David James Poissant

El cielo de los animales


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que tienes un nieto que se llama Robert y que yo creo que debería conocer a su abuelo”. ¿Y sabes qué me dijo el muy miserable? Colgó. Lo único que me dijo Red en veinte años fue “Hola” cuando atendió el teléfono.

      –Lo lamento –digo.

      –Si él me hubiera dicho, si una sola vez me hubiera dicho que lo lamentaba, le habría perdonado todo. Le habría perdonado incluso que me asesinara. Era mi padre. Le habría perdonado todo.

      Se frota las manos vigorosamente para hacerlas entrar en calor.

      –¿Sabes por qué me hice todos estos malditos tatuajes? –dice–. Para disimular las cicatrices de la noche que Red me cortó con un cuchillo para filetear pescado: pero yo lo habría perdonado si él hubiera dicho algo, cualquier cosa, cuando atendió el teléfono.

      Cam no tiembla ni solloza ni estrella el puño contra el tablero, pero cuando desvío la mirada veo su reflejo en la ventanilla, un nudillo en cada órbita ocular, y me arrepiento de mi impaciencia, del enojo que he sentido durante toda la tarde.

      –Pero lo intentaste –le digo–. Al menos no pasarás el resto de tu vida con la duda.

      Nos quedamos callados un buen rato. La lluvia en el techo es como música ahora, y me suaviza.

      –Sabes, en el golfo peleé junto a soldados gays –dice Cam, y casi hago salir la camioneta del camino. Una rueda se desliza sobre el borde del asfalto y el espejo lateral casi choca contra el guardarraíl cuando intento retomar la ruta.

      –¡Diablos! –dice Cam–. Sólo estoy diciendo que eran buenos tipos y que si Jack es gay no es el fin del mundo.

      –Jack está confundido –digo–. No es gay.

      –Bueno, sea gay o no sea gay, lo que tú pienses o quieras o digas no cambiará nada.

      –Cam –le digo–, con todo respeto. Eso no es asunto tuyo.

      –Ya lo sé –dice Cam. Se endereza en el asiento y aferra la manija de la puerta cuando entramos en nuestra calle–. Lo único que te digo es que no es demasiado tarde.

      Subimos por la entrada del garaje. Cam baja de un salto antes de que estacione. El jardín es un caos de basura y ramas rotas. El viento arrancó dos persianas del frente. El buzón está ladeado. Por lo demás, todo parece estar en orden. Miro calle abajo y compruebo que mi casa sigue en pie.

      Cuando vuelvo a mirar la casa de Cam, lo que veo me parte el corazón en mil pedazos. Veo a Cam corriendo por el jardín. Veo a Bobby, las manos apretadas contra el ventanal. Tiene la cara hinchada y enrojecida. Cam desaparece dentro de la casa y enseguida aparece junto al niño; se pone de rodillas y lo abraza contra su pecho. Murmura las palabras “lo siento, lo siento” una y otra vez. Bobby se desploma en sus brazos, entierra la cabeza en el pecho de Cam, y mi amigo envuelve a su hijo en dragones.

      Me quedo mirándolos. Permanecen así abrazados durante unos minutos, enmarcados por la ventana y la casa y el cielo cada vez más oscuro. Los miro y después abro la caja de zapatos y miro adentro.

      No sé qué esperaba encontrar, pero no era esto. Lo que encuentro son cartas, más de cien cartas. A razón de una carta por mes durante aproximadamente diez años, todas sin abrir. Todas fechadas y selladas DEVOLVER AL REMITENTE, la última enviada hace una semana apenas. Todos los sobres escritos con la misma letra temblorosa. Todas dirigidas a un mismo y único destinatario, Mr. Cameron Starnes, por un mismo y único remitente: Red.

      Y entonces sé que no existió ningún llamado telefónico, que Cam nunca perdonó nada, que jamás volvió a acercarse hasta que el monstruo desapareció.

      Miro las cartas y sé en qué quiere impedir Cam que me transforme.

      Salgo por donde entré. Freno delante del buzón de Cam y guardo allí la caja de zapatos. Sana y salva. Sigo calle abajo, hasta el final de la cuadra. Me detengo en el cartel de PARE. No sé si doblar a la derecha o a la izquierda. Finalmente me decido por la interestatal. En el restaurante me espera un uniforme limpio y seco y, si me apresuro un poco, no llegaré tarde a trabajar.

      Pero no voy a trabajar.

      Son diez horas en camioneta hasta Baton Rouge, pero lo haré en ocho. Llegaré a primera hora de la mañana. Iré hacia el norte, siguiendo la tormenta. Conduciré bajo la lluvia y el viento. Pasaré toda la noche al volante.

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