No son los setenta años de peronismo, pero las páginas de Facundo están inspiradas en una reflexión histórica análoga sobre qué salió mal en los treinta y cinco posteriores a la revolución. Ahí conviven sensaciones escurridizas donde se mezclan el desorden social, la militarización y la lealtad política. Sarmiento comparte en ese momento la idea de que la Revolución de Mayo ha sido truncada. E intuye que, como señalaría José Ingenieros más tarde, los traidores son los hacendados –futura columna vertebral del rosismo–, que obstruyeron con su poder cada intento modernizador. Son los que usan el fervor patriótico de la plebe para expandir su capacidad de comerciar con el resto del mundo y para conspirar en casa sucesivamente contra Moreno, Alvear, Rivadavia y Dorrego, erosionando en apenas una década las chances de una sociedad dinámica como la que había prometido la revolución. Se trata de una mirada que no es perfecta para el pasado, pero sí es profética para el país que Sarmiento ayudará a fundar, en el que las clases terratenientes creadas alrededor de sus políticas se convertirán en el obstáculo abyecto de sus sueños democráticos.
La vida rural corporiza el atraso y, en ese panorama sombrío, Facundo Quiroga representa el modo defectuoso de integración de los gauchos a la vida política que da forma al orden rosista, que al menos es un orden, y que sucede al período revolucionario. Ese es el último eslabón de un proceso de organización de décadas pobladas de facinerosos, bandoleros, milicias e intereses particulares que pululan en el campo, todas formas supuestamente de la pre o la antipolítica que se interponen en la construcción de un régimen.
Los personajes que alimentan hasta la intoxicación el imaginario de Sarmiento son protagonistas de ese pueblo que moldea el mundo rural desde la Revolución de Mayo y que representan un desafío a los dos pilares fundamentales del Estado moderno por venir: el monopolio legítimo de la fuerza y la propiedad. Familias de vagos que se niegan a desalojar la hacienda de un propietario que se la adjudica con los títulos correspondientes. Caravanas armadas que asaltan las rutas. Grupos armados que ofrecen protección contra los asaltos en las rutas a cambio de una colaboración. Pequeñas comunidades que trabajan la tierra y presumen por eso que tienen derecho a ella. Personajes idiosincráticos que se atribuyen la representación de esas comunidades ante el gobierno civil, ante los mandos militares, ante las amenazas indígenas. Conjuntos familiares que recurren a estos recursos para preservar su vida y su espacio ante la amenaza de malones indígenas y la coacción de tropas lejanas. Bandoleros violentos que resisten cualquier forma de autoridad. Cabecillas que negocian entre el ejército, los indios y los propietarios un espacio para ellos. Caciques que median entre todos esos mundos y presionan al juez para definir una idea de derecho. Dirigentes osados que se atribuyen, en el borde presunto del desierto, el apoyo incomprobable de algún hacendado como Rosas.[10]
La vida de esos años requiere de este tipo de arreglos, negociaciones y formas de representación para desarrollar tareas cotidianas como plantar alimentos, construir una vivienda, comerciar, contratar a alguien, ofrecer la fuerza de trabajo propia o imaginar un futuro para los seres queridos. Desde Sarandí a San Pedro, todo ocurre en un mundo rural al que hoy se puede acceder en menos de una hora por autopista. El universo del orden y de la ciudad es un punto minúsculo en un mundo caótico e ininteligible para quienes han construido una filosofía política basada en otras formas de representación. Ese abismo que perciben como la amenaza atávica que resiste a la política es, en verdad, la política misma, un mundo cargado de sentidos, intereses, tradiciones y visiones de futuro que está más vivo que nunca durante la primera mitad del siglo XIX.
