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Una mirada oblicua


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desencaja por supuesto el realismo histórico hasta encontrarse con el kitsch o el cuento de hadas. Este recurso, ha admitido Sarmiento, está tomado del acercamiento que había propuesto Éric Rohmer en L’anglaise et le duc (La inglesa y el duque, 2001) con un enfoque más realista38.

      También en Maria Graham se utilizan ilustraciones de pinturas históricas que nos remiten a la tradición del arte chileno del siglo XIX, no para recrear ambientes, sino para complementar el imaginario afectivo en el espectador. En una escena, por ejemplo, en que se ve a Maria en su habitación escribiendo el diario, se integran en el muro de fondo algunas ilustraciones como un collage en movimiento. A ello se suma una pista de audio que corresponde a la música criolla que Maria ha escuchado la noche anterior en la taberna acompañada de Lord Cochrane. Música e imagen fija se entremezclan con un relato en off que nos permite conocer lo que Graham escribe en su diario: “In such a tavern in England, a fight will not doubt soon break out. Nothing of the kind occurs here, despite the fact there was a good deal of drinking. This seem to be contented people, but should desperate times return, how would they make their anger felt”39.

      Maria Graham de Valeria Sarmiento (2012). Imágenes fijas incluidas como fondo de escena, mientras Maria Graham (Miriam Heard) escribe su diario. Capturas de video.

      Imágenes desde Valparaíso

      Son múltiples las imágenes de Valparaíso que emergen en el cine de Valeria Sarmiento en tanto ciudad vista e imaginada: el Valparaíso como lugar de formación de la cineasta, como la ciudad evocada desde el exilio, el puerto cosmopolita de los viajeros europeos, la ciudad patrimonial y el cliché turístico actual en tiempos de economía neoliberal. Todos estos lugares se nos aparecen de forma contradictoria, aunque sin negarse entre ellos y evidenciando su multiplicidad. Estas imágenes que alimentan el imaginario de Sarmiento continúan hoy expandiéndose y reproduciéndose con la construcción actual, aún en curso, del Archivo Ruiz-Sarmiento, alojado en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

      En función de este acervo documental —el cual he visitado como investigadora desde noviembre de 2018—, se hace pertinente pensar cómo este propone hoy nuevas formas de aproximarnos al legado de ambos cineastas desde el punto de vista de su materialidad, considerando los viajes y las trayectorias transatlánticas que estos documentos siguen realizando aún en el presente de la escritura de este texto. El archivo es el resultado de una gestión colaborativa entre la universidad y Sarmiento, quien desde hace algunos años ha impulsado personalmente la “repatriación” desde Francia. Desde cierta perspectiva puede pensarse cómo estos documentos en su viaje plantean un retorno al origen de estas historias, al lugar donde la propia Sarmiento se recuerda como ávida espectadora durante su juventud, yendo al cine en Valparaíso con su padre y consumiendo las producciones norteamericanas y europeas. De esta forma, el archivo material se hace hoy parte de una historia común de Valparaíso, con sus movimientos de personas, mercancías, saberes y lenguas, y también de la historia de la propia cineasta, que reside en Francia desde 1973 aunque pasa temporadas largas en Chile cada año.

      La distancia de Sarmiento con su país de origen construye una poética de exilio, la cual es constatable en su cine y que se evidencia en su mirada distanciada de lo nacional, que le permite incluir la pluralidad de culturas e idiomas que han constituido a Chile históricamente. En este sentido sus producciones cinematográficas, siempre internacionales (dentro y fuera de Chile), ofrecen una perspectiva para reflexionar respecto de las problemáticas de la identidad, el desarraigo y la dislocación que son propias de la cultura contemporánea y que Sarmiento ha sabido activar desde su mirada oblicua, viajera y carente de un punto de referencia fijo.

