Jorge Ayala Blanco

La eficacia del cine mexicano


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un reducto anacrónico de la irresponsable, aunque excitante escalada de excesos del cine delamadridista, fue programado en los cines más mugres de COTSA, sin publicidad y de manera efímera, pese a su éxito inicial, so pretexto de que daba “un mal ejemplo a la juventud”.

      De aflictiva orgía sexual en exagerada orgía violenta, lo único subversivo que podría detectarse en el relato de Acosta sería lo calenturiento de sus dolores y goces, en el vértigo de las sensaciones fuertes. Como algunos grandes cultivadores del cine de acción (Anthony Mann a la cabeza), la intuición desequilibrada del enfático director Acosta gusta de presentar el dolor en el interior del ejercicio de la violencia, tanto el dolor de quien la recibe como el de quien la ejerce. En sus peores momentos de dolor, el policía invoca el nombre de su esposa difunta (“¡¡¡Amanda!!!”), gritando de remordimiento y desesperación, pero sin dejar de ejercer la más brutal violencia. Algo semejante ocurre también con el goce. Al igual que en El violador infernal, en La venganza de los punks domina el goce como subversión. Sin culpa alguna, aquí se gozan los excesos múltiples de droga, sexo abierto, crueldad, tortura brutal y herejía satánica; pero también goza intermitente la puesta en escena, goza la violadora con gestos zoofílicos, goza el nalgazo de despedida a los hogareños acribillados, goza el agarrón de tetas como alcayatas, goza el triángulo público dibujado en rojo sobre un abdomen femenino, goza la exterminadora ronda noctívaga, goza el ritmo vertiginoso del abuso.

      Por último, en La venganza de los punks, el relato no culmina, sino simplemente se extingue, sin beneficio de moral ni moraleja alguna. Como si se arrepintiera la ficción al póstumo minuto, el policía sicótico despierta de la pesadilla abrazado a su mujer muerta (Luz María Jerez), pero luego sigue caminando desalentado a través de un paraje umbrío. Extinción de la venganza irracional, extinción de la trama insostenible, extinción del ánimo descompuesto. Todo se extingue a un tiempo en la salvajadita exterminadora. De bombazo en exterminio y de exterminio en exterminio, sin tiempo para el intermezzo sentimental o el respiro anticlimático, colocando al mismo nivel aquel inicial ametrallamiento de una familia inocente y la devastación final del campamento de los malhechores, el arrasamiento subnormal de todos los valores convencionales, o simplemente humanos, se prolongó, erizado, hasta las apoteosis seriadas de la trama, y luego sólo el consuelo tajante de la Nada.

      La barbajanada atropellante

      Una película como Las paradas de los choferes, de Ángel Rodríguez Vázquez (1989), equivale a un informulado e irreflexivo ensayo en acto sobre la barbajanada, al descubrirla múltiple y dejarla manifestarse, a un tiempo, de manera dramática, oral, sensual, escamoteable y filosófica, como sigue.

