María Elvira Bermúdez

Diferentes razones tiene la muerte


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abuelo, y que ser hijo de Alfredo Prado, y nieto de don Alfredo Prado me ha servido de mucho en mi carrera.

       —Bueno, bueno. Pero eso no quita que las leyes le sirvieran a tu padre para irse con esa perdida y para dejarnos en la miseria. ¡Es que nombrarla a ella su única heredera!

      —Eso, eso me ha hecho sufrir tanto como a ti, mamacita. Precisamente el vivir al día, el tener que matarme trabajando es lo que a veces me desespera. Yo quisiera tener dinero, mucho dinero, para que tú tuvieras una casa grande, y comodidades, y yo...

      —Y pensar que tenemos ese dinero, que deberíamos tenerlo. Porque todo lo que esa... gasta y derrocha es dinero de tu padre.

      —No, no todo. Ella heredó también de sus padres y de un hermano, pero sí, gran parte de lo que tiene es lo que mi papá le dejó. Por eso, mamá, muchas veces he pensado que ella debía ayudarnos, pues con lo suyo tiene de sobra; he pensado a veces en decirle...

      —¿Has pensado en ir a pedirle?

      —No, no precisamente. En fin, mamá, ya que ahora sale de ella...

      —¿Qué quieres decir?

      —Pues que nada perderíamos con probar. Ya ves que dice que quizá sería para mi bien, y que apela, a mi buen sentido.

      —No, hijo mío, jamás. Eso es una locura.

      —Pero, ¿por qué?

      —¿Yo, en casa de esa...? Parece que te olvidas de que tu madre es una mujer decente.

      Miguel suspiró. Era muy difícil convencer a su madre. Él quería ir, pero...

      —Bueno, mamacita, como tú quieras —dijo, tratando de poner punto final a la conversación; pero prometiéndose a sí mismo ir por su cuenta.

      Como si doña María leyera su pensamiento, le preguntó:

      —¿Tú quieres ir, verdad?

      Miguel no contestó. Su mirada se encontró con la de su madre y ambos sonrieron débilmente. Tras unos segundos de silencio dijo la señora:

      —Fíjate, hijo, yo no puedo ir allí. Yo soy católica, no puedo ir a la casa de una mujer que vive en pecado.

      —Eso sería en vida de mi padre —objetó Miguel—, ahora ya no. Ya han pasado diez años, mamá, y ahora las cosas son distintas. Es tiempo, como ella dice, de perdonar. ¿No nos manda nuestra religión perdonar?

      En doña María la indignación y el rencor iban cediendo paso a la ambición. “¿Y si de veras nos llamara porque le remuerde la conciencia y quiere restituirnos lo que es nuestro? Yo podría volver a tener piano, y comprarme un rosario de filigrana de oro, y poner todos los días gladiolos en la jardinera… Dios aprieta, pero no ahoga.”

      Miguel, considerando el silencio de su madre como un buen síntoma, la apremió:

      —Fíjate, podemos ir nada más un día, como prueba. Si te gusta, nos quedamos, si no, no. ¿Qué te parece?

      Doña María elevó los ojos al cielo y contestó:

      —¡Ay, Miguel! ¿De qué sacrificios no es capaz una madre?

      Y así, en aquel lunes de septiembre, quedó decidido que Miguel Prado y su madre serían huéspedes de Georgina Llorente en la quinta de Coyoacán.

      ii

      la familia ortiz

      De noche, la de los Insurgentes es una de las más hermosas avenidas metropolitanas. Celia Ortiz, recostada en el cómodo automóvil, no se molestaba en admirar el espectáculo resplandeciente y bullicioso. Ese lunes por la tarde había asistido al cine Chapultepec y a Loma Linda en compañía de una amiga. De regreso a su hogar, Celia iba pensando en María Félix.

      “¡Qué mujer tan interesante! Pero, sobre todo, ¡qué interesante su vida en las películas! ¿Por qué la vida real será tan aburrida?” A ella, a Celia, le gustaría llevar una vida como la de María Félix, de emociones, de amores tempestuosos, ¡de aventuras!

