Fernando Bermúdez López

El grito del silencio


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en la palabra. En el silencio, la palabra alcanza su plenitud, señala Arturo Paoli. Nos infunde ternura, respeto y tolerancia, nos ayuda a situarnos en el lugar del otro, a ser comprensivos y compasivos. Nos capacita para estar abiertos al Espíritu y al amor a todos los hombres y mujeres, particularmente a los más pobres y necesitados.

      El viaje más fascinante, que muchos rehúyen emprender, es el viaje al interior de uno mismo. Provoca vértigo y miedo encontrarnos con nuestras propias miserias, con nuestros traumas, con nuestro pasado, con nuestras contradicciones, nuestras luchas interiores, nuestras debilidades y pequeñeces, pero también con nuestras fortalezas y posibilidades, anhelos y sueños. El monje trapense Thomas Merton subraya la necesidad de realizar este viaje al centro de uno mismo cuando dice: «¿Qué ganamos con navegar hasta la Luna si no somos capaces de cruzar el abismo que nos separa de nosotros mismos?».

      Solo en la soledad del desierto interior es posible encontrarnos con nosotros mismos y crecer como personas y como creyentes. La espiritualidad del desierto relativiza las cosas, hasta la misma religión, con sus dogmas, cánones, normas y ritos, para centrarse en la búsqueda y unión con el Misterio trascendente, el Absoluto, el Dios amor, el Dios de Jesús, que se nos hace presente en los pobres y excluidos. O, dicho con otras palabras, desde el silencio llegamos a relativizarlo todo, menos el misterio de Dios y el sufrimiento humano provocado por la injusticia.

      El silencio nos ayuda a tomar conciencia de que somos energía en el universo. Nuestros pensamientos, sentimientos, plegarias y acciones son energía que se proyecta hacia toda la humanidad y hacia el universo, allí donde la fuente del amor nos revitaliza. Allí regresamos al origen de todo y al futuro.

      Cuando, por la noche, en silencio, contemplamos las estrellas y nos detenemos en una de ellas, y vamos adentrándonos en su interior, y atravesamos el cosmos, sentimos que todo el universo es nuestra casa y que somos parte de la Energía que dio origen a la explosión y expansión cósmica del Big Bang.

      El silencio nos identifica con todos los seres vivos de nuestra tierra, con los árboles y plantas, aves y peces, con los animales domésticos y de las montañas y selvas. Todos son nuestros hermanos. Salimos de la misma Fuente. Pero muy particularmente nos identifica y hermana con todo ser humano, sin distinción de nacionalidad, color de la piel, lengua o credo religioso. Todo hombre y mujer es mi hermano, compañero de camino.

      El silencio rompe prejuicios, desecha toda discriminación, racismo, xenofobia y aporofobia, disipa los miedos al diferente, nos abre a la acogida, particularmente del inmigrante y refugiado. Supera los nacionalismos y las fronteras. Nos hace ciudadanos del mundo.

      El silencio nos enseña que lo que importa en la vida es pasar por ella siendo coherentes, amando y haciendo el bien. Todo lo demás es relativo. ¿Se abrirá nuestra sociedad a la brisa del silencio, a la fuerza creadora que une y mueve todo?

      Como ejercicio propongo sentarse, si es posible todos los días, en un lugar tranquilo, sin ruido alguno, olvidando las tareas que tenemos entre manos; descansar las manos sobre el regazo, cerrar los ojos y escuchar solo el sonido de la propia respiración. Quedarse inmóvil, sereno, durante un largo rato, abriendo todos nuestros canales a la acción del Espíritu. Y, desde el silencio, escuchar la voz de la conciencia. Y seguir en silencio, sin prisa, hasta escuchar el grito de la humanidad sufriente y el grito de la tierra. Así irás viendo lo que acontece a tu alrededor y en el mundo con ojos nuevos y descubrirás tu misión en la vida.

      Dios habla cuando el hombre calla

      Hoy no es necesario retirarse al desierto de la Tebaida, del Sahara, del Sinaí o de Palestina, como hicieron los anacoretas y monjes antiguos, para buscar el silencio. El desierto puede hallarse en todas partes, también aquí, porque el desierto no significa alejamiento de la gente, sino silencio interior y conciencia de la presencia de Dios en la historia y en la vida de cada ser humano. El silencio del desierto se encuentra en la ciudad, en nuestra casa, en la vida cotidiana, en el trabajo, en las luchas por un mundo más humano y, sobre todo, dentro de uno mismo.

