Jorge Ayala Blanco

La eficacia del cine mexicano


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por algunas libretistas o alguna colaboradora muy estrecha en la concepción o realización del film, halla serios obstáculos para prevalecer sobre el de directores pertenecientes al sexo masculino, pero propiciando amalgamas de mentalidades bastante significativas. Por otra parte, en “La reflexión femenina” se reproduce en pequeño la estructura de las siete anteriores partes del libro, pero referido como microestructura a las mujeres realizadoras filmando sus propias historias, empezando por la obra testamentaria de una cineasta octogenaria del cine popular, siguiendo por las cintas del escapismo oficial dirigidas por mujeres y culminando en algunos dispositivos estéticos; debería ser el reino de lo nuevo, propuesto por las mujeres cineastas mexicanas por fin expresándose, pero lo es a medias, debido a la calidad de los resultados en pantalla.

      La conclusión es propositivamente breve, casi inexistente, porque este libro no es un diagnóstico ni una autopsia, sino una discusión con el lector, una apertura hacia otra etapa de un arte que continúa vivo y, por ello, con derroteros imprevisibles. Si los mejores libros de poesía son los que convierten en poetas a sus lectores, el ideal de estas páginas es también convertir en analistas de cine a sus lectores.

      Como materiales de base para la reelaboración de los análisis se han tomado exclusivamente los artículos publicados por el autor en la sección cultural del periódico El Financiero, dirigida por Víctor Roura. Incontables correcciones, atemperaciones, atizamientos y añadidos vuelven muchas veces irreconocibles, al término de sus despiadadas reescrituras, a esos textos primarios, ninguno reproducido tal cual o con menos de una treintena de modificaciones, a menudo sustanciales.

      En cuanto a los agradecimientos, este libro ha contado con el invaluable y desinteresado auxilio del especialista en cine mexicano Mauricio Peña y reproduce varias fotografías de Gabriela Bautista tomadas sobre proyección.

      Un antilagrimón póstumo, para contradecir cierta afirmación pronto desmentida de La disolvencia del cine mexicano: la crítica de cine es un arte que ha renacido en México. Este libro aprovecha esa circunstancia como espolón y ámbito.

      Primera parte

      | El imaginario desprohibido |

      Lo único censurable es la censura.

