David James Poissant

El cielo de los animales


Скачать книгу

Lo quiero enroscado sobre mis rodillas como un perro. Lo quiero escribiendo las paredes con un lápiz naranja y echándoles la culpa a los ángeles que viven en el ático. Lo quiero antes de que su voz baje dos octavas, antes de que aprenda a pararse con una mano en la cadera, antes de que se sienta confundido. Quiero a mi hijo de vuelta.

      –¡Vamos! –grita Cam–. No te achiques ahora. En cuanto muerda la carne, envuélvele el hocico con la cinta.

      –Dame tus guantes –digo.

      –¡No!

      –Dame los guantes y lo hago.

      –Pero con los guantes puestos se te hará difícil usar la cinta.

      –Confía en mí –digo–. Sabré hacerlo.

      Lo hacemos. Cam sacude el pedazo de carne frente al hocico de la bestia hasta que muestra los dientes. Las fauces atacan. Se oye un crujido antinatural cuando el hueso en forma de T del bife se transforma en dos íes y luego en un montón de puntos. Envuelvo el hocico con una buena cantidad de vueltas y corto la cinta debajo de las fauces. Aplasto la cinta con las manos enguantadas. Después empiezo a envolver el hocico como loco. Le doy más vueltas de cinta a la mandíbula. La cinta se desenrolla en círculos como un gusano negro y chato. Cuando por fin retrocedo, las fauces del caimán están herméticamente cerradas y mis manos tiemblan.

      –No puedo creerlo –dice Cam–. No puedo creer que de verdad lo hiciste.

      * * *

      El caimán pesa como la mierda. Lo sostenemos por la cabeza. Envolvemos con los brazos el vigoroso pescuezo y las patas delanteras. Hundimos los dedos en los flancos escamosos. Avanzamos de costado hacia la camioneta, la cola del caimán deja una huella en el pasto. Sus patas traseras se clavan en la tierra, pero no se retuerce ni da azotes. No es un caimán saludable. Me detengo.

      –Vamos –dice Cam–. Ya casi llegamos.

      –¿Qué estamos haciendo? –digo.

      –Metiendo un caimán en tu camioneta –dice él–. Vamos.

      –Pero míralo –digo.

      Cam observa la cabeza ancha y verde del caimán, las narinas orientadas hacia arriba y los ojos como pelotas de ping pong. Levanta la vista.

      –No –le digo–. Míralo de verdad.

      –¿Qué? –se impacienta Cam. Cambia el peso de lugar, domina mejor a la bestia–. No sé qué quieres que vea.

      –Ni siquiera lucha contra nosotros. Está demasiado enfermo. Aunque lo dejáramos libre, ¿cómo saber si sobrevivirá?

      –Imposible saberlo.

      –Sí, imposible saberlo. No sabemos de dónde vino. No sabemos a dónde llevarlo. ¿Y si lo hubiera criado Red? ¿Cómo sobrevivirá a la intemperie? ¿Cómo aprenderá a cazar y atrapar peces y demás?

      Cam se encoge de hombros y niega con la cabeza.

      –¿Entonces por qué? –pregunto–. ¿Por qué hacemos esto?

      Cam y yo nos miramos a los ojos. Un minuto después bajo la vista. Mis brazos quedaron debilitados por el peso del caimán. Me tiemblan las piernas. Seguimos adelante.

      * * *

      No le di a Jack la oportunidad de mentir. Me declaré culpable de castigo físico en segundo grado y dejé a todos los demás libres de culpa y cargo. Me dieron cuatro meses pero cumplí dos, más multas, más servicio comunitario. Si con eso hubiera terminado todo, me habría salido barato. Pero perdí a mi familia.

      La última vez que vi a Jack estaba de pie junto al auto de su madre mostrándole su nueva licencia de conducir a Alan. Estaban apoyados sobre el capó como dos señoritas, pero se rieron como hombres al ver algo en la licencia: una errata. Peso: 1500. Los miré desde el umbral. Jack se mantenía a distancia, daba un respingo cada vez que me acercaba.

