Pedro Zamora Garcia

La fe sencilla


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libro del Eclesiastés, o por el hebreo, libro de Qohélet. Esta obra me servirá de guía temática. Su autor tiene como dos caras: una es la del predicador que ha escrito una reflexión única sobre la vida sencilla y, más o menos explícitamente, también sobre la fe sencilla. La otra cara es la del conocido rey Salomón, que vivió una vida compleja y se entregó a la realización de obras de envergadura. De ahí el gran valor de sus reflexiones, que, como digo, marcarán la temática de cada uno de los capítulos de este libro. Además, su pertenencia al canon de las Escrituras Sagradas de judíos y cristianos le da una trascendencia que difícilmente adquiriría fuera de él. Aquí citaré mi propia traducción de esta obra, aunque la compararé ocasionalmente con la versión Reina-Valera de 1960. Otra obra que me iluminó bastante a la hora de pensar sobre el tema fue La vie simple, de un autor, Charles Wagner (1852-1916), que me era desconocido antes de iniciar mis primeras reflexiones sobre el tema de la fe sencilla. Este autor fue pastor, predicador y teólogo protestante en varias poblaciones francesas, siendo en París donde alcanzaría gran renombre. Aunque La vie simple apareció en 1895, yo citaré la edición de 1905, que es a la que tengo acceso. Por cierto, no he encontrado traducción al español, de modo que asumo la traducción de los textos aquí citados. La tercera obra que me ha animado a abordar la fe sencilla ha sido el libro La esencia del cristianismo, del famoso teólogo luterano Adolf von Harnack (1851-1930), coetáneo de Charles Wagner. La primera edición de esta obra apareció en 1900, de modo que esta y la de Wagner respiraron, por así decir, los mismos «signos de los tiempos», solo que la obra de Harnack es mucho más teológica que la de Wagner, y se centra casi por completo en la figura de Jesús y los primeros siglos del cristianismo, con algunas pinceladas sobre la era moderna 5.

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      Una identidad sencilla

Libro del Predicador
Título del editor Autopresentación del autor Epílogo del editor 1,1 Libro del Predicador, hijo de David, rey en Jerusalén. […] 1,12 Yo, el Predicador, fui rey en Jerusalén sobre Israel. […] 12,9 Hubo un beneficio en que el Predicador fuera sabio: constantemente enseñaba conocimiento al pueblo, ponderando, investigando y fijando muchos proverbios.

      1. Introducción

      En el entorno en el que vivo, hablar de la fe en términos amplios supone mayormente creer en algo que no se ve, ya sea Dios, Alá, la resurrección, la reencarnación, los ovnis o un largo etcétera. Este enfoque de la fe es netamente objetivo y racional, pues se fundamenta en el objeto de la creencia y en cómo racionalizamos (explicamos) dicho objeto. Sin embargo, hay otro enfoque sobre la fe mucho más subjetivo y más vivencial, a saber, la fe entendida como lealtad, como fidelidad, como experiencia de atadura. Por supuesto, es una fidelidad o lealtad a algo o a alguien, pero mi foco de atención es la propia experiencia, el propio sentimiento de atadura a alguien por el motivo que sea. La palabra latina fides, de la que deriva fe, significa primordialmente confianza, fidelidad e incluso promesa (que conlleva fidelidad a la palabra dada) 1. Toda persona, por tanto, tiene experiencia de fe; es decir, toda persona vive algún tipo de atadura que la hace ser leal a algo o a alguien. En particular, toda persona nace en una familia a la que, salvo alguna disfunción, se siente atada por unos lazos muy estrechos. Se podría decir que se trata de una atadura, de una lealtad ex officio (de oficio): viene dada de antemano, y la persona se ciñe a esa experiencia (que no es estática ni opresiva, si es mínimamente sana) o rompe con ella con gran coste personal.

      Por otro lado, toda persona que crece en un entorno adecuado también se siente como impulsada o atraída por una especie de llamamiento exterior que encamina sus pasos hacia el futuro. Es decir, según vamos creciendo, sentimos una vocación (lat. vocatio = invitación), una fuerza que nos sobreviene y que nos «invita» a seguir un camino determinado, generalmente profesional, pero también en otros terrenos, sean más trascendentes o anecdóticos para nuestra vida.

