Jorge Ayala Blanco

La eficacia del cine mexicano


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años aparenta (“¿Cuántos me echa?” / “Pues tu boca es la medida, mi cielo”); se funde con el descolón, como el del tío reticente a servir de alcanfor (“Si te hacen falta huevos para hablarle, te presto los míos”); se funde con la transacción carnal, como un añadido excitante (“Ya me dieron ganas, ¿de a cómo no, mi rorra?” / “Que sea de a cincuenta leñazos” / “Voy voy, ¿qué ya subieron la carne? Ni que fueras chuleta” / “¿Qué no los valgo?” / “¿Qué te parece una peseta?” / “Pues en caliente y de repente”), o se funde con la intimidación delirante, como en la venganza de los maridos travestidos contra el tiro loco norteño y el panucho acedo yucateco que los hostigaban, ya semidesnudos y empinados sobre la cama (“Nos van a violar, lindo hermoso” / “Tú te pones de pinacate aquí y tú de cabrito al pastor” / “Voy al baño por una esponja para limpiarles el chicloso, porque hay que quitarles todos los pinches guampinolos”). El albur impregna todos los impulsos y pliegues de la vida cotidiana. Toda palabra sirve para dar pie al albur, todo lo denota y exige la inmediata connotación. El albur es como un rosario de arcanas faltas, apenas ocultas en el inconsciente (el de los demás, el propio) y siempre susceptibles de ser descubiertas, denunciadas, exhibidas, enarboladas por el otro, hasta la derrota final (“Por eso, voy a rifar a mi mujer” / “Yo compro todos los números” / “¡Ah, qué chingón! ¿Te la quieres sacar, no?” / “No, te la quiero meter” / “Quieto, me chingaste, salud”). Sépalo o no, todo forma parte ya del albur. En el incesante juego social del perseguidor y el perseguido, el albur es una segunda piel persecutoria, muriendo y renaciendo al instante, sin desembocar jamás en nada, pero con una compulsión imposible de ser detenida. Las paradas de los choferes o la barbajanada oral. La barbajanada si imparable, tres veces punzante.

      Barbajanada: mezcla inextricable y tentaleante de lo obsceno y lo soez. Un travesti estrella se hace fajar por clientes antes de revelarse como varón (“Ahora sí te agarraron de chichifo, mi Púas”). El show erocontorsionista de la gordaza en la pista admite piquete del culón por espontáneos. Las pirujas llevan la iniciativa en el cabaret (“Vamos a desflemarles el cuaresmeño a éstos”), se ofrecen sin tapujos (“Oye, con esos chicharrones me vas a ahogar, ¿no?” / “Te vas a pegar como becerro de año”), no se desaniman por nada (“Confórmate con la copa y la bailada, ¿no ves que hay sangre en el ruedo?” / “Uy, voy a poner una queja en la Procuraduría del Consumidor” / “Pues si quiere, lo hacemos a la francesa, mi rey”), cumplen cuando se les viene en gana (“Devuélveme mi dinero, no me las has dado” / “¿Sabes qué? Ya se me paró... la regla, mi amor”) y toleran lo que sea, hasta hincharse de plátanos lamidos ante la impotencia para excitarse del Púas salivoso (“¿Y esto, me lo como, me lo unto o me lo meto?”). Reina la explicitud más redomadamente gruesa en las escenas de nalgotas manoseadas al desnudo en close up (“Ooh ooh, así mi gallo, ya ábreme el pico”) y en las otras cogidas (“Arrecúlese p’allá”), aún más caldosamente groseras (“Ahora sí te bautizo el chiquito, mi rey” / “Y yo te lo voy a confirmar, mamá”). En el nauseado reventón, el tío calenturiento termina sobre una cabina camionera tirándose a un travesti a sabiendas (“Hay para todos, pero no arrebaten”), pero luego debe doblegarse a la misma experiencia con el hombrón en turno (“Ahora me toca a mí”), y el bigotudo Ponciano se avienta un monumental cunnilingus con su roja ramera pierniabierta (“Présteme su botita, para ponerla en mi hombrito”), escupe vellos y le sigue, tose y le sigue, hace gluglú y le sigue, aulla y le sigue, sobre un cofre automovilístico. Las paradas de los choferes o la barbajanada sensual. La barbajanada si ávida, cuatro veces sobadora.