      Ante la reja de su casa, un incontenible fastidio la embargó. ¿Qué iba a hacer ahora? Allí estarían, como siempre, su mamá y sus antipáticas amigas jugando rummy. Su papá estaría por milésima vez encerrado en su sala de cacería limpiando armas o clasificando piezas cobradas, y Marito y Pepe, los insoportables hermanillos, estarían peleando como de costumbre.

      Pensó en llamar a su amigo Rique para concertar un encuentro en el Rendez Vous, y con ese propósito, apenas entró en el vestíbulo de su opulento hogar, se dirigió a la mesilla del teléfono. Pero un sobre alargado, color violeta, atrajo su atención.

      Iba dirigido a: Señor Mario Ortiz y fam., y el monograma con las iniciales G. Ll. P. enlazadas, hizo saber a Celia su procedencia. Curiosa y un poco impresionada, estudió el sobre. Olía a Risque Tout, de Lentheric. La letra era fina, alargada y elegante, pero Celia, que ignoraba grafología, nada logró averiguar a través del sobrescrito acerca de esa Georgina misteriosa a la que secretamente deseaba conocer.

      El “fam.” añadido al nombre de su padre, ¿constituiría una autorización suficiente para enterarse del contenido de la carta? La joven, voluntariosa y mimada, dudó sólo breves instantes. Rasgó el sobre cuidadosamente y leyó la misiva con interés.

      Olvidó su propósito de ir al Rendez Vous, y ya sólo esperó con ansia que las amigas de su madre se retiraran para hablar a solas con ella.

      Una hora más tarde, al filo de las diez, observó Celia desde su ventana cómo se despedía la última jugadora de rummy y bajó corriendo las escaleras para salir al encuentro de su madre.

      Agitó en una mano el sobre color violeta y dijo a Adela, gritando:

      —¡Mamá, mamá! ¡Mira qué formidable!

      Y la hizo entrar en la sala, apoltronarse en un sofá y leer la carta. Adela, que plegó los labios en un mohín desdeñoso al reconocer la procedencia de la misiva, exclamó ya francamente enojada cuando la hubo leído:

      —¡Se necesita frescura!

       La carta decía así:

      Estimados Mario y Adela:

      Aunque nuestras relaciones sociales se han limitado hasta ahora a saludarnos de vez en cuando en los bailes, en la ópera o en los toros, mucho les agradecería acepten esta invitación de venir a mi quinta de Coyoacán a pasar un fin de semana. Trato de reunir a una porción de viejos conocidos y de pasar unos días agradablemente. Hago extensiva mi invitación a la encantadora Celia.

      Espero que se mostrarán ustedes lo suficientemente modernos como para estar en esta su casa el próximo viernes a las diecinueve horas.

      Cordialmente,

      Georgina Llorante, viuda de Prado

      —Mamá, vamos a ir, ¿verdad? —preguntó anhelante Celia.

      —Ni lo pienses —contestó Adela—. ¿Cómo vamos a ir a la casa de la ex esposa de tu padre?

       —Y ¿por qué no, mamá?

      —Pues, porque no.

      —Porque no —remedó Celia—. Esa no es una razón, mamacita. Mira, sería una magnífica puntada. Hay que ser modernos, como dice esa señora. Ha de ser muy sport.

      —Ahora resulta que te cae bien y que la admiras. Muchas gracias.

      —Pero mamá, no seas así. No te enojes. ¿Cómo se va a comparar ella con mi mamacita chula? Además, ¿qué tiene que ver que haya estado casada con mi papá? Ella se casó también después, ¿no? ¿O a lo mejor estás celosa?

      —No digas tonterías, Celia. Sencillamente, no me parece conveniente que vayamos.

      —Pues deberías ir. Si no, ella va a creer que no vas porque estás celosa. Yo, en su lugar, pensaría