      Mi tesis, por tanto, para este capítulo es que la identidad personal se forja, sobre todo, por medio de dos ataduras muy fuertes: la genealogía y la vocación. Y tan necesaria es la una como la otra. Valga, pues, esta introducción para dejar claro que la fe, en cuanto atadura a nuestra genealogía y a esa voz que nos llama –a la par– a trascenderla, no es privativa de la religión en general o del cristianismo en particular. De este es privativa la fe en Cristo, pero no la fe. También nos servirá esta introducción para adentrarnos en la persona del Predicador, quien, como veremos, experimentó la fe genealógica o de oficio (era sucesor del rey David) y la fe vocacional (devino predicador por vocación). Y entre la una y la otra forjó su identidad última, aquello que realmente fue. En mi opinión, si la persona no llega a forjar una identidad como respuesta a una vocación, su vida quedará atada a la complejidad, a la sofisticación, a la confusión; por el contrario, una vida que trasciende la genealogía personal por una vocación debiera alcanzar la sencillez, que también puede ser sinónimo de autenticidad.

      2. Identidad, genealogía y vocación

      En el encabezado de este capítulo encontramos tres versículos del Libro del Predicador: el del principio (1,1) y el del final (12,9) del libro están escritos por el editor de la obra para presentarnos al autor; el versículo de en medio (1,12) ha sido escrito por el propio autor, quien se presenta a sí mismo y a partir de ahí expondrá sus reflexiones personales. ¿Por qué he seleccionado estos versículos para empezar? Por una razón muy simple:

      Quiénes somos y cuáles son nuestras lealtades (cuál es nuestra fe) no lo definimos solos, sino con otros. Dicho de otro modo, nuestra identidad la forjamos cada uno junto a los demás.

      Esta razón va contra toda constatación de la realidad actual. En el feroz individualismo que nos toca vivir –por otro lado, más subjetivo que objetivo, dada la interdependencia de nuestra sociedad–, la persona se ve empujada a un constante acto de autoafirmación: «Sé tú mismo» es el lema que rige desde los anuncios comerciales hasta verdaderas filosofías de vida, pasando por algunas orientaciones educativas. Es decir, la persona se ve impulsada a verse a sí misma solo por sí misma, sin referentes externos. En mi opinión, la persona se ve obligada a un esfuerzo sobrehumano para tratar de ser un «yo mismo, según yo mismo», pues tiene que amputar una parte natural de su fe, que es confiar en su entorno; es más, casi se la obliga a cultivar la sospecha de todo cuanto la rodea. Y, a partir de ahí, la confianza fundamental, la lealtad básica en el otro, se resquebraja y surgen grandes complicaciones para la vida. Surge una vida y una fe complejas.

      Pero volvamos al Libro del Predicador. Su editor nos ofrece en 1,1 apenas una pincelada sobre la identidad del autor: le llama Predicador, hijo de David y rey en Jerusalén. (Entre 1,1 y 1,12 nos ofrece una síntesis del mensaje del Predicador, pero nos adentraremos en él en los caps. 4-6.) Es una presentación sucinta pero suficiente para empezar a leer la obra. En ella hay un nombre que no es personal, sino un sobrenombre de tipo vocacional, «Predicador», y una reseña familiar, mejor dicho, una brevísima genealogía: «hijo de David». La respuesta a la pregunta ¿quién soy yo?, o ¿quién eres tú?, o ¿quién es ella?, no la damos cada uno solos: también la dan nuestras genealogías («soy hijo de...») y aquellos para quienes representamos algo y nos definen según nos ven o entienden, como es el caso del editor del Predicador. Mal que nos pese, nuestro ser, nuestro yo más íntimo, a fin de cuentas también viene definido por otros que nos preceden y por quienes nos acompañan o incluso nos siguen. Nuestra genealogía es siempre el punto de partida o la raíz de lo que somos, como bien saben los psiquiatras y psicólogos, aunque no sean psicoanalistas. Y cómo nos definen nuestros allegados, ya sean familiares, amigos, compañeros de trabajo o correligionarios (en definitiva, nuestra comunidad vital), objetiva lo que somos más