      Barbajanada: promiscuidad infecta de lo obsceno y lo soez. La versión de esta película, que fue desprohibida en mayo de 1990 y exhibida efímeramente en julio de 1991, era una versión tasajeada, desfigurada por completo y de inmediato escamoteada. Es gracias al video pirata marca Premier que ahora puede ser conocida en su versión integral. No mejora en nada, pero la dimensión celebratoria de sus barbajanadas la distingue de cualquier espécimen del género de albures con nalguita al que pertenece, y quizá eso fue lo que determinó su prohibición y mutilación por timoratas autoridades gubernamentales. Insólito gag sonoro: Ponciano se toca su parada en el espacio off y oímos un hervor celebrante como de plancha. Risotadas, grititos, rechinidos, y hasta los agarrones de tetas al aire y jaloneos de greñas en el pleito congalero entre ficheras, tienen mucho de celebración expansiva. Los parranderos celebran al cuate que regresa de coger (“Fue a hacer su entrego de leche, se fue de lechero” / “Segurola, ñero”). La ganosa Irma celebra con socarronería de Polla en Peligro al tipo de aquella combi no tan atestada (“No se me repegue tanto con su cosa” / “Es que me la guardo aquí para que no me la roben” / “Órale, ¿qué le pasa? A cada rato le crece la quincena”). Los putañeros reclutan trotacalles cueras celebrando de antemano su travesura (“No te vaya a resultar con sebo y hasta con gripa”). Las Nenas del Amor se autocelebran orgullosas, díganles lo que les digan (“Somos putas pero honradas, ganamos el pan con el sudor de nuestra frente” / “Voytelas, será con el sudor del moñoñongo”) y echan la cabeza hacia atrás para mejor carcajearse. Y la celebración del cerdazo Ponciano con su acompañante ídem culmina con ambos desnudos en la carretera, él manejando su dichoso camión de cine y ella toqueteándolo por todas partes con el dedo humedecido. La celebración ha inventado, en el cine más primitivo, una forma del vértigo. Las paradas de los choferes o la barbajanada escamoteable. La barbajanada si celebratoria, cinco veces subversiva.

      Barbajanada: manifestación con rústica tosquedad de lo obsceno y lo soez. Los choferes erectan su mensaje (“A la mujer, ni todo el amor, ni todo el chorizo”), la viejecita a la que le enseñaron un pene como sonda en el tocador de damas aún sigue meditando (“¿A dónde lo he visto?”), la invitada de la boda eructa su filosofía (“La mujer que es honesta, pues lo presta; la que casada está, lo da; la que de amores no entiende, lo vende; por esa razón, comprende, que toda mujer que veas, por honrada que la creas, lo presta, lo da o lo vende”) y el charro recién casado erupta y eructa su desafío en la ranchera canción nupcial (“Que se mueran de envidia toditos / que critiquen la forma de amarnos”). Las paradas de los choferes o la barbajanada filosófica. La barbajanada si reflexiva, cero veces eficaz.

      La barbajanada, instrucciones para su uso.

      El goce necrofílico

      Con súbita entrada de inframúsica para suspenso tremebundamente trémula y compungida de Rafael Garrido, un trueque de roles divinos / maléficos parece insinuarse de forma por completo involuntaria aun antes de manifestarse en la base argumental del film: el cura carcelario que reparte bendiciones patibularias por los pasillos y encabeza entre padrenuestros el cortejo ritual de la ejecución tiene más catadura de malviviente que el cabizbajo condenado a muerte resignado Carlos el Gato (Noé Murayama), en trance de ser freído en la silla eléctrica con sólo colocarle una coronita de cables relucientes y conectar un trivial interruptor hogareño; pero en seguida, sin mediar visiones subjetivas de ninguna ultrasofisticada Línea de muerte (Schumacher, 1990), el verdadero trueque trascendental sobrevendrá por campo-contracampo, articulando un imposible punto de vista del recién victimado delincuente con la jeta caída y condición de fiambre doctamente certificada, para permitir que se le aparezca el cachondísimo Ser Supremo de las Tinieblas (Ana Luisa Peluffo), haciéndole una singular propuesta de resurrección, bajo tres inflexibles condiciones: primero, que renuncie a “la religión que lo abandonó”; segundo, que le ofrezca sacrificios y placeres, adorándolo así “a cambio de riquezas y todas las drogas al alcance de la mano”; y tercero, que marque a sus víctimas ya muertas, hombres o mujeres, con tres seises (666), porque es “el signo de los seres predestinados al dragón de las siete cabezas”.

      Sin titubear un segundo, pues difícilmente los muertos reflexionan o rechazan proposiciones de resurrección por indecorosas que sean, nuestro electrocutado Gato cuarentón emerge de su ronroneante anticipo de sueño eterno, asiente con torva sonrisa a la jugosa propuesta, se relame de encantamiento inmoral por anticipado y se convierte de inmediato en Hijo Predilecto de Satán, más allá de los 100 000 voltios de terror (Craven, 1989), por exceso resurreccional.

      Luego, por elipsis y con auxilio de un tilt down sobre cierto cuadro abstracto con humaredas en el averno colorado o algo así, incontenibles carcajadas