Jorge Ayala Blanco

La eficacia del cine mexicano


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1958), desnudista hasta El reventón (Burns, 1975) y hasta el final, e incluso más allá del final, hasta el más allá del más allá, la prodigiosa Ana Luisa Peluffo presta sus maduras sinuosidades y sus senos maravillosamente firmes a ese terrible Satán jacarandoso que no rechazarían las erofantasías feministas de la efímera realizadora Isela Vega en Las amantes del Señor de la Noche (1984).

      En la prisión, a la mitad de un acuchillamiento doméstico, entre resplandores que quiebran la nocturnidad boscosa, al término de un sacrificio congratulable (“Eres mi hijo predilecto, el mejor que ha habido”), o en la azotea desde la cual condena al Gato correlón de la policía a una segunda muerte (por no haber marcado a Maribel, su última víctima). Media docena de apariciones inesperadas pero recurrentes, con atuendos siempre distintos, aunque semejantes. Brazos omnipotentes en alto, gasas variopintas, transparentes vestidos llenos de destellos, rayos rectilíneos saliendo de sus órbitas oculares, azulosos cabellos de Gorgona en el espanto, viento portátil, cabellos luminosos, ojos agrandados por maquillajes monocromos. Satán matrona impúdica, Satán vieja marrana, Satán patrona insaciable, Satán siempre kitsch y camp, siempre grandilocuente y desordenante. Un Satán irrebatible, venido de Nunca Jamás, se divierte y se consigue vicarios goces sexonarcohomicidas, con la avidez palpitante de su satanizado exceso satánico.

      En la genérica Venganza suicida de Ruiz Llaneza (1990), una multiultrajada Patricia Rivera se cambiaba el rostro para achicharrar el pene a uno de sus antiguos violadores, cercenar las manos a otro, atropellar a un tercero después de flambearlo, degollar al último y acabar tiroteando a su propio galán inocente: pero nada de ello sacudía los valores de nadie y el bodriazo cotorrísimo se exhibió sin problemas. El secreto de la prohibición de la película-violación de Acosta hay que desentrañarlo mediante un conjunto de excesos del relato y, sobre todo, mediante los goces, en especial los goces contradictorios que evidencia el engendro interpretado por el magnífico actor esporádicamente protagónico Noé Murayama. Intensidad de su piadosa sumisión durante el electrocutamiento, intensidad de su crueldad orgásmica a ojos cerrados o de sus caricias con desvanecimientos, intensidad de sus arrobamientos y sobresaltos paranoicos, intensidad al musitar odas a la piel de las mujeres, mientras libidinoso las acaricia encueradas, intensidad en sus odios impertérritos, intensidad de sus temores todavía humanos.

      El gestual excesivo del subvertido seductor antiglamuroso se ha vuelto subversivo. ¿Un Gilles de Rais de tres centavos?, ¿última reconversión de la momia monacal de El fantasma del convento (De Fuentes, 1934)?, ¿otra versión sincrética de los mitos pactodemoniacos a lo Retorno a la juventud (Bustillo Oro, 1953) del inexplorado cine fantástico mexicano?, ¿una fusión del draculesco Germán Robles y del seudogalán Abel Salazar de El vampiro (Méndez, 1957)?, ¿un maloso infrasub de cualquier película de episodios de el Santo?, ¿un remedo muy nuestro del luciferino Robert de Niro de Corazón satánico o Cabo de miedo), ¿una bestia del Apocalipsis garrapateando una nota roja con faltas ortográficas? En Tlayucan (Alcoriza, 1961) y en la experimental ficción rulfiana de Mitl Valdez (Tras el horizonte, 1984), Noé Murayama ya encarnaba al dañado moral por excelencia del mundo agrario; ahora su gestual placentero es la subversión pura del Mal absoluto.

      No hay olvido vergonzoso y el remate del subfilm maniaco de Acosta, sin perder su tono de crispación desenfadada, se adjudica para terminar un chiste posmo, más bien digno de las ficciones virtuosísticas de Parker, de De Palma o de Verhoeven (Bajos instintos, 1991). Todo habrá de concluir en un terminante excesivo Terminator (Cameron, 1984 / 1991), mucho más convincente que el dizque intergaláctico perseguidor grandulón con inofensivos colmillos draculosos de Luchadores de las estrellas (López Real, 1992). Acribillado por la policía y desplomado al vacío, el cadáver de el Gato es llevado a la morgue y, allí, tendido sobre una plancha pela de nuevo los ojos, negándose otra vez a morir, pero ahora por terco impulso propio.