      Símbolos, atmósferas y omisiones cromáticas en el cine de Valeria Sarmiento*

      Paula Dittborn Orrego

      Es posible que, a lo largo de nuestras vidas, nos toque experimentar cambios decisivos en el funcionamiento de los medios con los que nos vinculamos. Esos cambios no solo repercuten en la relación corporal, gestual y cotidiana que mantenemos con esos aparatos (distinto es colgarse una cámara de fotos al cuello que guardarla en el bolsillo trasero del pantalón), sino también en nuestra manera de mirar el mundo y de generar imágenes a partir de él. De esa manera, mientras algunas personas fueron testigos de la aparición de las primeras radios a pila, otras en cambio han presenciado cómo sus corpulentos televisores podían ser reemplazados por pantallas planas de mayor resolución. Pero, independiente de la consciencia que hayamos podido adquirir a partir de esos cambios (las radios no siempre fueron portátiles, los televisores no siempre fueron digitales), también es cierto que hay cuestiones que parecieran resultar intrínsecas a determinados medios, siendo que son igualmente históricas. Tal podría decirse que es el caso del color en el cine40.

      Si bien dentro de lo que llamamos conocimiento general se encuentra el hecho de que el cine en sus orígenes era en blanco y negro, lo cierto es que actualmente la captura del color suele ser concebida como una facultad a la que el cine estaba predestinado, y cuyo logro no fue sino consecuencia de su supuesta naturaleza especular. Quizás, por lo mismo, no siempre se le conceda al color de una película la autoría que sí se reconoce, en cambio, detrás del guion, la filmación y el montaje. Solo en aquellos casos en los que es muy evidente que la paleta cromática de una película responde a una propuesta estética particular, caemos en cuenta de que el color en el cine en realidad no

      se captura, sino que se confecciona —aunque solo sea mediante la elección de una determinada cinta—. En ese sentido, cuando el color es utilizado de manera intencionada y decidida, no solo experimentamos sus efectos en la película misma, sino que además nos enfrentamos a la pregunta por todo lo que es el color en el cine: su función, su historia, su naturaleza física.

      En la obra cinematográfica de Valeria Sarmiento encontramos no una, sino varias operaciones en torno al color; operaciones que la misma directora se ha preocupado de declarar, aunque sea de manera imprecisa, en muchas de las entrevistas realizadas en el último tiempo. Se trata de operaciones sofisticadas, caseras, experimentales, distintas, que en algunos casos apuntan a establecer determinadas simbologías, mientras que en otros generan atmósferas que pueden ser o no descifradas, pero sí percibidas. A continuación, quisiera detenerme en al menos dos operaciones tal y como son ejecutadas en algunas de sus películas, con el propósito de reflexionar en torno a esas preguntas que la comprensión del color como recurso suscita.

      La primera escena de Rosa la China (2002) consiste en un acercamiento a una radio encendida, en el momento mismo en el que se inicia la transmisión de un folletín radial. El locutor, sin embargo, no parte describiendo a los protagonistas de la historia, sino, en cambio, al autor de la misma: Santiago Ordoñez, quien vendría a ser, en ese sentido, un personaje más de este radioteatro —así como el locutor vendría a ser un personaje más de esta película—. El autor no vuelve a aparecer sino hasta el final, pero la profunda y melodiosa voz del locutor interviene reiteradas veces en el resto de la película. En algunos momentos explicita los pensamientos y emociones que asaltan a cada uno de los personajes (estrategia utilizada con frecuencia en el género latinoamericano de la teleserie), mientras que en otros anuncia el paso de una historia a otra. Es así como la infidelidad de Rosa, las intrigas de su marido Dulzura, los delitos de Marcos, los dilemas de Laura y los intentos de su madre por salvarla se van entrelazando al ritmo de esas intervenciones, hasta llegar a un desenlace que resulta fatídico para muchos de esos personajes —incluso para el mismo autor—.

      La película está ambientada en la Cuba de inicios de los años cincuenta, poco tiempo antes de iniciarse la revolución que habría de erradicar, al menos por un tiempo, el descarado despliegue de juego, contrabando y prostitución que caracterizó en gran parte al gobierno de Batista. Parte importante de la acción transcurre, de hecho, en hoteles y salones, donde se alternan los encuentros furtivos con las peleas a golpes, las triquiñuelas políticas con los espectáculos de vodevil. Las mujeres que trabajan