El ciclo revolucionario que había comenzado en 1810 empieza a cerrarse una década más tarde al mismo tiempo que se disuelve el gobierno central. El año de 1820 es, como afirma Gabriel Di Meglio, un año con muy mala fama.[11] Sin embargo, en las cenizas del legado de Mayo también están las prácticas, visiones y proyectos que van a alumbrar la política de las décadas posteriores. Lo que ocurre desde 1820 es, fundamentalmente, la emergencia de un proyecto de republicanismo popular, singularmente latinoamericano. Un conjunto informe de intereses en el que los sectores populares, ni más ni menos, “contribuyeron a delinear […] la forma en que se fue construyendo otra realidad política, económica y social que reemplazó al sistema”.[12] Con matices enormes a lo largo de la Argentina, ese territorio poblado de caudillos, revoluciones, inestabilidad y proyectos fallidos de Estado tiene poco que ver con una patología o un fracaso. Desde Salta a la Mesopotamia y desde San Juan a Buenos Aires, lo que se agita en esas décadas es una sociedad movilizada consolidando un proyecto de país. Aquellos ruidos son, como señala Hilda Sábato para América Latina, las manifestaciones evidentes de un proceso de construcción política en el que élites y sectores populares experimentan con distintas fórmulas: la expansión del derecho a voto y la ciudadanía, la república, la movilización de ciudadanos en armas que abren el espacio para la participación política y la movilidad social, o la intervención enérgica de la opinión popular en un espacio público naciente, poblado de asociaciones, partidos políticos y periódicos.[13] Bajo esta luz, la inestabilidad política del siglo XIX que muchos historiadores atribuyen a la herencia colonial, premoderna y antirrepublicana, emerge como algo distinto a la barbarie y más parecido a una forma radical de republicanismo que conecta a América Latina con lo que está ocurriendo en otros lugares de Europa y los Estados Unidos.
Pero aquella interpretación de este proceso en clave mítica, como el origen del fracaso nacional, y como la consecuente negación del carácter de avanzada de la experiencia política latinoamericana de aquellos tiempos, será uno de los pilares del antipopulismo menos de un siglo después. Durante el siglo XX, pero sobre todo hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, intelectuales, diplomáticos y funcionarios harán una relectura del período tratando de dar cuenta de la nueva realidad en la que viven: la poderosa hegemonía política, económica y militar de los Estados Unidos en el mundo. En esa revisión, el legado católico y español de sociedades jerárquicas con posiciones fijas es lo que impide a América Latina abrazar el riesgo implícito en el comercio y la exploración que caracterizaría a la cultura anglosajona. “Los brazos de la España no nos oprimen; pero sus tradiciones nos abruman”, diría Esteban Echeverría, reproduciendo y creando la leyenda negra del legado ibérico. Será una de las leyendas del período colonial que más se proyectará hacia el siglo XX.[14]
Pero Sarmiento nace en 1811 junto con la aparición de este elenco de personajes y de este conjunto de prácticas, y aunque nunca va a tomar una conciencia cabal de las contribuciones de esa política popular a un proyecto republicano, su vida adulta va a girar alrededor de un rechazo hacia ese proyecto que apenas oculta su admiración y perplejidad. Algo que, de distinta forma, también le van a provocar los Estados Unidos y Europa.
“Los hombres materiales”
La ambivalencia de Sarmiento entre el impulso imaginativo y las convicciones es lo que va a definir la idea de política popular en el liberalismo argentino hasta nuestros días. Desde el siglo XVII, la filosofía política moderna adoptó una forma de domesticar la ficción a la hora de imaginar el funcionamiento de ciudades, imperios y naciones. Hay tantos elementos imaginativos o puramente fantasiosos para imaginar un orden político en el estado de naturaleza de Hobbes, el buen salvaje de Rousseau, la ciudad de Maquiavelo o en las historias de Miguel de Cervantes. Lo que ocurre con esos textos una vez que salen de la mente de sus creadores es un esfuerzo por hacer de unos verdad y de otros un juego. Esa separación entre ficción y teoría le dio forma a la teoría política moderna: el poder se entiende más desde las enseñanzas de Rousseau que desde las de Lope de Vega, aun si en ese juego, de alguna manera, perdemos todos. Dos siglos después, Facundo es casi un esfuerzo por retroceder en el tiempo, por unir lo que el tiempo ha separado y suturar la brecha que separa a la ficción y la filosofía política. Sarmiento está tensionado entre divertirse con la pluma o construir la nación, pero este último impulso es el que termina de dar forma a sus acciones y, sobre todo, a cómo esas acciones serán leídas más tarde.
Sarmiento recorre todos los géneros imaginables para describir a Facundo Quiroga, merodea el delirio e inventa historias que bien podrían ser heroicas o salvajes. Facundo lidera con Rosas una “guerra obstinada […] al frac y a la moda”, es un hombre “genio a su pesar” nacido “para mandar, para dominar, para combatir el poder de la ciudad, la partida de la policía”.