      El desierto es el lugar al que hay que ir, sobre todo en tiempos de crisis, para ver la luz que da sentido a la vida y a la historia y levanta la esperanza de los pobres de la tierra.

      Los antiguos ermitaños y monjes del desierto son hitos que interpelan nuestra vida personal y desenmascaran a la sociedad moderna, por haberse hecho esclava del materialismo consumista impuesto por el sistema capitalista neoliberal, que es injusto, inhumano y cruel, causante del hambre de millones de seres humanos. En este sistema no hay tiempo para reflexionar ni para confrontarse consigo mismo, ni con la realidad histórica, ni con Dios. No hay tiempo para orar. Se teme al silencio. La soledad nos espanta.

      El viento de la historia es elocuente. Su sonido solo se percibe desde el silencio. Para construir un mundo alternativo, justo y profundamente humano es necesario aprender a escuchar el sonido del silencio.

      No pocos líderes que llegaron al poder con proyectos revolucionarios y sueños de un mundo nuevo de justicia y fraternidad se acomodaron al statu quo traicionando sus principios, porque les faltó mística, y esta se desarrolla a través del silencio y la escucha atenta del clamor de los pobres. Cuando los movimientos revolucionarios descuidan la mística, la utopía y la ética en la acción política, caen en el mismo pecado que denunciaban en el capitalismo. Por eso el mundo necesita hombres y mujeres de silencio.

      Del silencio salen los místicos, los profetas y los auténticos revolucionarios. El místico descubre y encuentra a Dios en el rostro de los pobres y se comunica con él en el silencio de la vida.

      Dios habla cuando el hombre calla. Dios habla en el firmamento, habla en la montaña, en la diminuta flor del campo, en la inmensidad del mar, en la sonrisa de los niños, en los gestos de ternura de una madre…, pero sobre todo en el enfermo, en el anciano abandonado, en el hambriento, en los hombres y mujeres sin trabajo, en los niños de la calle, en los emigrantes y refugiados, en los campesinos sin tierra, en los encarcelados, en las víctimas de la violencia y de las guerras. Solo el hombre y la mujer de silencio son capaces de descubrir el grito de Dios en el grito de la humanidad sufriente. Ahí se escucha a Dios, se interioriza su Palabra y se hace carne en un compromiso de servicio y de lucha por la construcción de una sociedad alternativa.

      Cuando el amor se hace silencio

      En la sociedad actual se habla y se cantan canciones de amor por todas partes. Adolescentes entablan relaciones amorosas. Pronto estas se rompen y dicen que han encontrado otro amor. Lo mismo acontece en personas adultas. Incomprensiones, desconfianzas, infidelidades y rupturas están a la orden del día. Los ruidos de este mundo superficial que vivimos impiden descender a las profundidades del amor, que se nutren del silencio.

      Hay un libro bíblico, el Cantar de los Cantares, que recoge el diálogo amoroso entre un hombre y una mujer. Es el drama de dos enamorados que se buscan y se encuentran, desafiando los obstáculos que se les presentan en el camino.

      El Cantar de los Cantares es una traducción del hebreo Shir hashirim, que en español se diría «el más bello cantar». Este libro es una glorificación poética del amor humano. En él se celebra a la mujer admirada, amada y amante, y al hombre que contempla a la mujer, la respeta, la ama apasionadamente y busca la alegría y el éxtasis de su encanto corporal.

      En este poema, la mujer y el hombre enamorados se expresan con toda su fuerza afectiva la mutua entrega. No es la mera búsqueda de la satisfacción erótica lo que les atrae, sino el deseo de compartir la vida y ser dos en uno, saboreando y recreándose libremente en el placer del amor.

      En el Cantar de los Cantares, la sexualidad adquiere un sentido sagrado. No es la sexualidad la que hace descubrir el amor, sino el amor el que revela la esencia de la sexualidad. La contemplación mutua, la mirada que estremece, el sentirse y acariciarse, constituyen un diálogo amoroso, un asombroso complemento en el cual las manos se encuentran, los labios se unen y se abrazan los cuerpos. «Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro», dice el Génesis. El hombre contempla y acaricia el cuerpo de la mujer. La palma de su mano recibe con ternura la redondez de sus pechos. Y la mujer