Jorge Ayala Blanco

La eficacia del cine mexicano


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mexicano jamás podrá traicionar a su patria”) saldrá huyendo por la carretera de Cuernavaca para hacerse eliminar. Pero la cinta vale también tanto como otra serie de villanos tan inusitados como excedidos, todos involucrados en la misma confabulación: el felino coronel De la Plata (Ernesto Vilches) y otros agregados militares sudamericanos, el batracio embajador de la república de Nueva Extremadura (Jorge Fegan), el octópodo coronel estadunidense Perkins (Luis Couturier) y ciertos agentes rubios que conspiran en inglés tarado para declarar loco al mandatario mexicano (“Yess, we arre workingg on itt”). Al servicio de un ministro antiobrerista que de seguro pondría de rodillas a la economía nacional ante algún Acuerdo de Libre Comercio con Estados Unidos, los agentes de los ya desaparecidos gorilatos latinoamericanos se han coludido con agentes de la CIA, pero se han topado con la resistencia que les opone el presi, vulnerado y temeroso de una campaña internacional en su contra, aunque bien documentado por un viejo libro sobre las actividades de la cia, escrito por el exagente Marcheti. El humor involuntario se ha politizado para identificar a un enemigo folletinesco que fataliza miedos válidos y los vuelve ineluctables, desde sus raíces hasta sus consecuencias extremas (si bien ya con total vigencia cotidiana).

      Intriga contra México ha tenido la audacia de politizar el inminente golpe militar. Versión paródica de las películas de política-ficción que se pusieron de moda en el cine estadunidense durante los sesentas sobre retorcidos atentados magnicidas (El embajador del miedo de Frankenheimer, 1962), sobre insólitos golpes militares urdidos por el Pentágono (Siete días de mayo de Frankenheimer, 1963) y sobre la difícil elección del candidato a sucesor presidencial (El mejor candidato de Schaffner, 1964), la ficción paranoica de Pérez Gavilán hace realidad los temores / rumores clasemedieros de un golpe militar en México durante las álgidas sucesiones presidenciales de 1976 y 1982. A pesar de lo tosco de sus planteamientos y lo exagerado de su ejecución fílmica, sorprende la aritmética contrarrevolucionaria del Ejército Mexicano tan posible siempre en un momento de crisis y un extraño escalofrío recorre al más escéptico espectador burlón cuando los motores de los transportes militares nacionales empiezan a ocupar las “principales plazas” comenzando por reconocibles calles chilangas (frente a la tienda Viana de Salto del Agua, por ejemplo). La pantalla se estremece y, de súbito, lo hilarante posible acomete con la evidencia de lo probable: inminente, inevitable y ya en acto. El efectivo golpe militar a la mexicana se reducirá a eso: a la ambición trasnochadamente nacionalista de un par de generales brutazos (Ruiz, Blas García), la facilidad de sacar al exterior camiones blindados y vagonetas, los pasos redoblados que se camuflajean en el atardecer, los informes de avances en el cuartel del Estado Mayor, las banderitas que se clavan sobre un mapa ominosamente desplegado, y la información sobre movilizaciones armadas que tardíamente llegan a un presidente acorralado, pero dispuesto a recibir la inopinada visita de sus generalazos, ya magnificando su allendista madera de mártires. El humor involuntario se ha politizado para rebajar la fragilidad de los gobiernos priistas (sin apoyo popular, prendidos con alfileres) al nivel de Bolivia, dependiendo de la fidelidad magnánima castrense y zarandeable por cualquier complot franquista (a lo Dragon Rapide de Camino, 1986).

      Intriga contra México ha tenido el desacato de politizar las lealtades sumisas. A final de cuentas, sólo auxiliado por las inverosimilitudes pueriles de la trama podrá salir airoso el declaracionista presidente Pancho en la conjura que se centraba en el ministro Pancho López. Como por arte de magia o por forzado artificio de alquimia electoral, todo regresará finalmente a la normalidad. Hasta habrá ganancia. El presi retendrá su puesto, el dedazo en la sucesión presidencial seguirá su libre curso (aplausos de la cinta en última instancia bien lambiscona), se suicidará avergonzado el joven capitán amanuense Roberto Tarriba (Eduardo Linaje), quien era el responsable de los recaditos y las sorpresitas clandestinas, el golpe militar quedará exorcizado, los villanos incosteables de la CIA serán capturados en sus coches cual narcotraficantes para ser declarados personas non gratas, y el buen presi conmovedor recobrará el respeto de sus seres queridos como en elección edificante de integración familiar. No contaban con el arma escondida del film, el dispositivo omnisciente de la vida política nacional y pilar inobjetable del presidencialismo: la sumisión absurda y rastrera. Al final, todo mundo se someterá sumisamente al presidente, reinventado por la grandeza de tantas caninas adhesiones: la adhesión silenciosa de los televidentes de su mensaje desesperado, la sumisión compungida de los generales que se atrevieron a suponer una traición presidencial, la sumisión sonriente de los familiares recobrados, la sumisión espontánea de un saludador camarógrafo de Lamevisión, la sumisión caritativa de guardaespaldas y demás criaturas providenciales. Hasta el presidente de Estados Unidos hablará por teléfono para felicitar a su colega por lo bien que supo manejar la situación, y el presi Pancho ya podrá perdonar al ministro Erasmo (Antonio Medellín), castigado como embajador en China, para nombrarlo sucesor por dedazo benefactor. El humor involuntario se ha politizado para ser más papista en la petición y colecta de sumisiones que el propio Papá Gobierno.

