación y entrenamiento para sirvientas en Ciudad de México, especie de centro de acogida o de refugio para féminas solas donde un nutrido grupo de mujeres desempleadas (exactamente diecisiete), con edades que van de 8 a 65 años y cuyas ropas aparecen expuestas o recogiéndose en los mecates exteriores de sus humildes cuartos, reciben instrucción de todo tipo sobre cómo asearse y cómo realizar el aseo de la casa, empezando por el cepillado de sus dientes en los fregaderos del patio, la preparación de la comida en una cocina colectiva, el acarreo de agua para los inodoros improvisados, el lavado, el planchado y la limpieza general, el tendido de las camas cual ambición perfeccionista, y culminando por el aprendizaje de ciertas estrategias a cumplir por esas aspirantes a trabajadoras domésticas, para convencer de que cuentan con aptitudes deseables y buena disposición a las futuras patronas posibles aunque inmostrables, en la hora crucial de la entrevista para discutir rigurosidad de horarios, exigencias de puntualidad, monto de salario y actitud flexible para continuar incrementando sus destrezas.

      La madurez repetitiva acogedora despliega un bello, entrañable y elocuente álbum de imágenes de mujeres en su calidez cotidiana, producto de una visión a la vez involucrada y distante, con fotografía muy atenta de Pedro Gómez y diáfano sonido en in cuanto en off de José Miguel Enríquez, donde pueden hallar imágenes depuradas de un fino film d’auteur de un género híbrido imposible de ser deslindado o definido, imágenes alígeras y hasta insólitas como el prodigioso larguísimo plano inaugural de las 17 mujeres aglutinadas codo con codo alrededor de unos fregaderos en trance de efectuar un inusitadamente comunal-promiscuo cepillado de dientes, imágenes límpidas como esos planos matinales de las alcobas abiertas a oquedades o a fractalidades generosas, imágenes observacionales de rara belleza