David James Poissant

El cielo de los animales


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      David James Poissant

      EL CIELO DE LOS ANIMALES

      Traducción de Teresa Arijón y Bárbara Belloc

      Comparado con Richard Ford y Alice Munro, la aparición de David James Poissant produjo una conmoción literaria en los Estados Unidos. Sus cuentos se inscriben en esa gran tradición que incluye a Antón Chéjov y Raymond Carver, una tradición que siempre suele darse por concluida, hasta que aparece un nuevo escritor y la revitaliza. Es lo que sucedió con este libro.

      El cielo de los animales es un deslumbrante volumen de relatos sobre personas agobiadas por la pérdida, la culpa o lo implacable del amor. Padres que han roto la relación con sus hijos y descubren demasiado tarde el daño que han hecho, matrimonios envueltos en el desasosiego, hermanos que dejaron en el olvido la complicidad y ahora deben purgar ese rencor, amistades que un día son puestas a prueba y dejan paso a la traición. Vidas que no están a la altura de las emociones que generan, donde la presencia de un animal recuerda la existencia de lo inesperado, lo lúdico, lo brutal. Con una escritura límpida, que sabe ser quirúrgica y no escapa al humor, Poissant narra historias al límite, sacudidas por la impiedad y la tristeza. No deja de ser extraño que al terminar de leerlo el sentimiento sea de felicidad. Es el efecto que depara un hallazgo literario.

      Poissant, David James

      El cielo de los animales / David James Poissant. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Edhasa, 2021.

      Libro digital, EPUB

      Archivo Digital: descarga y online

      Traducción de: Teresa Arijón ; Bárbara Belloc.

      ISBN 978-987-628-607-7

      1. Narrativa Infantil y Juvenil Estadounidense. 2. Cuentos. I. Arijón, Teresa, trad. II. Belloc, Bárbara, trad. III. Título.

      CDD 813.9283

      Diseño de cubierta: Juan Balaguer y Cristina Cermeño

      Imagen de cubierta: © FOTOGRAFAW | DREAMSTIME.COM

      Edición en formato digital: abril de 2021

      © 2014, David James Poissant. By arrangement with the author. All rights reserved.

      © de la traducción Teresa Arijón y Bárbara Belloc, 2015, 2021

      © de la presente edición Edhasa, 2016, 2021

      © de la presente edición Edhasa, 2021

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      ISBN 978-987-628-607-7

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      para Marla

      siempre

      El Hombre Lagarto

      Entro al garaje con un chirrido cuando está asomando el sol y veo a Cam en la escalera de la casa, con su hijo Bobby. Cam está de pie. Es un hombre corpulento, pura fibra y músculos gracias a una década de trabajo en el gremio de la construcción. Tiene mangas de dragones verdes tatuados en los dos brazos, desde las axilas hasta las muñecas. Dice que, si se mira de cerca, puede verse un par de mujeres desnudas entre las escamas.

      Cuando Crystal lo dejó, Cam se quedó con el chico, lo cual muestra qué clase de madre era Crystal. Cam es el único amigo que me queda. Cuando está sobrio es un santo, y hace diez años que no prueba una gota de alcohol.

      Pone una mano sobre el hombro del niño, pero Bobby se suelta y sale corriendo. Viene directo hacia la camioneta, se prende a mi pierna y la abraza con todo el cuerpo. Empiezo a caminar en dirección a Cam. Bobby rebota y ríe con cada paso que damos.

      Cam y yo nos estrechamos la mano como si nada, pero su expresión lo dice todo.

      –¿Otra vez turno noche? –dice.

      Hecho un rollo marrón, el delantal asoma de mi bolsillo delantero, y yo apesto a grasa de cocina.

      –Sí –digo.

      No le dije a Cam que perdí los estribos y le grité a un cliente, que aparentemente algunas personas no saben qué significa vuelta y vuelta, que mi decisión de trabajar en el turno de diez a seis es lo que me permite tener luz y agua en casa.

      –Bobby –dice Cam–, ve a jugar un rato, ¿sí?

      Bobby suelta mi pierna y mira a su padre, escéptico.

      –No me obligues a decírtelo dos veces –dice Cam.

      El chico corre hasta mi buzón, se tira al pasto, se cruza de piernas y frunce el ceño.

      –Sigue caminando –dice Cam y Bobby lenta, deliberadamente, se pone de pie y camina rezongando hacia su casa.

      –¿Qué pasa? –digo–. ¿Qué problema hay?

      Cam sacude la cabeza.

      –Red ha muerto –dice.

      Red es el padre de Cam.

      “El hijo de puta me daba unas tremendas palizas”, dijo Cam una noche, hace tiempo, cuando los dos bebíamos demasiado y nos contábamos historias tristes. Al cumplir dieciocho, Cam se enroló en el ejército y fue a combatir en la primera Guerra del Golfo. La última vez que vio a su padre, el viejo estaba cruzando el jardín, tambaleándose, borracho. “¡Vete de una buena vez!”, le gritó. “Vete a morir por tu país de mierda.”

      Bobby nunca supo que tenía un abuelo.

      No sé si Cam se siente molesto o aliviado y no sé qué decir. Cam debe haberse dado cuenta, porque dice:

      –Está bien, yo estoy bien.

      –¿Cómo fue? –pregunto.

      –Estaba bebiendo –dice Cam–. El barman dijo que Red estaba riéndose y de golpe cayó de frente sobre la barra. Cuando fueron a despertarlo ya estaba muerto.

      –Guau –digo. Es una estupidez decir guau, pero estuve levantado toda la noche. Mi mano todavía sostiene una invisible espátula de acero, tengo manteca debajo de las uñas.

      –Necesito que me hagas un favor –dice Cam.

      –Lo que sea –digo. Cuando estuve en la cárcel, fue Cam el que pagó la fianza. Cuando mi esposa y mi hijo se mudaron a Baton Rouge, fue Cam el que golpeó mi puerta, me hizo levantar a la fuerza, tiró todas mis botellas en el jardín de adelante, les prendió fuego y me consiguió un trabajo en el restaurante de su amigo.

      –Necesito que me lleves a su casa –dice Cam.

      –Bueno –digo. Hace años que Cam no tiene auto. Muchos de los vecinos de la cuadra no pueden pagar postigos para protegerse de las tormentas, así que ni pensar en un auto. Pero estamos en St. Petersburg, una ciudad para peatones, y el centro está a sólo cinco minutos de caminata.

      –Bueno, no te apresures a decir que sí –dice