Jorge Ayala Blanco

La eficacia del cine mexicano


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en Lo negro del Negro de Rodríguez Vázquez-Escamilla, 1985), y por ello rechaza esculturales rorras de alberca lúbrica, seguro de llegar a tenerlas en su oficina futura (“Yo no necesito escoger, sino que se me ofrezcan”). Así como los héroes del díptico El narco / Matadero (Gilberto de Anda, 1985-1986) se sumergían en una olla podrida de rurales mexicanos, agentes del FBI, narcos, exRambos orates de Vietnam, hechiceros del Ku Klux Klan e indocumentados aptos para jugar a la cacería humana, el transformista Durazo se sumerge en un brebaje acedo de traficantes de armas, agentes de la Procu, narcos, guerrilleros orates, curanderas alucinógenas, rescatistas kamikases, políticos encumbrados y él mismo, para jugar a la cacería humana. Así como Edgardo Gazcón en Ladrón (Gilberto de Anda, 1986) debía robar comprometedoras pruebas de fabricación de armas en una juguetería, el encorbatado Durazo debe seguir pistas de cualquier tipo de malhechores en el vasto territorio nacional para hacerse acreedor a su nombramiento de coleccionista de armas al frente de la juguetería policiaca metropolitana. Así como los guerrilleros centroamericanos de El ansia de matar (Gilberto de Anda, 1987) eran ascendidos a homicidas gratuitos de refugiados guatemaltecos y familiares en vacaciones chiapanecas, el proteico Durazo será ascendido a bronco justiciero milusos. Así como a fuerza de traiciones delatoras el Caro Quintero de La mafia tiembla (Gilberto de Anda, 1987) secuestraba a una joven para huir protegido, el arrojado Durazo se valdrá de bienaventurados pitazos para terminar acribillando a un narco que secuestraba jóvenes a su paso para huir protegido. Así como el expresidiario Edgardo Gazcón de La ley de las calles (Gilberto de Anda, 1988) hacía justicia deseando casarse con su novia ultrajada, el involuntario arribista Durazo reparte justicia a mano armada, deseando uncirse en la jefatura de la policía ultrajada. Y así como el policía acelerado Valentín Trujillo de A sangre y fuego trasladaba reos a través de la jungla para acabar vengándolos cuando morían, el jefazo Durazo traslada a un guarura a la montaña para que Pachita lo haga picadillo sanguinolento y luego pueda vengarlo lloroso. El blanqueo canonizador incluye a Mi Prepotente Inolvidable. Así se templó el acero de la prepotencia solidaria del oscuro héroe policial con su Cementerio de terror privado.

      Todo lo que la iconografía edificante pueda ofrecer a Durazo, la verdadera historia, se hace poco. Gracias al calculado peso escénico de un elegantioso Sergio Bustamante (rumbo a Playa azul de Joskowicz, 1991), con coqueta peluca blancuzca, mirando altivamente hacia la reivindicadora eternidad, logra integrarse una inagotable galería de retratos inmarcesibles del hipotético Durazo, aunque ayuna de estructura dramática, o simplemente de coherencia entre estampa y estampa. Durazo desdeñoso, rehusando compartir el polvito blanco que los drogos del mingitorio ilusamente le quieren convidar (“Nada más eso me faltaba”) y provocando que por eso se maten entre ellos. Durazo docto, interrogando en los separos de la Judicial a los interrogadores, con el clásico tehuacán del tormento entre las manos, delante de un detenido semidesmayado y sangrante (“¿Qué le han sacado?”). Durazo fiel servidor, exigiendo al procurador (Alfredo Leal) cien personas y armamento especial para detener a los cuatro tráileres repletos de armas. Durazo impertérrito, a la luz de la luna, ante un triángulo de hogueras esperando el convoy y sosteniendo un rifle con bomba de bazooka como flor en la punta. Durazo indomable, aunque todavía trastornado por el bebedizo sicotrópico, intentando liberar al destrozado por la limpia brujeril-hermelindesca. Durazo iluminado, recibiendo en su mazmorra un transfigurador baño de luces que se filtran directamente hacia él desde las alturas. Durazo estoico, sobreponiéndose a su desventaja física (obeso, tacón, preanciano) para repartir topes sorpresivos y puñetazos a los braveros de un bar galante. Durazo orgulloso, de caqui y corbata blanca, apuntando desafiante al cadáver del narcolombiano ya destripado en medio del salón de fiestas palaciegas. Durazo desvelado, fumando como chacuaco en el lecho conyugal y tolerando el insomnio, producto de las trascendentales decisiones que debe asumir. Durazo compungido y lloroso, tomando posesión de su nuevo cargo de jefe de la Policía Metropolitana, imperdonable por sus enemigos jurados. Otros eran los que torturaban, depredaban y se enriquecían con el tráfico de narcóticos e influencias; él sólo encaraba las situaciones sin cuestionar, disciplinado, embebido en el cumplimiento de su deber, combatiendo al mismo nivel a la guerrilla y a la grifa, sin probarlas jamás. La efigie petrificada como génesis y síntesis de las dotes naturales del Poder. El blanqueo canonizador incluye a Mi Querido Poder Negro efímero. La hagiografía laica en vida admira lo compadecible y compadece lo admirable.