      Intriga contra México ha tenido el arrojo de politizar el pánico inconfesable. Este churrazo ridículo de Pérez Gavilán estuvo prohibido durante más de tres años, debió cambiar “voluntaria” y estratégicamente el nombre de ¿Nos traicionará el Presidente? por el que identifica a México con la Figura Presidencial, denuncia abundantes mutilaciones de diálogos altisonantes y se le incluyó con retumbante éxito de hilaridad en la XXIII Muestra Internacional de Cine en 1990 y, hasta un año después, fue malprogramado por la empresa paraestatal COTSA para que tronara a la primera semana. ¿A qué temía el gobierno mexicano?, ¿al reconocimiento de la debilidad presidencial, a la adulteración de un primarismo en los planteamientos políticos vigentes, a un antiimperialismo meramente folletinesco aunque visceral, a la suposición caldeable de un golpe militar, a una solicitud de sumisiones demasiado obvias?, ¿a la politización de todos esos atrevimientos, osadías, temeridades, audacias, desacatos y arrojos?, ¿al humor involuntario que emanaba de todo ello?, ¿al pensamiento mágico con trucos burdos que salvará al Sistema?, ¿a qué, a qué?

      El martirio del agente solovino

      Si existe una fascinación por el mal en mexican style, El secuestro de un policía, de Alfredo B. Crevenna (1985), sería su típico representante, a la vez famélicamente epónimo y políticamente peligroso.

      Érase que se era en el más pinchito principio rastacuero, fue un admirado e idealizado jefe narco (el otrora galán desangelado Fernando Casanova de El hombre del alazán), un anónimo hombrazo de cabellos plateados, con sombrero texano y atuendo en blanco impoluto, que gozaba imponiendo sus desmanes sexoviolentos por encima de las interferencias policiacas binacionales, mexicano-estadunidenses, en una indigente película vagamente bilingüe, aunque filmada en Los Ángeles y en los alrededores de Ciudad de México. Y el sonriente jefe narco aventaba billetes verdes como alpiste a las ávidas golfas alineadas en los sillones de su sala, se ponía histérico cuando las reptantes suripantas se peleaban en la pizca del dinero, esbozaba un ademán de hartazgo para que sus diligentes guaruras en compañía de un grupo musical le desalojaran el lugar (“órale viejas jijas”), se levantaba trastabillante como cualquier briagadales, creaba una perpleja tensión al expresar su nuevo capricho de sexagenario (“Quiero que me traigan una señorita y que sea virgen”), y de inmediato los más torvos secuaces (Rojo Grau, Gilberto Román) saldrían a raptarle en una avenida a la hermosa Julia (Arlette Pacheco), previo acribillamiento del padre de ella, para que el poderoso capo se solazara fingiendo amparar seductoramente a la chica (“Ya mandé mi médico particular a atender a tu padre”) y se atreviera a sobarle un muslo en la cama, disuadiéndola después de toda rebeldía e intento de fuga (“Quítate esos malos pensamientos, ya eres mi amante”), antes de ahogarla en un jacuzzi lleno con champán (“Ya no, ya no”).

      Luego, el ruquísimo antihéroe, latifundista y poderoso, se la pasaba huyendo de finca en finca, a bordo de un helicóptero y trayendo subrepticios cargamentos sudamericanos (de Perú, de Colombia) por la misma vía. Hacía que sus sicarios le abrieran la panza a una traficante moribunda (“Cuidado con las bolsitas de plástico”) y mandaba abortar a la guapa compañera colombiana-locombiana de ésta, llamada Alejandra (Sasha Montenegro), para adoptarla como su protegida favorita, tras haberla liberado de la prisión cuando era trasladada en una camioneta policiaca. Por supuesto, el villanazo sostenía apariencias