a retorcer más y más los argumentos con miras a llegar a un punto en el que lo único importante era imponer el criterio que más conviniera en cada caso a la razón de Estado, sin tener en cuenta para nada la validez de la auténtica razón.
Al fin y al cabo, y como hombre docto e imparcial en todo cuanto no se relacionase con la fe, había llegado a la conclusión de que la verdad está siempre del lado de quien mejor sepa exponer sus argumentos, y que la mayor parte de las veces, cuando el ser humano busca esa verdad lo hace como el ciego que intenta averiguar el significado del color azul a través de muy distintas versiones.
–Definidme el azul –inquirió de pronto desconcertando a su interlocutor, que no pudo por menos que temer una sutilísima trampa.
–¿El azul? –repitió intentando ganar tiempo–. ¿Qué clase de azul?
–El azul que más os plazca –fue la impaciente respuesta–. Uno cualquiera. Imaginad que soy un ciego y pretendéis hacerme comprender lo que es el azul.
–Eso es del todo imposible.
–¿Por qué razón?
–Porque si un ciego no puede concebir la existencia de los colores, menos podrá concebir un color determinado.
–Excelente argumento –admitió Fray Bernardino–. Sois un hombre inteligente y de recursos.
–¡Gracias!
–No hay de qué. Pero ello me obliga a preguntarme por qué razón un hombre inteligente y que en apariencia no tiene problema alguno se complica la vida sabiendo, como debéis saber, que quien despierta a La Chicharra se arriesga a no dormir.
Se diría que al Turco Baltasar Garrote le sorprendía no ya el hecho de que el buen fraile supiera el popular sobrenombre del Santo Oficio, sino sobre todo que fuese capaz de emplearlo de una forma tan natural y sin reparos.
–Ya os he puesto al corriente de mis razones –musitó al fin.
–En efecto –aceptó el otro–. Lo habéis hecho. Pero me resisto a aceptar que sea tan solo un exceso de celo o el ansia de justicia lo único que os mueve. ¿No estará detrás de todo esto la mano del capitán León de Luna?
–¿Por qué habría de estarlo?
–Porque tengo entendido que odia a doña Mariana Montenegro.
–Y es cierto –admitió el otro–. Pero también es cierto que juró por su honor que jamás volvería a intentar nada contra ella, y es hombre que siempre cumple sus promesas.
–¿Refrendasteis Vos también tal juramento?
–¿Yo? ¿Por qué razón habría de hacerlo?
–Por solidaridad con quien os paga.
–Era mi jefe en negocios de armas, no de sentimientos. Yo no odiaba a doña Mariana.
–Y ahora… ¿La odiáis?
–La odiaré si se demuestra que es la causante de esas muertes, pero si el Santo Oficio, con su infinita sabiduría, establece su inocencia, olvidaré mis resquemores y seré incluso capaz de pedirle públicas disculpas aceptando de todo corazón el veredicto.
¡Veredicto!
Aquella era la palabra que con más insistencia acudía una y otra vez a la mente de Fray Bernardino de Sigüenza; la que se instaló aquella noche y las siguientes en su minúscula y calurosa celda como un molesto huésped impertinente; la que le obligaba a despertarse al amanecer sudando frío, y la que le impulsaba a dudar más que ninguna otra de su propia capacidad de serle de utilidad a la Santa Iglesia en tan espinoso asunto. Inquisitio y no acusatio, había sido la frase más justamente esgrimida en su momento, pero el mugriento franciscano tenía plena conciencia de que el simple hecho de aceptar que existía una mínima base argumental que le impulsase a seguir adelante con sus averiguaciones convirtiendo la inquisitio en acusatio haría que las posibilidades de que doña Mariana Montenegro se librase de morir en la hoguera fueran más bien escasas. Si el Santo Oficio tomaba la firme decisión de atravesar el inmerso océano para establecer todo el peso de su autoridad en el Nuevo Mundo, lo haría con el estruendo, la pompa y el boato que exigiría la ocasión, y no cabía esperar por tanto que aceptara en modo alguno un veredicto absolutorio, ya que eso significaría alimentar en el ánimo del populacho la vana ilusión de que el exceso de agua de mar había servido para sofocar el ardor de sus hogueras.
–Quien quiera que sea el primero, arderá hasta los huesos –se dijo–. Porque lo que habrá de prevalecer en ese caso no será la razón o la sinrazón de una inocencia, sino un principio de autoridad que no admite más dialéctica que la del terror y la violencia.
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