      Vox populi

      La matanza en off

      Entelequia: reducción que se construye a partir del espejismo autónomo de una cosa. Desde los créditos iniciales con fondo negro de Rojo amanecer, de Jorge Fons (1989), se oye amplificado el tic-tac de un reloj despertador, pesa la temporalidad matraca de lo doméstico, se hace perceptible con insistencia al paso del tiempo encerrado. Más que una gran tragedia contemporánea, una metáfora colectiva o una metonimia significativa del Movimiento Estudiantil de julio-octubre de 1968 y de la masacre que lo cercenó por orden presidencial, el séptimo largometraje del cineasta santón echeverrista sin obra consistente y hoy afanoso televiso Jorge Fons (episodio Nosotros de Tú, yo, nosotros, 1970; Los cachorros, 1971; episodio Caridad de Fe, esperanza y caridad, 1973; Los albañiles, 1976) es una simple cronología supuestamente vivida y vagamente testimonial de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco, vista desde un departamento de la Unidad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco, que daría a la Plaza de las Tres Culturas y sin salir de él. Una cronología parcial y a partir de datos inconexos, una cronología desde el punto de vista de las imposibilidades de encierro y los valores inmarcesibles del familiarismo, una cronología victimológica e indigesta que no impide a las víctimas sentarse a cenar con sus visitantes forzados, en la mesa redonda del comedor a las diez de la noche. El pivote cronométrico y fin único de la trama es Una familia tlatelolca de tantas, con estatismo y sensitiva representatividad de telenovela didáctica y tercermundista, cuyos miembros recitan desde el desayuno las más diversas posturas pedestres e inconciliables respecto al Movimiento Estudiantil, como si realmente las asumieran, pero sin oportunidad alguna de llegar a probarlo: el abuelo tosijoso y cojitranco Don Roque (Jorge Fegan) esgrime su trayectoria revolucionaria de capitán jubilado para rebuznar descalificaciones contra los revoltosos amariconados que-ya-merecen-un-escarmiento, el contrariado padre funcionario menor del gobierno de Ciudad de México Humberto (Héctor Bonilla) bufa cual reaccionetas, haciendo relinchar un escepticismo políticamente amargado por la vieja traición almazanista (“Con el Gobierno no se juega”), los discordantes hijos melenudos Jorge (Damián Bichir) y Sergio (Bruno Bichir) aprovechan la ocasión para recitar los seis puntos del pliego petitorio que fundamenta sus hipotéticas militancias universitarias, la madre satisfecha esclava y hogareña Alicia (María Rojo) maúlla una copiosa sinopsis del Movimiento al externar su ronroneante preocupación de varios meses, la hermana lela con uniforme guinda de secundaria Graciela (Patricia Robles) prodiga melindrosos mohínes remolinescos para demostrar que vive en babia porque es mujercita, y el hijito encantador full time Carlitos (Ademar Tacos de oro Arau) se entusiasma con la llegada de las primeras delegaciones deportivas para la inminente Olimpiada de México (Isaac, 1968) antes de cargar sus libros de texto gratuito, ya amarillentos por las décadas transcurridas. Luego, al enfático hilo de las horas y las hojas del calendario mal pegosteadas, se escalonarán ecos de los trágicos hechos consabidos, sin añadir nada a la confusión retrospectiva, ni señalar culpables (ya tan autoacusados como el propio presidente Gustavo Díaz Ordaz al término de su sexenio), ni esclarecer punto alguno, permaneciendo fuera de cualquier contexto político, en clave exclusiva para mexicanos evocadores, incluso, empobreciendo a rabiar los datos manejados por la vox populi. La electricidad y el teléfono son cortados desde la mañana, se advierte la presencia de extraños elementos armados en los edificios mucho antes de comenzar el mitin estudiantil en la plaza, estalla el resplandor de bengalas en el cielo, suenan altavoces y tiroteos, los hijos regresan con compañeros traumatizados y cargando un herido (Eduardo Palomo), la hoja de retiro del abuelo exmilitar protege a la familia refugiada del cateo por parte de un amable subteniente (Carlos Cardán), el papi llega con retraso, cesa la tensión, a medianoche se entrometen en el departamento unos torvos guaruras con guante blanco (¿del paramilitar Batallón Olimpia?) y matan despiadadamente a todos. Y al final, único sobreviviente, el niño de la casa baja la escalera entre cadáveres, mientras afuera un barrendero matinal cumple con su noble labor de limpieza (o de Limpidez, según el célebre poema de Octavio Paz sobre el hecho). Soñándose valerosa crónica indirecta, el esquema cronológico ha sido llenado cual circunstancial expediente oficinesco de manera tan reduccionista como torpe e infantiloide. Reducción política, reducción vivencial, reducción insignificante. Dos de octubre no se olvida, pero se banaliza. Rojo amanecer es la entelequia de un esquema pueril.

      Entelequia: enunciado que prescinde de la realidad como esencia o forma de ser para hablar de ella. Con glamur de película maldita, retenida para su reglamentaria aprobación gubernamental más de la cuenta pero jamás prohibida, cuyo miniescándalo / sainete sólo sirvió para que se enseñoreara el director de RTC, Javier Nájera Torres, al autorizarla por encima de las decisiones de sus subalternos y para que los autores del film creyeran haber hecho caer a una directora de cinematografía particularmente torpe (Mercedes Certucha Llano), la ficción se apoya ante todo en tardos diálogos a lo Polvo de luz (Cristian González, 1988) del mercenario guionista sotoizquierdero Xavier Robles (“Yo no soy un inútil como tus hijos, antes la juventud era diferente” / “En estos tiempos es más peligroso ser estudiante que criminal” / “Se cayó en la plaza así nomás”), herrumbrosamente fotografiados por Miguel Garzón y dotados de la truculenta agilidad telenovelera de Fons. Como medida compensatoria se ofrece la frustración constante del espectador. A pesar de las expectativas despertadas (y extintas) a cada momento, nunca se presentará la matanza de manera directa, objetiva y explícita. La naturaleza fílmica de esa matanza permanece alusiva e hipotética, pertenece al dominio de lo inmostrable (como el rostro del bígamo de Rosa de dos aromas de Gazcón, 1989), perteneciente al dominio del atestado verbal y la pista sonora, mero producto del ocultamiento y la prestidigitación visual, anterior a cualquier estética cinematográfica del signo (Bresson, Ozu). La Noche de Tlatelolco ya tenía su crónica periodística (Poniatowska, Monsiváis), su novela (González de Alba, Del Paso), su poesía (Paz, Becerra) y su documental insuperable (El grito de López Arretche, 1968-1970); faltaba su telenovela burda y tremendista, en formato de rupestre cine posindustrial. Una matanza fuera de campo, matanza en off, matanza platicada y a base