Jorge Ayala Blanco

La madurez del cine mexicano


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madurez correlativa viene a constituir, por sencilla que semeje o simule ser, la consecuencia lógica narrativa de todas las anteriores obsedentes películas ficcionales, no-ficcionales y paraficcionales de su realizador (ayer y hoy casi imposibles de ver), tanto las largas como alguna corta, puesto que de cierta manera las dos veinteañeras antipódicas de La mañana no comienza aquí... parecen compartir una misma alma y por eso son asaltadas, habitadas, anidadas y vulneradas por el mismo tipo de signos, cual si esa alma ya no hubiese tenido que esperar demasiado para migrar de un cuerpo a otro, como en La sangre iluminada, sino que desde ya se hubiera alojado en sus cuerpos separados y juntos a la vez, concertando sus acciones y ámbitos e inquietudes, en dos espacios geográficos distintos, pero en tiempos coincidentes; puesto que el fatum del presente se tiende, entiende, extiende y distiende en lo intemporal mortificante, muy al modo de Vocación de martirio, para prolongarse en una intensa eternidad que incluye lo perenne y el instante, como el destino de la pareja de Adán y Eva (todavía) (tan alejada de su derivativa sucesora la de Sólo los amantes sobreviven de Jim Jarmusch, 2013); y puesto que en cierta forma los acontecimientos se escalonan el espaciotiempo de nuestro film como un producto impelido por la mágica o encantada geografía urbana-rural perteneciente a alguna predestinación telúrica como la de Zacateco (labor vincit omnia) y sacándole insólito provecho a momentos y hallazgos visuales fijos para siempre en un tiempo atemporal como el de los archivos de filmes amateurs de La vida sin memoria parece dulce, brotando en la inconsciencia impaciente de un rodaje azaroso y encontrando su sitio significativo en la supraconciencia de una magnífica edición magnificante.

      La madurez correlativa versa sobre la soledad de la mujer contemporánea, una soledad abordada en ausencia de cualquier retórica u ornamentación anecdótica, una soledad concebida como las jornadas rutinarias hasta lo baldío de dos contrapuestas peregrinas en la tierra, una soledad metonímicamente conformada por un alma en dos cuerpos (diría Platón), una soledad con ascético desapego descriptivo dentro de un pleno apego afectivo y solidario, una soledad meramente visual y asociativa mediante la forma plástica fundamentalmente geométrica y la plástica del montaje, una soledad vista con la misma severidad serena con que se enfocaba un tema tan inabordable como la transmigración de las almas en La sangre iluminada desde una poética seriedad sin grandes vuelos líricos ni énfasis alguno, una soledad marcada por las vicisitudes de un vislumbrado par de conciencias de jóvenes mujeres acompañadas e incluso gregarias aunque básicamente solas en primera y últimas instancias, una soledad que por íntimo pudor rechazaría tanto la unidad como todo rigor de causa y efecto para sus desasosegantes estados de ánimo, una soledad seguida al doble modo de un proceso espiritual y una ascesis carnal.

      La madurez correlativa se sitúa, además, en el polo opuesto de cualquier lamento, por ejemplo de las espectaculares palinodias del patético héroe (su desemejante, su hermanastro) de la obra autobiográfica Solo de August Strindberg, tan bellamente vuelta ópera / drama itinerante siete etapas por el insigne experimentalista italiano Sandro Gorli, con quien inusitadamente se emparenta sin saberlo la música electrónica compuesta ex profeso para el film, mediante una singular amalgama de fragmentos, improvisatorios o no, de Amon Tobin, Deniz Kurtel, Boris Brejcha, Nobody Knows, Balcazar & Sordo, Metrika, Silverio y del Onix Ensamble, trozos recogidos por la música que Denisse elabora “al paso que dicta su inconsciente, sus recuerdos enraizados en el desierto, como el ruido del metro de Ciudad de México, que se encuentra a sólo un sampleo del viento que sopla y empuja las nubes en Zacatecas” (Maximiliano Cruz, en el Catálogo del FICUNAM 2014), trozos que ya sublimados habrán de fungir como sonido-bisagra para operar los pliegues entre lo real y lo irreal.

