y un profundo amor a Dios que me ayudará a sobrellevar esta dolorosa prueba –fue la serena respuesta–. En cuanto al demonio, siento por él tanto horror y desprecio como podáis sentir Vos mismo.
–Sin embargo, conseguisteis que las aguas de un lago ardieran, destruyendo un navío y abrasando a sus tripulantes. ¿Qué podéis decir ante la evidencia de semejante prodigio?
–Tan solo puedo corroborar que cuando se le prendió fuego, el agua ardió, aunque ignoro la razón.
–Pero eso va contra las más elementales leyes de la Naturaleza –señaló el franciscano–. Y si no podéis darle una explicación convincente, el hecho deberá ser tachado de brujería.
–¿Tacharíais el hecho de brujería el hecho de que cayera un rayo que hiciera arder un árbol matando a diez personas? Sin embargo suele ocurrir, y ni tengo explicación, ni culpa alguna en ello.
Fray Bernardino de Sigüenza se agitó en su incómodo asiento y dirigió una distraída mirada al impasible escribano, que, parapetado tras una desvencijada mesa, iba anotando cuidadosamente preguntas y respuestas, y abrigó tal vez una mínima esperanza de que se hubiese olvidado de registrar esta última –un rayo es algo que viene del cielo, como la lluvia, el día o la noche; un fenómeno atmosférico natural en el que no interviene la mano del hombre–. El enclenque hombrecillo sacó una vez más el empapado trapajo y se secó la punta de la nariz tras sorber repetidas veces.
–Pero en este caso, fuisteis Vos quien prendió fuego al agua.
–No. No fui yo.
–Es de ello de lo que se os acusa.
–¿Quién me acusa?
–Eso no puedo decíroslo –fue la seca respuesta.
Doña Mariana Montenegro permaneció largos minutos pensativa, tratando por un lado de vencer la visceral repugnancia que le producía el hediondo frailecillo que no cesaba ahora de rascarse unos sarnosos brazos que eran como oscuros y peludos palillos cubiertos de mugre, al tiempo que se esforzaba por mantener la calma y la claridad de ideas, pues tenía plena conciencia de que cuanto dijera de allí en adelante dependería su futuro y el de la criatura que llevaba en su seno. Era cosa harto sabida que el método seguido por los inquisidores para quebrar la resistencia de los interrogados, obteniendo así la confesión que deseaban sin recurrir a la tortura, solía pasar por el maquiavélico procedimiento de tejer una tupida tela de araña a base de secretos, medias verdades, veladas amenazas, o amables invitaciones a inculparse a sí mismos prometiéndoles perdón para sus supuestos delitos, y por tanto meditó mucho sus palabras sin permitirse caer en la trampa de la precipitación, antes de señalar con firmeza:
–Quien de tal iniquidad me acuse gratuitamente, lo hará sin duda por odio o enemistad hacia mi persona, y admitiréis que en ese caso, su testimonio carece de toda validez a los ojos de Dios y de la Iglesia.
–¿Se trata pues de un conocido vuestro?
–No necesariamente.
–¡Sí necesariamente! –puntualizó Fray Bernardino de Sigüenza–. Puesto que dentro de la razón no se explica la enemistad de un desconocido. Un término anula el otro.
–Jugáis con las palabras –le hizo notar la alemana entrecruzando las manos para no delatar que le temblaban, pues comenzaba a darse cuenta de la peligrosidad de la batalla dialéctica a la que su interlocutor parecía dispuesto a conducirla–. Alguien que me envidie, que desee algo que yo tengo, o que considere, injustamente, que le causé algún daño, puede ser mi acusador sin que resulte imprescindible que yo le conozca.
–¿Como por ejemplo…?
–Los frailes dominicos, que pretenden apoderarse de mi casa, pues es la única forma que tienen de ampliar su convento.
Resultó evidente que al franciscano no le desagradaba en absoluto la idea de que se lanzara tamaña acusación contra sus más directos competidores, y pareció querer asegurarse de que en esta ocasión el escribano anotaba cuidadosamente la respuesta.