      Barbajanada: praxis abrupta de lo obsceno y lo soez. Diseñado cual mero dispositivo para propulsar al desconocido cantante bravío Juan Luis Saval, en doble papel y tan mariachi antes de la película como impopular después de ella, el sexto largometraje lépero-mandado del destajista Ángel Rodríguez Vázquez (El fuego de mi ahijada, 1978; Las nenas del amor, 1981; Lo negro del Negro, 1984; Kung fu mortal: Operación Zodiaco, 1985; Cinco pollas en peligro, 1986) se desarrolla dentro de las más radicales incoherencias y confusiones narrativas. En el centro están los lances y líos amorosos de un puñado de conductores barbajanes (“En las curvas y subidas los choferes se entretienen / en los valles y bajadas los choferes se divierten”), que se desempeñaban como taxistas en una central privada, hasta que el dueño pretende venderles en abonos los vehículos, provocando diversas reacciones (“¿cuarenta mil pesos diarios?, ¿con qué chingados vamos a vivir?”); el chirris vejancón Pascual (Memo de Alvarado Condorito) se siente agredido (“¿cuarenta mil bolas? Mejor se las doy a tu hermana”) y mejor se dedica a chofer de combi; el gordazo bigotes de aguacero Ponciano (Pancho Pantera) desafana luego luego (“Yo ni maiz, primero me compro calzones y luego carro”) y se larga a trabajar de camionero en una empresa fílmica; el lerdo Púas (Rubén Púas Olivares) rechaza de cuajo todo arreglo (“Yo no hago rondanas con hojalateros”) y se mete de asalariado en ómnibus de México, emboletando también al galanazo broncudo Juan (Juan Luis Saval); únicamente el redondo Nopal, tan baboso como su nombre (Sergio Ramos el Comanche), acepta la oportunidad de tener taxi propio (“Pinches amargosos, van a ver que sí se puede”), aunque sea con sacrificios de su esposa Irma (Ana Luisa Peluffo), y lo secunda Beto (Juan Luis Saval en segundo papel), el hermano gemelo de Juan, quien quiere el taxi para poder casarse con la despampanante güereja cuarentona Cathy (Norma Lee) que se le ha entregado llorando en un parque (“Tengo miedo de que después de esto ya no me tomes en serio y hasta te olvides de mí”). Para celebrar sus nuevas chambas, todos se van al Salón Tropicana (“Pedacito de mi vida / te quiero tanto”), donde putañean a gusto y, por el robo de una cartera, terminan a golpes y huyendo. La trama, no obstante, se esfuma en incidentes con escasa ilación: un choque de Beto con cierto bravero que se calma en virtud de un parto dentro del taxi, una peregrinación a la Villa en combis adornadas y ofrenda en forma de trajinera xochimilca, unas mañanitas a la Virgen con misa incensada por tres padres, una embarrada de helado al taxista Nopal por una chiquilla insufrible que pretende limpiarlo con un brasier-trofeo del tipo, un asalto al mismo Nopal por cierta viejecita encantadora que lo deja en cueros, un raterillo de bolsos al que Juan acaba alivianando con una lana, acostones, adulterios mal planteados, misteriosos anónimos y ligues en autobús foráneo con las esposas del Nopal y de Pascual (Candelaria Domínguez) que culminan en Monterrey como lección para sus maridos, quienes se han vestido de mujeres para recuperarlas (“¿Qué estará mi mujer pensando de mí?” / “Pues que en vez de cornudo, resultaste puto”). Para colmo, nunca se entiende cuál es Juan y cuál Beto, aunque éste es sorprendido por Cathy ligando con su patrona del salón de belleza y debe organizarle un reventón con putas al tío alcahuete de ella, con el objeto de contentarla y terminar desposándola. Las paradas de los choferes o la barbajanada dramática. La barbajanada si confusa, dos veces intrigante.

      Barbajanada: salto gracioso y atropellante del lenguaje entre lo obsceno y lo soez. Escrito con evidente seudónimo por Sablum Ávalos (¿anagrama de Juan Luis Saval?) en colaboración con Arturo Albo, el guion de Las paradas de los choferes lleva el albur erecto desde el título y está plagado de albures en feria, en carnaval, en hastío, como pocas veces dentro de nuestro más alburero cine subindustrial (incluidos Albures mexicanos y las Picardías mexicanas). El albur está presente en todas tus partes y circunstancias. Se alburea en la canción-tema que abre / cierra el film y el héroe te la sambute entera por la mitad del relato (“Si te pide la parada, ve metiendo la primera / no se vaya a bajar, sin meterle la tercera”). Se alburea en el simple saludo de los choferes Pascual y Ponciano (“¿A poco se te paró?” / “No sea mamila, acuérdese que el otro lo tengo guardado para su hermana” / “Chale chale, ahora sí te pasaste de vaselina, hijo” / “Si no la aguanta, no le eche espray”). Se alburea como despedida (“Pues órale, circulando” / “Te lo lavas” / “Y el agua te la traigo para que te bañes, buey”). Se alburea a la aún guaposa Irma que le ha hecho la parada al taxi VW del donjuanesco Juan (“Buenas” / “Más buenas las tiene usted, disculpe, pero no me hizo bien la parada” / “¿Qué parada?” / “La que tú quieras, chulada” / “Pues entonces lléveme a Tepito” / “¿Tepito por delante o Tepito por detrás?” / “Ay, yo no sabía que también se podía entrar a Tepito por detrás” / “Por donde tú quieras, preciosa”). Se alburea bajo las sábanas entre esposos para sostener un malentendido en que el Nopal, con su eterna gorrita de estambre, habla de la cuota de cuarenta mil pesos diarios y su Irma se entusiasma con hacerlo cuatro veces diarias (“Tú tendrás que aguantarte lo más que puedas, esperando que yo termine” / “Ay mi vida, yo te aguanto todo lo que tú quieras”). Se alburea a la ficherona que saluda a los de la barra al ras de la pista (“Quiubo, muñecos, yo soy la piola, para lo que sirvan y manden” / “¿Te lo dicen por lo flaca, o porque le haces mucho al trompo?” / “Ésa mi nalgas de cebolla” / “¿Por lo blancas y gorditas?” / “No, porque están para llorar”). Se alburea al Púas por levantarse para ir al mingitorio (“Voy a mi arbolito” / “Llévate el mío, carnal” / “Ésta, es suya” / “No, pero llévatela adentro”). Se alburea con el animador que introduce la sicalíptica variedad (“Ahí les van las paradas... de los choferes, bueyes” / “Cuando se te acabe el perfume, me avientas con el frasco”). Instrumento para favorecer la intimidad en la comunicación