      Alan me había ayudado a cargar los muebles. Con cada mueble, yo pensaba en el cuerpo de Jack. Cómo colgaba entre nosotros esa tarde, cómo se balanceaba, cómo todo se parecía a ese juego en el que dos amigos agarran a un tercero por las muñecas y los tobillos y lo arrojan desde un puente a un lago.

      Metimos todas las posesiones de Jack y Lynn en el camión de mudanzas. Yo no sabía adónde iban. No esperaba volver a verlos, pero revisando mapas y direcciones en una pila de cosas de Lynn encontré escrita la dirección de su nueva vivienda en Baton Rouge. Podía perdonar que Lynn no quisiera verme, pero no toleraba que se llevara a mi hijo.

      Decidí que algún día iría a verlo, pero ese día parece cada vez más lejano con cada tarde que pasa. ¿Y qué hará Jack cuando abra la puerta? En mis sueños siempre es Jack el que abre la puerta. Yo abriría los brazos para saludarlo. Diría todo lo que no dije hasta ahora.

      Pero ese día fue Alan quien le dijo a Jack que viniera a despedirse. Lynn esperaba en el camión de mudanzas, lista para partir. Alan me señaló, discutió con Jack en voz baja. Hasta que por fin Jack empezó a caminar hacia mí. Yo no me moví del umbral y Jack se detuvo a menos de un metro.

      ¿Qué puedo decirles sobre mi hijo? Fue un niño hermoso, y viéndolo allí parado delante de mis ojos vi que se había transformado en algo diferente: un hombre al que yo no comprendía. La remera le quedaba demasiado ajustada y no llegaba a cubrirle el ombligo. Una tira de vello marrón nacía en el ombligo y desaparecía bajo la hebilla de plata del cinturón. Tenía las uñas pintadas de negro. Le habían quitado el yeso y su brazo derecho era un nido de vello oscuro y enrulado.

      Yo quería decirle: “quiero entenderte”.

      Quería decirle: “haré lo que sea necesario para ganarme tu confianza”.

      Quería decirle: “te quiero”.

      Pero nunca se lo dije. No a Jack –sí, soy esa clase de hombre–, no podía soportar la idea de decirle esas palabras por primera vez y que él no me dijera lo mismo.

      Así que no dije nada.

      Jack extendió la mano y nos saludamos como si fuéramos extraños.

      Todavía siento la infinitud del apretón de manos de Jack: la aceptación de las palmas juntas, carne de mi carne.

      * * *

      La lluvia llega en ráfagas y los limpiaparabrisas apenas pueden detenerla. Conduzco yo. Cam va sentado a mi lado. Puso la caja de zapatos sobre el asiento, entre nosotros. Apoya un brazo protector sobre la tapa de la caja. El caimán intenta girar sobre sí mismo tironeando de los postes en la parte de atrás. Antes de subir, ajustamos la lona sobre la caja de la camioneta para ocultar de la vista nuestro cargamento, pero no demasiado fuerte. Ahora la lona se comba bajo el peso del agua y amenaza con ahogar al animal escondido debajo.

      Cam mueve el dial de la radio y alcanzamos a captar noticias entrecortadas sobre el tiempo antes de que los parlantes entren en estática.

      ...ahora elevado a la categoría de tormenta tropical... por lo general indica la formación de un huracán... la tormenta adquirirá mayor velocidad cuando pase por el golfo... se espera que ingrese a la costa norte por la zona del brazo territorial... y al sur por St. Petersburg...

      Cam apaga la radio. La lluvia bombardea los vidrios, los negros destellos de los limpiaparabrisas empujan con dificultad el agua.

      No pregunto si Bobby le tiene miedo a las tormentas. De niño yo les tenía miedo, pero Jack no. Cada vez que había tormenta, Jack se paraba en la ventana y miraba las ramas volando por las calles y los cables de luz caídos en las veredas. Sonreía y se quedaba mirando hasta que Lynn lo sacaba de la ventana y todos nos metíamos en el baño, envueltos en mantas, linterna en mano. Sólo entonces, acurrucado en la oscuridad, Jack lloraba a veces.

      –Tendríamos que volver –digo–. Quizá se haya cortado la luz.

      –Bobby es un chico valiente –dice Cam–. Estará bien.

      –Cam –le