Juan Luis Lorda Iñarra

Invitación a la fe


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que creó el mundo y gobierna la historia. La sabiduría es un saber sabroso: en castellano se ha conservado la hermosa relación entre saber y sabor.

      En esos libros, la sabiduría divina que ha hecho el mundo se presenta misteriosamente personalizada. En el libro de los Proverbios (8, 22-31) se lee: “Desde el principio fui formada, antes del origen de la tierra. No había manantiales ni hontanares; no estaban todavía encajados los montes. Cuando trazaba la bóveda celeste sobre la faz del océano, cuando sujetaba las nubes en la altura y contenía las fuentes abismales”. Y en el Libro de la Sabiduría: “Contigo está la sabiduría, que conoce de tus obras, que te asistió cuando hacías el mundo, y que sabe lo que es grato a tus ojos y lo que es recto según tus preceptos. Mándala desde tus santos cielos, y de tu trono de gloria envíala, para que me asista en mis trabajos y llegue a saber lo que te es grato” (Sb 9, 9-10).

      Los cristianos entenderán que habla poéticamente del Hijo de Dios, que misteriosamente en el comienzo de su Evangelio San Juan llama el Logos, palabra griega que se traduce por el Verbo o la Palabra o el conocimiento divino.

      El cristianismo nació dentro de la tradición judía y, por eso, venera y ama todos los libros de la Biblia judía. Pero hay algunas diferencias. Al expandirse el cristianismo, el judaísmo marcó las fronteras y apartó de su Biblia todo lo escrito en griego, prohibió las traducciones griegas que usaban los cristianos y ordenó que en las sinagogas sólo se guardara y leyera la Biblia en hebreo.

      Por eso, desde el siglo I, la Biblia cristiana contiene algunos libros en griego que ya no recoge la Biblia judía. Además, y es lo más importante, los cristianos le añadieron los Evangelios (en griego), con la vida y mensaje de Jesucristo, y los escritos de los Apóstoles, que son: una breve historia de los primeros años de la Iglesia, que se llama Hechos de los Apóstoles, un conjunto de Cartas, la mayoría de san Pablo, y el misterioso libro del Apocalipsis, que cierra la Biblia cristiana y habla del final de los tiempos.

      Los cristianos añadieron estos libros porque creemos que Jesús es el Mesías anunciado por los profetas, y que en Él se ha realizado la renovación de la Alianza. El nombre de Jesu-cristo confiesa que Jesús es el Mesías. Cristo en griego significa lo mismo que Mesías en hebreo (o arameo): es decir el “Ungido” por el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo que cambiará los corazones poniendo dentro la Ley del Señor.

      En los evangelios, se hacen muchas referencias a los profetas y a los salmos, para mostrar que en Cristo se cumplen las promesas a Israel sobre el Mesías, la nueva Alianza y el nuevo Reino de Dios. Cristo mismo explicó a sus apóstoles el sentido de su muerte y de su resurrección y cómo estaba anunciado en los profetas y salmos de Israel. Cuando en el credo cristiano se dice que “resucitó según las Escrituras” quiere decir que resucitó según estaba anunciado y es un eco directo de las palabras de Cristo.

      Las buenas ediciones de la Biblia suelen tener en los márgenes referencias a otros textos de la Biblia. Es sorprendente y sabroso seguirlas porque así se descubre la profunda red de relaciones. La Biblia está compuesta a lo largo de la historia de Israel, con hechos y dichos en conexión unos con otros. Al estudiarla así, se revela su unidad y la trama de fondo, que es la “Historia de la Alianza” o “Historia de la salvación”: Con el inicio de la Alianza con Abraham y los Patriarcas o padres de Israel (precedido del relato de la creación). La liberación y renovación solemne de la Alianza con Moisés. El establecimiento del Reino y la ciudad santa, con David. Y desde entonces, los fallos de reyes y reinos terrenos, con las promesas de una renovación de la Alianza y del Reino con el Mesías.

      La Biblia tiene también un lenguaje de figuras (tipológico, se llama) porque en Cristo confluyen las de Adán y de Abraham y de Moisés y de David y de un misterioso sacerdote antiguo de Jerusalén, Melquisedec. Jesucristo es cabeza de la humanidad (como Adán), del nuevo pueblo de la Alianza (como Abraham), Rey de la casa de David, sacerdote como Melquisedec. Melquisedec, que no era hebreo, había ofrecido en tiempos de Abraham un misterioso sacrificio de pan y vino (Génesis, 14, 18).

      Al establecer la Alianza, Dios dijo a Abraham que sería una bendición para todas las naciones. Y cuando María llevó a Jesús recién nacido para presentarlo en el templo de Jerusalén, un anciano de Israel, Simeón, lo tomó emocionado en sus brazos y exclamó: “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 22-35).

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