David James Poissant

El cielo de los animales


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único responsable. Nada de esto, me digo a mí mismo, es culpa tuya.

      Un trueno hace temblar la camioneta. Un poco más adelante, un relámpago prende fuego a un poste de teléfono. Una lluvia de chispas cae sobre la autopista. Autos y camiones quedan cubiertos por una tenue capa de fuego. Pero nadie se detiene.

      No tengo la menor idea de adónde vamos, pero Cam dice que estamos cerca.

      Cam, pienso, después de esto, ya no te debo nada. Cuando esto termine, estaremos a mano.

      –Si lo que te preocupa es el trabajo –dice Cam–, hablaré con Mickey. Le diré lo de Red. Comprenderá que llegues un poco tarde.

      –Mickey es lo que menos me preocupa ahora –digo. No digo: Mickey me chupa un huevo. No digo: Mickey y tú pueden irse al infierno.

      Mira –dice Cam–, sé por qué estás haciendo el turno noche. Mickey me contó que le gritaste a un cliente. Pero esto es otra cosa. Él entenderá.

      Reconozco inmediatamente el dolor en la parte de atrás de la garganta. Cuando esté solo, únicamente un milagro podrá impedir que me prenda a la botella.

      –Toma la próxima salida –dice Cam–. Cuando bajes, dobla a la derecha.

      Conduzco la camioneta rampa abajo hacia Grove Street. El agua acumulada se viene hacia adelante y desborda la lona. Las patas del caimán rascan la cubierta de plástico de la caja.

      –¿Dónde nos estás llevando? –pregunto.

      –A Havenbrook –dice. Espero que Cam diga que es una broma. Pero Cam no está bromeando.

      * * *

      El lago más grande bordea el campo de golf. Cam ya ha visto caimanes aquí antes, bestias enormes que suben a la orilla a tomar sol y asustan a los golfistas. Yo nunca jugué al golf en mi vida y Cam tampoco, pero el año pasado Cam estuvo a cargo del equipo que reparó el techo de la sede del club después del huracán. Recuerda el código de cinco dígitos, y todavía funciona. La reja de seguridad se desliza sobre sus rieles y entramos por el camino pavimentado que utiliza el personal de mantenimiento.

      No hay nadie en la cancha. Los greens están sembrados de ramas arrancadas. Hay un carrito blanco abandonado, caído de costado, cerca del hoyo quince.

      Un relámpago cruza el cielo. La lluvia cae en torrentes sobre el parabrisas y súbitas ráfagas de viento sacuden la camioneta desde todos los flancos. Aferro con fuerza el volante para no salirme del asfalto. Hasta Cam tiene los ojos muy abiertos, los dedos enterrados en el almohadón del asiento. La caja de zapatos rebota entre nosotros.

      Llegamos al lago, pero la costa está a media cancha de fútbol de distancia. El green está empapado, espeso de agua, y el lago ya desborda sus orillas. Sé que nos hundiremos en el lodo si una de las cuatro ruedas se desvía del asfalto y sé que si eso sucede jamás podremos sacar la camioneta de allí.

      –No puedo llegar a la orilla –le digo a Cam.

      Tengo que gritar para hacerme oír sobre el viento y la lluvia y los truenos ensordecedores. Parece que el mundo se viene abajo.

      –No podemos seguir adelante.

      Cam dice algo que no alcanzo a escuchar y sale de la camioneta dando un portazo. Bajo de un salto y el frío húmedo me golpea la cara. En cuestión de segundos quedo empapado, la ropa me pesa. Lo único que oigo es el viento. Me muevo como bajo el agua.

      En cuanto Cam afloja la lona, el viento la atrapa e, inflándola, la hace subir al cielo como un flameante paracaídas azul, directo hacia las copas de los árboles. Pero queda enredada en las ramas y unos segundos después sólo se oye el flap flap de las esquinas sueltas de la lona azotadas por las ráfagas.

      Cam me grita algo. Sus dientes brillan bajo la luz intermitente de los relámpagos, pero el viento ahoga sus palabras. Me doy unos golpecitos en la oreja y Cam asiente. Camina hacia el caimán. Nos acercamos despacio a él. Espero que embista, pero el animal yace inmóvil. Observo las fauces. Todavía están sujetas con cinta. Comprendo que este será nuestro último desafío. Si el caimán huye de nosotros antes de que retiremos la cinta, no podrá salvarse.

