Lourdes Velazquez González

La civilización del Anáhuac: filosofía, medicina y ciencia


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dominico Diego Durán, escrito en 1581. La Crónica mexicana de Hernando de Alvarado Tezozomoc, redactada probablemente hacia 1598; la Relación del origen de los indios del jesuita Juan de Tovar, obra que representa un resumen de la Historia de Durán; y la renombrada Historia natural y moral de las Indias publicada en Sevilla en 1590 por el erudito jesuita José de Acosta, el cual se sirvió de la Relación de su compañero de orden, Tovar, para la composición de algunos pasajes de su magna obra.[12]

      Especialmente importante para la historia de la medicina es el trabajo del doctor Francisco Hernández, quien fue médico de Felipe II, y por encargo de éste redactó una Historia Natural de la Nueva España. Sus Obras completas constan de seis volúmenes. Hablaremos de esta fuente con más detalle cuando tratemos la práctica médica de los nahuas.

      Otras obras de españoles (conquistadores o cronistas) que contienen testimonios indígenas directos y cualificados acerca de las tradiciones y las concepciones de los pueblos subyugados son consideradas de importancia menor.

      No se puede decir que sean textos irrelevantes, sin embargo, su valor como “fuentes” reales debe ponderarse en forma cuidadosa caso por caso, por esta razón nos eximimos de mencionarlos, dado además su considerable número. En cambio, señalamos que entre estas fuentes a tratar con cautela también figuran escritos de indígenas o mestizos, quienes escribieron en su propio idioma o en español. Entre ellos, los principales son: Hernando Alvarado Tezozomoc (nacido alrededor de 1525), quien escribió en náhuatl y en un español rudimentario; Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1575?-1650), mestizo casi totalmente europeizado, pero que dominaba a la perfección ambas lenguas; Diego Muñoz Camargo (1524-1614?), también mestizo. Estos personajes pueden considerarse como “fuentes indígenas”, a pesar de ser indirectas, puesto que obtenían de los indígenas sus informaciones. Sus escritos se consideran parciales, ya que reflejan, a veces, de manera transparente, las ásperas rivalidades que dividían a los diferentes grupos étnicos del Valle de México (rivalidades que fueron hábilmente aprovechadas por Cortés y le permitieron una conquista a todas luces desproporcionada con respecto a la fuerza militar con la que contaba). Es así que en Tezozomoc encontramos la perspectiva mexica; en Ixtlixóchitl, la texcocana; en Muñoz Camargo, la tlaxcalteca. Aunque esto pueda, a veces, conllevar dudas legítimas sobre la objetividad de algunos relatos. Por otro lado, tiene el indiscutible interés de darnos a conocer el testimonio y la opinión de quienes se encontraban del otro lado de la barricada (o el punto de vista de los vencidos), brindándonos a la vez datos que de no ser por ellos nunca habríamos conocido.

      Fuentes no escritas

      Desde hace mucho tiempo perdió vigencia el dogma que afirmaba que la “historia” de un pueblo comienza a partir del momento en que se cuenta con testimonios escritos de la misma. En particular, si la historia abarca los aspectos culturales en un sentido muy general, está claro que los restos arqueológicos tienen una importancia considerable. Este discurso es aún más válido cuando se trata de culturas que han desarrollado un fuerte sentido del simbolismo (prácticamente todas las culturas que no estén permeadas por una fuerte dimensión racionalista). Éste es el caso de la civilización náhuatl. De ahí que fuentes como las obras de arte diferentes a la literatura, es decir, pinturas, esculturas, decoraciones, arquitectura, resulten útiles: ellas entrañan un vasto contenido de ideas expresadas en símbolos, cuya interpretación (más allá de las dificultades que cualquier operación de este tipo encuentra relativamente a cualquier época y cultura) se ve facilitada por el hecho de que algunas representaciones simbólicas también se encuentran en los códices y, de este modo, el conocimiento de ese tipo de escritura a menudo ayuda a descifrar el símbolo.

      La tradición oral ha sido siempre muy importante para el estudio de la historia, y aunque se le tache de “teléfono descompuesto” al momento de escuchar el mismo relato hablado por distintas bocas y diferentes versiones, la idea central trasciende y se mantiene. Esto mismo ocurre en la actualidad en los calpultin de nuestro país, donde maestros de la tradición oral comparten las enseñanzas de sus abuelos y las cuentan tal y como se las narraron a ellos y las enseñan tal y como se las enseñaron, algunos tienen unas versiones, los demás otras igualmente valiosas, pero la idea central es siempre la misma. La tradición oral es un arte de composición de la lengua cuyo fin o función es transmitir conocimientos históricos, culturales y valores ancestrales que se actualizan desde una temporalidad cíclica que le otorga su sentido más profundo. Estos relatos están profundamente relacionados con la espiritualidad de estos pueblos, porque en el acto de narrar un relato no sólo se cuenta una historia sino que se genera la unión entre lo terrenal y lo espiritual, dando sentido a la identidad cultural de los pueblos indígenas.

      No todas las fuentes que hemos mencionado son de igual importancia para la historia, entendida en sentido estricto. Sin embargo, ya se dejó claro en la “Introducción” cómo esta historia no puede prescindir de marcos conceptuales más amplios. Cuando llegue el momento de centrar nuestra atención en los temas más estrictamente médicos y filosóficos, también mencionaremos cuáles de estas fuentes son las más significativas a este respecto.

      [1] Nos limitaremos a mencionar, a título de ejemplo: Ángel María Garibay, Llave del náhuatl, México, Porrúa, 1994 (es, en cierto sentido, la primera gramática de esta lengua realizada con base en criterios científicos, y contiene un apéndice y un breve diccionario). Anteriormente, César Macazaga Ordoño publicó un Diccionario de la lengua náhuatl (México, 1991) basado en la gramática de esta lengua redactada por el sacerdote jesuita Horacio Carochi a mediados del siglo xvii.

      [2] En el fondo esta es la misma razón por la que muchos autores llaman “lengua mexicana” a la lengua náhuatl. Esto ocurre desde los primeros tiempos, y también se puede explicar porque los españoles prefirieron usar el topónimo de México para nombrar la capital azteca. Este topónimo, sin embargo, es náhuatl (significa “colocado en el ombligo del maíz”) y también era utilizado por los nativos. Más tarde, sirvió para nombrar a todo el país, sustituyendo, tras la descolonización, el nombre de Nueva España introducido por los conquistadores.

      [3] La presencia del náhuatl es atestiguada por topónimos en esta lengua encontrados desde los estados del sur de los Estados Unidos de América hasta América del Sur, pero se concentra en especial en América Central. Las poblaciones que la hablaban vivían en el territorio conocido como Anáhuac, que se extendía más allá de los límites del México actual (por ejemplo, Nicaragua), a pesar de que no lo cubriera de manera uniforme. De hecho, la civilización maya floreció en la península de Yucatán y aunque geográficamente forma parte de México, es muy diferente a la náhuatl, sobre todo, por lo que se refiere a la lengua. La lengua maya también es hablada, hoy en día, en la península de Yucatán.

      [4] Tomando en cuenta todo esto, no es sorprendente que en el pasado hubiera personas que conocían de memoria los poemas homéricos, los clásicos latinos, la Biblia y los textos jurídicos justinianeos. Sin ir más lejos, es suficiente pensar que la educación religiosa ha consistido, hasta hoy, en memorizar, sin recurrir a la ayuda del texto escrito, oraciones, letanías, cantos, complicadas fórmulas de catecismo, a veces en una lengua muerta que la mayoría no podía entender, como el latín.

      [5]