–Nada tienen que ver los dominicos con todo esto –replicó por último–. Y peligroso resulta por vuestra parte acusar a hombres santos de semejantes maquinaciones.
–Yo no les he acusado –se apresuró a puntualizar doña Mariana–. Tan solo he respondido a vuestra pregunta poniendo un ejemplo… –Hizo una nueva pausa–. También podría mencionaros a mi esposo, el vizconde de Teguise, capitán León de Luna, que juró matarme porque le abandoné, y de hecho me ha perseguido ferozmente todos estos años.
–Prometió no volver a molestaros… –El improvisado inquisidor se apoderó de un piojo que corría sobre su hábito y lo aplastó entre las uñas de los pulgares con la habilidad de quien dedica a tal deporte largas horas–. Y me consta que ha cumplido su promesa. –Negó convencido–. No es él quien os acusa.
–¿Quién entonces?
–Quizás alguien que, de buena fe, desea ayudar a la Santa Madre Iglesia a librarse de quienes pretenden destruirla aliándose con «El Maligno». –Ahora fue él quien hizo una larga pausa observando con ojillos pitiñosos a la mujer, que hacía ímprobos esfuerzos por fingir que mantenía su entereza–. Decidme: ¿cómo conseguisteis hacer arder el agua de aquel lago?
–No fui yo.
–¿Quién entonces…?
–Alguien de la tripulación.
–¿Su nombre?
–Lo ignoro. Pudo ser cualquiera.
–Incluso Vos. Y quien acusa, os acusa a Vos, no a cualquier otro.
–¿Acaso se encontraba a bordo? –fue la rápida pregunta–. Porque si se encontraba sabe muy bien que miente y es a él a quien deberíais interrogar.
–No se encontraba a bordo.
–¿Cómo puede asegurar entonces que fui yo?
–¿Por qué no? Y es únicamente a Vos a quien acusa. No ha presentado cargos contra nadie más.
–¿Acaso no comprendéis que la armadora de un buque sería la última en realizar semejante tarea cuando hay más de cuarenta hombres en él?
–A no ser que sea la única que tiene poderes para hacerlo… –fue la desconcertante respuesta del franciscano–. Conozco docenas de marinos y ninguno de ellos sería capaz de hacer arder el agua de un lago. Solamente una mujer; una bruja que mantenga relaciones con «El Maligno» está capacitada para llevar a cabo tamaño prodigio.
–¿Se me juzga entonces por mi sexo? ¿Por ser la única mujer a bordo? ¿Tan solo en eso se nos considera superiores a los hombres: en nuestra capacidad de aliarnos con el demonio?
–Aún no se os juzga –especificó puntilloso Fray Bernardino de Sigüenza–. Eso lleva tiempo y requiere la presencia de mentes mucho más preclaras que la mía. Yo tan solo estoy aquí para tratar de dilucidar si existen pruebas suficientes como para dudar de vuestra fe en Dios y admitir que tal vez tengáis efectivamente tratos con el demonio.
–Pero actuáis como si ya me consideraseis culpable.
–Inquisitio, no acusatio –puntualizó el otro alzando el dedo a modo de advertencia–. Si os considerase culpable aplicaría el tormento para acabar de una vez.
–¿Seríais capaz de hacerlo?
–¿Quién soy yo para oponerme a las ordenanzas de la Santa Madre Iglesia? –se asombró el frailecillo–. Si ella, en su infinita sabiduría, ha llegado al convencimiento de que la tortura es el único medio capaz de vencer la resistencia diabólica, ¿cómo podría negarme a aplicarla?
–Más obliga a mentir la tortura que el mismísimo Satanás.
–Ignoro cuánto puede obligar a mentir la tortura, ya que jamás he visto un potro, pero si he aceptado cumplir con una misión, cumpliré con ella hasta sus últimas consecuencias, tenedlo por seguro.
–Por