Pedro Zamora Garcia

La fe sencilla


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oficio, la fe genealógica) para forjar una identidad propia, que es la vocacional, la realmente vivida por cada uno; es el sobrenombre que adquirimos con la vida, por el que nos damos a conocer y se nos conoce realmente. Nótese que el editor del Libro del Predicador nunca llama al autor por su nombre propio (genealógico) –Salomón–, sino por el nombre adquirido quizá como apodo, pero que expresa la vocación del autor, que en 1,12 se llama a sí mismo Predicador 2. Esto es importante porque todos sabemos de la fama de Salomón, por lo que pareciera más lógico haberle presentado como tal a fin de dar mayor respaldo a sus reflexiones. Como tal, Salomón ya ha firmado otras obras bien conocidas por ser parte del canon bíblico: el libro de los Proverbios y el Cantar de los Cantares. Pero ahora este hijo de David es Predicador, y así debe ser conocido. (¿Habría resistido un editor de nuestro tiempo la tentación de publicar la obra bajo el nombre de una celebridad, asegurándose así alcanzar la categoría de bestseller?) El propio autor nunca se da a conocer como Salomón, sino como Predicador. Ha asumido plenamente su vocación, esa atadura/fe que le ha venido como de fuera. Cuando comienza a presentarse personalmente en 1,12, ubica su genealogía y su oficio en el pasado: «Yo, el Predicador, fui rey en Jerusalén sobre Israel». La fuerza de la vocación es tal que es capaz de superar incluso la fuerza del poder y la seguridad heredados genealógicamente, hasta el punto de preferir la vida de un predicador a la de un rey, el poder de la palabra sola al poder del poder.

      3. Identidad, autoafirmación y vocación

      Se dice que en nuestra sociedad no hay fe. Supongo que tal opinión común se basa en la observación de la recesión de la institución eclesial en nuestra sociedad. Pero quienes vivimos la fe cristiana en Europa estamos de suerte: aquella –la fe en Cristo– está siendo despojada de todo el ropaje de poder y riqueza que durante muchos siglos la ha revestido. (Por contra, allí donde la Iglesia cristiana está floreciendo, también está adquiriendo poder social y político, con el lastre que ello va a suponer.) Cualquier creyente que habite en esta parte del mundo –Europa– debe tomar conciencia de ser un «hijo de David» y un «rey en Jerusalén» convertido en un predicador anónimo que ya no tiene más poder que la palabra. Nuestro período salomónico, nuestro Siglo de Oro –en el sentido literal de riqueza y poder, no solo cultural–, ha periclitado. Ya hemos dicho que el propio Predicador, al comenzar a hablar en primera persona a partir del v. 12, asume que hay un pasado que ya no volverá: «Yo, el Predicador, fui rey en Jerusalén sobre Israel». Obviamente, no podría haber dicho «fui hijo de David», porque la genealogía nunca se pierde; por eso sus primeras palabras se refieren a un pasado personal que sí ha trascendido. Ha tenido que hacerlo a la fuerza, como sabemos por la historia del antiguo Israel (la «historia personal» del Predicador también representa la historia de Israel): ha dejado la realeza y el dominio que esta conllevaba para convertirse en vocero de una palabra mucho más universal.

      Hay cosas en nuestra historia personal y social que no dependen de nosotros; sin embargo, sí depende de nosotros reconocer y asumir nuestra nueva realidad. En el caso del Predicador, asume una nueva vocación que en su pasado regio jamás podría haber ejercido: una vocación por la palabra, la enseñanza, en el marco del pueblo llano. Y seguramente adquiere esta vocación porque la historia no le dejó nada más que la palabra. Pero no parece que el Predicador añorara su pasado (genealogía), como si el ejercicio de su poder regio le hubiera reportado mayor trascendencia a su labor. Todo lo contrario, el contenido de su libro muestra que en la debilidad de la palabra (enseñanza) dirigida a los sencillos es donde parece haber descubierto el poder más trascendente. Recuérdese el epílogo de 12,9 citado en el encabezado de este capítulo: «Hubo un beneficio en que el Predicador fuera sabio: constantemente enseñaba conocimiento al pueblo, ponderando, investigando y fijando muchos proverbios».