      Mientras me pregunto cuál de nosotros subirá a la caja, el caimán inicia su avanzada. Nos apartamos de un salto para dejar pasar doscientos cincuenta kilos de reptil desde la caja de la camioneta al green. La puerta cruje bajo el peso y queda suelta como una puerta trampa en el aire, las bisagras vencidas. Ahora el caimán está libre sobre el césped. Nosotros no nos movemos, él tampoco.

      Cam se acerca a mí. Improvisa un megáfono con las manos y la boca, y se inclina para decirme algo al oído. El aliento caliente en mi cara me sobresalta en medio del frío y la lluvia feroz.

      –Creo que está aturdido –grita Cam–. Es el momento justo para quitarle la cinta.

      Asiento con la cabeza. Estoy exhausto y ansioso, y sé que nos resultaría imposible arrastrar el caimán hasta la orilla. Me pregunto si logrará llegar, si encontrará el camino hasta el agua, o si la caída de la camioneta habrá sido el golpe mortal, si mañana los encargados de la cancha encontrarán el cadáver de un caimán a doscientos metros del lago. La noticia ocuparía la primera plana del St. Petersburg Times. Huracán mata caimán gigante. Los empleados del club quedarían pasmados.

      –Móntate a horcajadas sobre el pescuezo –grita Cam–. Y aplástale la cabeza contra el suelo. Yo trataré de sacarle la cinta.

      –No –digo. Y señalo mi pecho. Hago un círculo en el aire con la mano, como quien desenrolla algo.

      Cam se sorprende al principio, pero asiente. Vuelve a apoyar sus manos sobre mi cara y me grita al oído sus palabras calientes.

      –Espera mi señal –dice, pero lo aparto de un empujón.

      No espero ninguna señal. Sin pensarlo ya estoy en el suelo, de costado, con medio cuerpo hundido en el lodo y enterrando las uñas en la cinta de embalar. Mis ojos están a pocos centímetros del ojo del caimán. Parpadea sin parpadear; una membrana delgada y casi transparente se desliza sobre el globo ocular, de atrás hacia adelante. Es algo digno de verse. Un guiño cómplice. Lo veo y me siento a salvo.

      Es más difícil sacar la cinta de lo que fue ponerla. La lluvia la ablandó, el pegamento se puso viscoso. Después de varias vueltas, mi puño pierde firmeza. Finalmente dejo que la cinta me envuelva la mano como una serpiente. Sigo desenrollando y pronto mi puño se transforma en una pelota de fruta oscura y pegajosa. El último pedazo de cinta se desprende del hocico y ruedo apartándome del caimán. Me levanto del suelo y Cam me tira hacia atrás. Me sostiene de pie. El caimán abre las fauces. Abre muchísimo la boca y después la cierra de golpe. Y se va, se va, zigzagueando hacia el agua.

      Es rápido y fuerte, y me alegra que haga frío y esté lloviendo para que Cam no vea las lágrimas que surcan mis mejillas y no se dé cuenta de que tiemblo porque estoy llorando. Cam me suelta y siento que me caigo pero no, en realidad estoy corriendo. ¡Corriendo! Y me río y grito cosas y doy saltos. Pego puñetazos en el aire. Grito: “¡Vete! ¡Corre!”. Y justo antes de que el caimán llegue al agua, tomo envión y las yemas de mis dedos rozan las últimas crestas y escamas de la cola que zigzaguea como látigo delante de mí. El cielo es un entrevero de relámpagos y alcanzo a ver ese cuerpo gigantesco, torpe y sin gracia en tierra, deslizarse en el agua como nació para hacerlo. El cuerpo enorme corta el agua, veloz y elegante y liso, y el caimán desaparece de la vista, vuelve al mundo al que pertenece, nuevamente a salvo en la quietud caliente del lodo y los peces y las cosas que no vemos y que viven en la profunda, verde oscuridad.

      * * *

      Cam y yo hablamos poco y nada en el viaje de regreso. La lluvia se ha transformado en llovizna tenue y constante. La cabina de la camioneta está helada. Cam acerca las manos a los ventiletes para capturar débiles y esporádicas corrientes de calor. Hicimos una buena acción, dice Cam, y yo estoy de acuerdo. Pero ¿a costa de qué? Encendemos la radio, pero ahora la tormenta se dirige al norte. Los reporteros se han trasladado