Jorge Ayala Blanco

La eficacia del cine mexicano


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      Como ejercicio visual vendría a consumar toda la sofisticación altiva que nunca lograron la artificiosa retórica narco-cabaretero-revisteril del olvidado A fuego lento de Juan Ibáñez (1977), ni los lamentables thrillers oficialistas de Pelayo (Días difíciles, 1987; Morir en el golfo, 1989), y vendría a ser una respuesta conspicua, el equivalente salvaje de las sórdidas iluminaciones plasticistas del fotógrafo Stefan Czapsky en Última salida a Brooklyn (Eder, 1989) y Batman regresa (Burton, 1992), después de intoxicarse con las paradójicas oquedades barrocas del resnaisiano maestro Sacha Vierny de El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante (Greenaway, 1989). El ejercicio visual estimula cierto delirio expresivo en frío.

      La calidad de sus atmósferas se mueve en registros enrarecidos: atmósferas lentas para sucesos truculentos y terminales, atmósferas con ladrillos de cristal traspasados por la luz en techo y suelo, atmósferas agobiantes con profusión de distanciantes profundidades de campo, atmósferas inéditas y auténticas del fotogénico vientre de la Central de Abastos, atmósferas de antros sulfurosos, atmósferas de morgue hirviente y viviente, atmósferas nauseadas para seres nauseabundos y sicopáticos, atmósferas impuras y siniestras, atmósferas-recordatorios de un film noir (Demme, Verhoeven, Joanou, Burton) del que ya sólo queda un féretro de efectos amortajados y putrefactos.

      El sigilo representa un lujo de la superestructura argumental, la elegancia de una inmerecida plusvalía estética, y se descubre ante todo en la violencia contrapuntística de las acciones paralelas que se asestan con una frecuencia casi maniática: sortilegios oscurantistas entre veladoras y relamidos sádicos, jalones del consolador con crema y embestidas del dragón del año nuevo chino, jadeos de drogado jetón impotente y agasajos eróticos de sus acompañantes en vela. El sigilo concede un tono onírico a los acontecimientos más atroces, sin que nada se desequilibre en la envoltura funeral del relato sleeper, ni se cimbre la depresión exasperada de este extraño film-objeto, en el que nadie gana nada a fin de cuentas.

      Cuna de heroínas

      Hay una trama principal en Comando marino de René Cardona III (1990), con protagonista más en colectivo, para mejor poner en relieve la vida cotidiana, el funcionamiento interno y las entrañables entrañas de nuestra máxima institución marítima. Pese a las iniciales reticencias del almirante Farel (Bruno Rey), el anciano director del plantel, preocupado por los profanadores riesgos que esa innovación podría significar (“Permitir mujeres aquí es un cambio que podría ser doloroso, una imborrable mancha en nuestra limpia trayectoria”), pero puesto a reflexionar por el veterano capitán emisario (Armando Silvestre), lleno de buenas razones patrióticas (“Recuerde que en esta nación la mujer ha jugado siempre un importante papel social y político, hemos tenido corregidora y gobernadoras”) y con una contundente razón neoliberal (“Es por órdenes superiores”), se forma el primer contingente femenino que será admitido en la H. Escuela Naval Militar de Veracruz, para recibir instrucción y entrenamiento como cualquier otro grupo de cadetes. Habrá damas brigadistas a la fuerza. La encargada de la difícil tarea será una madura capitana graduada en Annápolis (Susana Dosamantes), muy preparada por cierto, celosa de la férrea disciplina y la puntualidad, con duras frases de recibimiento para las jóvenes elegidas, a quienes se ha reunido en el laboratorio de armas (“Se acabó la pintura, las minifaldas, el perfume, el chicle, no podrán casarse hasta que terminen su instrucción militar y su carrera”), aunque también severa en ciertas exigencias feministas (“En este plantel, como en todas partes, la mujer merece respeto, ¡¿enterados?!”) ante los malhabituados cadetes (“Enterados, mi capitán”).