      Todo lo que el resplandor público pueda ofrecer a Durazo, la verdadera historia, se hace poco. Cuando, con toda discreción, en octubre de 1990, el licenciado Nájera Torres de RTC suspendió de hecho la censura fílmica, nadie se imaginaba que entre las cintas desprohibidas se encontraría una inocentada como Durazo, la verdadera historia, una inocentada que durante años había sido solicitada y retenida por el Tribunal de lo Contencioso de la Procuraduría General de la República, una higadesca inocentada cuyo título era sensacionalista y antisensacionalista-comprensivo-justiciero a un tiempo, una inocentada conmovedoramente mentirosa, una exaltante inocentada para inocentar la trayectoria prepoderosa y predesalmada de un exjefe policiaco que aún estaba purgando sentencia por delitos menores (acopio de armas y amenazas cumplidas en grado de extorsión). ¿A qué le tenía miedo el Estado en esta exaltadora cinta, inofensiva a rabiar y obviamente de encargo? Sin duda, tenía miedo a toda alusión directa al expresidente de la República José López Portillo; tan es así que todas las pequeñas mutilaciones que debieron practicársele a la cinta para ser autorizada contenían menciones directas del exmandatario, a nivel de diálogo, en las que se le denominaba Pepe, El Cejas y demás. Sin duda, tenía miedo a la exhibición de los quemantes nexos de amistad que unían a López Portillo con su protegido predilecto y futuro héroe de nota roja sublimada, nexos establecidos desde la infancia hasta la ignominia, nexos desde siempre del dominio público; pero nexos que ahí están, con entusiasta candor chafa, en esas irrefutables evidencias celuloidales.

      Durazo-Bustamente recibe por orden presidencial el encargo de apoderarse del convoy con armas, arriesga su vida en los aires por ir al rescate del hijo de un amigo de su Supercuate, destapa el moño presidencial que engalana al magnificente regalo de una metralleta con mira telescópica y rayos infrarrojos (en la escena más babeante), se desprende de sus guaruras en un garden party de Los Pinos para ir a abrazar a su Amigo (sin posibilidad de contracampo como en Rojo amanecer de Fons, 1989), evoca una noble plática con Él cual romántica quinceañera dotada de patrulla, y basta un sobre con escudo nacional y banda tricolor para que su destino sea catapultado a un puestazo y a la dudosa inmortalidad. Pero quizá el Elegido sabía demasiado. Ya ungido y con uniforme de general, aún sin reponerse del despliegue motociclístico de su recepción y de los desfiguros de los policías irremediablemente chaparros de su corporación, Durazo pronunciaba la frase premonitoria de su martirio (“Me late que esto me va a costar muy caro algún día”), mientras veía cerrarse las simbólicas rejas de la prisión dentro de su flamante oficina de jefe policiaco impoluto, desde ya, en una conclusión de guillotina. El blanqueo canonizador incluye a Mis Signos del Poder, el carnaval de los signos magnos como génesis y síntesis de las culpas naturales del poder. El roce acomplejado con los signos del poder conduce a la entronización de San Durazo, virgen y mártir. Todo porvenir de escándalo se hace poco para él.

      La salvajadita exterminadora

      En La venganza de los punks de Damián Acosta (1987) sólo hay espacio para la fantasía descompuesta. Dentro de un filón a jirones acaso ya irrepetible en sus maniacodepresivos alcances pulsionales y sus fantasías inconscientes, ojerosa y con pintarrajeos de plumero viviente, trepidante y en plena crispación corroída, la salvajada nihilista del más virulento cine popular se ha instalado a sus anchas en una tierra de nadie, infrasubdesarrolladamente equidistante de sus mitológicos faros inalcanzables (Mad Max 2: guerrero de la carretera de Miller, 1981; El reclamador de Cox, 1984; incluso ecos del multisaqueado El vengador anónimo de Winner, 1974) y se expande, ilimitada, hasta donde su malsana imaginación aguante. Por supuesto, como era de temerse o desearse, ese nihilismo y esta virulencia medran aferrados a la eficacia del ridículo delirante, la víscera triunfal, el exceso de excesos y la denodada búsqueda de apoyos cada vez más descabellados o pérfidos, incluso de hedionda inocentada o historieta aventurera, en las antípodas de la salvajada pretendida, sólo por falta de autoconvencimiento real. Pero en el cruce de tensiones entre todos esos elementos dispares, elementos dinámicos per se hasta la pueril perversidad