      Y la madurez correlativa ha generado una obra imprevisible, delicada dentro de su delirio diríase casi invisible y prudente, ultrasensitiva bajo la divisa que hace de la audacia constante su máxima exigencia, al hacer los retratos en paralelo de dos chavas mexicanas diametralmente opuestas y por igual alejadas del ideal antropocéntrico (aun el de esta antropología social-fantasmal), Denisse enajenada por su tramoya de artista plástica o DJ y Laura enajenada por sus animales dependientes, pero muy cercanas la una de la otra en lo esencial y en lo anímico, cual voces distantes o alucinaciones ópticas, tal como lo torna explícito el final del film, a raíz del encuentro casi irreal de ambas en el campo de pastoreo de Laura (y ahora pasajeramente de las dos), saliendo de sus autonomías relativas y de sus danzantes espacios fractales, como si ambas desearan desviar su destino, o trocarlo por el de la otra, firmemente apoyadas por las señales premonitorias que las dos experimentadas, cual compartiendo sin saberlo el mismo sueño, pronto disuelto en esos desenfoques de imagen siempre acechantes a lo largo del relato sin trama y de esos crueles oscurecimientos que volverán a separarlas, arrojarlas a una red de tiempos simultáneos y concreciones de brutales espejos enfrentados, hasta disolverse en la enrarecida realidad de un arte total fílmico, vivido y extraviado en lo inmediato, ya sólo nutrido por existenciales señales emergentes que imperceptiblemente tensan y exceden toda comprensión.

      La madurez adúltera

      En Las oscuras primaveras (Agencia Sha - Alebrije Cine y Video - Tintorera Producciones, 100 minutos, 2014), deliberadamente gris y opaco segundo largometraje ficcional del portentoso y calculadísimo estilista veracruzano excuequero de 45 años Ernesto Contreras (magníficos cortos previos: El milagro, 2000, y Los no invitados, 2003; largo ficcional: Párpados azules, 2007; largo documental: Café Tacvba, seguir siendo, 2010, codirigido con Juan Manuel Cravioto), con guión como de costumbre de su hermano Carlos Contreras, el fornido plomero fabril de cuerpo tatuado Igor (José María Yazpik tan animalazo domado como en Abel) y la sensual subauxiliar oficinista de cuerpo pulposo Pina (Irene Azuela más caldosa aún que en Bajo la sal o en Tercera llamada) se conocen por azar, fajan de inmediato aun sin haberse dicho sus nombres, se siguen atrayendo poderosamente y por ese deseo irresistible, sin cesar reiniciado y siempre insatisfecho, están dispuestos a incitarse hasta la saciedad, mostrándose sus cuerpos mutuamente sin pudor alguno en lugares públicos, o a sostener frenéticas relaciones carnales en donde sea y a la hora que sea, pero no son libres, él está casado con la sensitiva hembrita hebrita cinéfila Flora (Cecilia Suárez tan sublime como en Párpados azules o en Nos vemos, papá) que lavándole la ropa a su prudente vecino ya mayor el Sr. Valdez (Fernando Becerril), así como a la solitaria anciana chismosita del piso superior María (Margarita Sanz), se gana unos pesos extra para invitar al cine impenitente, y ella es la atenta madre soltera del bodoquito obediente de 10 años Lorenzo (Hayden Meyerberg bipolarmente trabajado) que soporta un padre biológico Sandro (Flavio Medina) raras veces alcanzable por teléfono, que suele dejar regados por el piso noche tras noche sus numerosos juguetes y que ahora necesita de su progenitora un esfuerzo monetario supremo para actuar el privilegiado rol del león en una representación escénica escolar de recibimiento triunfal de la ansiada primavera; por lo que los infelices amantes Igor y Pina conciertan torpes citas para verse a solas, sin éxito posible alguno, se exasperan, desesperan, sienten irracionalmente que les estorban sus seres queridos inmediatos y comienzan a realizar actos difíciles de entender por nadie, él invirtiendo todos sus ahorros y los de su cónyuge en la compra absurda de una histerizante fotocopiadora que sin embargo servirá para que pronto Pina se independice soberanamente realizando redituables trabajos hormiga de fotocopiado cómodo al vecindario, y ella retardando al máximo la confección del costoso disfraz leonino para dejar irritantemente en desventaja a su aspirante a intérprete y echando intempestivamente a la basura los juguetes de su hijo para ofrecerle en agresivo sucedáneo un simple carrito nuevo colmándole la paciencia y haciéndolo lanzar también ése desde una azotea y orillándolo a recurrir al rescate de su padre; sin embargo, cuando los felices amantes Igor y Pina logren estar al fin juntos bajo el mismo techo y sobre el mismo lecho, en otro lugar de la gran ciudad la frágil Flora perecerá aplastada bajo la fotocopiadora desbarrancándose que en un rapto de rabia pretendía llevarse consigo por las escaleras de su edificio y un entristecido pequeño Lorenzo deberá migrar muy lejos al lado del abandonador padre motorizado Sandro a quien detesta pero que ha hecho su advenimiento en perdonavidas plan adoptivo para llevárselo consigo por indeseable tiempo indefinido.

      La madurez adúltera pone en amarga acción irónica una pareja de amantes ilegítimos chilangos que se desean poderosamente pero siempre fallan en estar juntos, hastiados de mostrarse los genitales bajo las mesas del comedor colectivo y de copular a la carrerita en las escaleras del edificio donde