      Pronto quedará demostrado que las mujeres cadetes, con vocación militar o sin ella, pueden exhibir disciplina, esfuerzo, condición física, dotes natatorias, puntería, aplicación en el programa de adoctrinamiento, entusiasmo, merecimiento de respeto, amor por la carrera de las armas, entereza, lealtad, coordinación, entrega, capacidad en los simulacros de zafarrancho de combate o abandono de embarcación, presencia de ánimo, don de mando y espíritu de sacrificio (uf). Casi se comportan igual que cualquier cadete varón, de esos que primero las veían como animales raros, que habían invadido por sorpresa su recinto; luego las han admirado como objetos del deseo, que les alborota el hormonal ligador (“Sólo sé que son unos cueros, voy a hacer que pongan mi cama junto a un par de rubias”), y finalmente las consideran compañeras dignas de apoyo, tanto en los ejercicios de escalamiento con reatas, o en el avance pecho a tierra bajo alambradas, como en las prácticas de tiro a descubierto contra blancos reglamentarios, o proporcionándoles Dramamines para los mareos con vomitona en altamar; colegas merecedoras de protección, al grado de ir a madrear en bola a un pelafustán montonero (Marco Antonio Sánchez el Diablo), quien vapuleó a tres de ellas dentro de un salón de fiestas, hasta que el tipo se arrastre ante el cadete galán Alberto (Cristian Crishan), quien lo derrota en buena lid. Prueba de las cualidades desplegadas por las chicas serán su desempeño en labores de auxilio a la más humilde población civil en un temporal (rescate de semiahogados en un río turbulento, rescate de niños en chozas incendiadas) y su desempeño en la ceremonia conmemorativa del 21 de abril, por lo que recibirán reconocimiento público, franquicia por toda una jornada y entrega de galones para las tres cadetes más destacadas: la solidaria enérgica Patricia (Laura Flores), la enamoradiza Silvia (Anaís de Melo) y la dulce Laura (Teddy Fillippini), quienes marchan con gran marcialidad a recibir sus cintas de mano de los altos oficiales en el patio de honor del colegio, para rabieta de la curvilínea rubia aguafiestas Martha (Lorena Herrera), quien todavía cree posible conseguir cualesquiera honores por favoritismo y por su chula cara de conejita descerebrada de Playboy, pero cuya insolencia se achicará en filas ante la recién ungida coacción de su compañera Patricia (“¡Cállese o la arresto!”). No obstante sus diferencias, todas las integrantes del contingente femenino llegarán a probar que pueden asumir incluso una conducta heroica, durante el fiero combate sostenido contra traficantes de armas, desde el guardacostas en que navegaban y donde la Capitana realizaba maniobras de pilotaje; combate en el que ofrendarán su vida varias de ellas, con lo cual se reforzará la decisión del alto mando en permitir el ingreso de mujeres a la Escuela Naval Militar.

      Hay una subtrama, malintegrada y expuesta en escenas paralelas al corpus de la trama principal. Visto siempre al fondo de la estancia de su departamento, desde una celosía de acero y con el teléfono celular como prolongación de su brazo, el delincuente de torva carota Giorgio (Jorge Reynoso) comunica un buen día a su compinche homosexual favorito el Muñeca (José Manuel Fernández) que ha resuelto cambiar de giro, para crecer (“El narcotráfico ya está muy quemado, hay que ampliarnos, crear nuevos horizontes; a partir de hoy nos dedicaremos al armotráfico, mis contactos en Israel nos ayudarán, comunícate a Bolivia con el teniente Mendoza, vamos a empezar la operación”), importando poco lo abrupto del asunto y los riesgos que continuarán corriendo (“Si no hubiera sido así, yo seguiría arreando llamas en el Perú y tú seguirías de ‘trasvesti’ en Nueva York”). Acto seguido, se la pasan rondando juntos la playa y el criminal acaricia en la cara al Muñeca, pero se encabrona cuando éste devuelve el cariñito o si lo secunda en la ingestión de coñacs, delante de él, en horas de trabajo.

      Ninguna duda cabe: el tal Giorgio es un marino frustrado de la Armada de México, y así se lo hace saber penosamente a su prisionero, el almirante con barbitas de chivo canoso Farel, después de haber acribillado a la esposa-sirvienta del uniformado y mientras lo tortura, clavándole una mano sobre la mesa con un puñal y cortándole a cuchillo pelón dos dedos, que avienta de inmediato al suelo, para obligarlo a confesar cuándo y dónde desembarcarán las nuevas armas que espera la Marina y que él ha prometido a sus clientes sudamericanos, a quienes trata a patadas telefónicas (“Recuerda que yo soy el único que te puedo derrocar”). Una vez obtenida la información mediante tormento (“Barco Lugano, Islas Caimán”), el sádico villanazo se muestra doblemente satisfecho, pues, según él, también ha demostrado al testarudo pero finalmente vencido almirante que se equivocó de profesión, a consecuencia de lo cual manda ultimarlo de inmediato por sus sicarios, con desprecio, sin miramientos y sin que nadie se dé jamás por enterado. Luego, en espera del cargamento clandestino, hace rodear la playa del desembarco (“Bienvenido a las grandes ligas”) con las minas explosivas que el Muñeca acaba de conseguir en oferta quién sabe dónde (“Todas las que quieras”). Sorprendidos con las manos