      Esto no lo afirma de sí mismo el autor, sino su editor. Es otro el que realmente ha captado su contribución última a la comunidad humana. Curiosamente, Salomón, el que quedó atrapado en su genealogía como «hijo de David» y en el poder que esta le proporcionaba, recibe un auténtico varapalo al final de su vida, ya que tal poder no le ha servido sino para apartarse de la voluntad de Dios a favor de la verdadera justicia (cf. 1 Re 11,1-13). Del texto citado recojo la sentencia que resume el juicio contra Salomón (v. 11):

      Debido a lo que abrigabas en tu interior, que ni guardaste mi pacto ni mis estatutos que yo te había impuesto, ten por seguro que voy a romper tu reino para entregarlo a tu siervo.

      Lo que Dios había mandado a Salomón, igual que a todo rey hebreo, estaba –y está– establecido en una sección del libro del Deuteronomio conocida como la «Ley del rey», que básicamente prohíbe el «pecado de la acumulación», ya sea de poder material, militar o político:

      Cuando hayas entrado en la tierra que el Señor, tu Dios, te da, y tomes posesión de ella y la habites […] 15 pondrás por rey sobre ti a quien el Señor, tu Dios, escogiere. De entre tus hermanos pondrás rey sobre ti; no podrás poner sobre ti a un extranjero que no sea tu hermano. 16 Pero no deberá acumular para sí caballos ni hará volver al pueblo a Egipto con el fin de aumentar caballos […] 17 Tampoco tomará para sí muchas mujeres, para que su corazón no se desvíe. Tampoco amontonará para sí ni plata ni oro. 18 Y, cuando se siente sobre el trono de su reino, hará escribir para sí en un libro una copia de esta ley, del original que está al cuidado de los sacerdotes levitas, 19 y lo tendrá consigo, y lo leerá todos los días de su vida, para que aprenda a reverenciar al Señor, su Dios, guardando y poniendo por obra todas las palabras de esta Ley y estos estatutos. 20 De este modo evitará que se eleve su corazón sobre sus hermanos, y no se apartará del mandamiento ni a diestra ni a siniestra […] (Dt 17,14-20) 3.

      Esto significa que la identidad, ya sea personal, comunitaria o institucional, no siempre se beneficia de una situación de bienestar y poder. No siempre la mejor visión, el mejor proyecto, nace de quien más poder tiene; hay ocasiones –¿o será siempre?– en las que el despojamiento de la riqueza es la mejor fuente de una visión de futuro y de proyectos realmente útiles al ser humano. ¡Cuántos proyectos que tuvieron un origen humilde carecían de medios, pero contaban con mayor calidez humana! ¡Cuánta añoranza de ese origen humilde –sencillo– que parecía hacernos más humanos!

      Esta reflexión sobre la identidad del Predicador me lleva a pensar que toda identidad saludable lo es cuando tiene asumida una vocación, lo que le permite hacer de su circunstancia –de su genealogía, pobre o rica– algo más que un destino fatal. Por el contrario, la identidad es enfermiza cuando cae en la necesidad de la autoafirmación, de seguir afirmando la genealogía por encima de toda circunstancia y por encima de todo acontecimiento. Es decir, la identidad no se forja afirmando la distintividad propia (la genealogía), aunque por supuesto existe y debe existir. Creo que la identidad se forja cuando sirve a la comunidad humana, esto es, cuando existe para el otro. De no ser así, existe para sí misma, para su autoafirmación, y entonces se dedica a dotarse –o a intentarlo, al menos– de los mejores medios posibles para su propia promoción en el seno de la comunidad. En otras palabras, la identidad-sierva se ha convertido en identidad-señora, incapaz ya de renovarse a sí misma y de aportar a la comunidad.

      Esto es así porque el «yo genealógico» es una fuente de insatisfacción inagotable. El «yo» que no ha trascendido su genealogía gracias a la fuerza de una vocación puede ser como aquel Salomón (o sea, el antiguo «yo» del Predicador, su «yo» apegado a la genealogía) que se nos describe en 1 Re 5[4,21]-11, cuya única apetencia parecía ser la acumulación de conocimiento, de poder y de materiales preciosos, ya fuera para sí mismo, para su reino o para su templo del Señor. Para no cansar al lector con la farragosa lectura de estos capítulos, preñados como están de detalles sobre la magnificencia de Salomón, le proporciono una selección coherente de ellos, que recomiendo leer someramente con el único propósito de captar la impresión de tal magnificencia y poder:

      5,1 [4,21] Y Salomón señoreaba sobre todos los reinos desde el Éufrates hasta la tierra de los filisteos y el límite con Egipto; y traían presentes, y sirvieron a Salomón todos los días que vivió […] 4 [4,24] Así pues, él señoreaba