      La negrura enrarecida

      Mientras aguarda y espía agónico, cautivo de tensión en el estrecho pasillo de la angustia, con las botas refregándose sobre el pantalón, la espalda repegada a las paredes, la metralleta enhiesta, los espesos bigotes en punta flácida, la faz descompuesta y los oídos inundados de sadomasoquistas quejiditos emergiendo de una puerta mal cerrada, al anónimo pero feroz matón a sueldo apodado el Güero (Humberto Zurita) evoca irónicamente el día de su Primera comunión (Mariscal, 1967), o más bien es asaltado por ella. Bajo las guirnaldas del atrio al salir, la madre cayó fulminada por los tiros cruzados, pero la jeta sangrante del padre (Guillermo García Cantú) alcanzó a parársele enfrente al niño de 8 años y dictarle, antes de fallecer, una personal / impersonal lección de furioso machismo testiculátrico (“Vas a quedarte solo” / “Hay que echarle muchos huevos”), para certificar El principio (Martínez, 1972) de todas las futuras deformaciones conductuales del pequeño. Pero también la rabia de ese atesorado recuerdo traumático, cual contacto con revigorizante tierra nutricia, dará a nuestro Güero-Anteo fuerza, energía y ánimo: la fuerza necesaria para romper con su punto muerto y dinamizarse, la energía bastante para tirotear gratuitamente a bocajarro al guardián del pasillo e irrumpir en la habitación echando bala al puto gordo perverso que se hacía cachetear sobre una cama y acribillar hasta al inofensivo radio del buró, el ánimo suficiente para abofetear al labiopintado chichifo con temblequeante parafernalia de cuero negro (Samuel Loo) y meterle con la mayor parsimonia el fálico cañón del arma en la boca antes de jalar gozoso el gatillo, reclamando un sitio preeminente, aunque sometido, en el Imperio de los malditos de Cristian González (1992).

      Por supuesto, del anclaje en la infancia deriva la asfixiante carga de angustias, crueldades, miedos e incapacidades del encrespado criminal. Sin dolor no hay placer: el placer de matar, la infamia por placer, el antiescándalo del pistolero perturbado, en un sombrío relato que va retorciéndose a su imagen y semejanza. Absoluta falta de sentimientos, sólo pulsiones, soledad, búsqueda desesperada del padre, proclividades a la traición y sumisión irracional. Son las cualidades indicadas por un psicoanálisis instantáneo, que se amplifica por un acentuado behaviorismo tan virulento como complaciente (¿a quién pertenecen las retorcidas fantasías realizadas, al personaje o al guionista-director?). Son las cualidades indicadas para definir a un inmejorable guardaespaldas a la mexicana, para activar las líneas de fuerza del más epónimo guardaespaldas que ha trazado nuestro cine industrial desde El bruto de Buñuel (1952) o los de Ratas de la ciudad de Trujillo (1984), en suma, para elaborar el manual del perfecto guarura, sirviendo a los corruptos detentadores del poder político. Al tiempo que se les festeja, esas cualidades permitirán al héroe desarrollar trabajos más ambiciosos, que él registra con testimonial cámara de video, tácitamente inspirado por las Partes habladas (1989) del egiptocanadiense Egoyan corrigiendo La tarea de Hermosillo (1990), como la explosión progresiva de un cohetero (Luis de Icaza) belmondianamente envuelto en sus cohetones y encadenado a los tanques de gas en la azotea, tras el desollamiento de su aterrada hija adolescente (Margarita Salinas) en la regadera. Esas cualidades lo ayudarán a convertirse en el empistolado perro fiel de Rutilo Morán (Salvador Sánchez), el líder gansteril de la Central de Abastos (“Te contraté no porque seas el mejor, sino porque eres el más ojete”), para ser adoptado por él casi como un hijo, participar en las clandestinas prácticas de magia negra que conduce la exmujer del poderoso Marina (Isaura Espinosa), integrar un violento triángulo erótico con Fabiola (Dobrina Cristeva), la ambiciosa amante intocable de su superior (“Recuerda que eres la nalga del patrón”), y acabar varias veces medio muerto.

      Emasculado, abocándose a una terrible venganza ciega, ascenderá, sin triunfalismo alguno, vacío, ya para qué, a heredero indirecto del Imperio de los Malditos, lo cual debería ser el sueño inefable de todo buen guarura desalmado y por fin hecho realidad gracias a los amorales estragos del film noir, si bien los virulentos manejos visuales del tercer largometraje del excuequense auteur de ridículos filmes de arte (Thanatos, 1986; Polvo de luz, 1988) y desde hace poco prolífico destajista de videohomes (Reto a muerte, El diablo está caliente, Mujeres de medianoche y La cumbia asesina, 1991) Cristian González, desbordan con creces a ese convincente, aunque esquemático y mitificante, retrato guaruresco.

      No obstante los eficaces zarpazos del Güero, el personaje más memorable en este Imperio de los malditos es, sin duda, el líder placero Morán. Más que un acertado retrato, vehicula originalidad, audacia